En la última parte de Reconstruyendo a Cyrano, Pablo Bontá, director teatral y autor de Cyrano, un vodevil franco-argentino, explica a cámara con un entusiasmo parejo con la preparación de la masa de colores para su hija “algo que pocos saben” y que, imprevistamente, se vuelve la pieza que completa un cuerpo que busca su forma: que Cyrano existió, que vivió doscientos años antes que Edmond Rostand, el dramaturgo one hit wonder de Cyrano de Bergerac (1897). No es que importe el carácter biográfico ni histórico, en rigor la obra de Bontá no se ocupa de restaurar una celebridad –quizás más cinematográfica que teatral-, sino de iluminar la entidad cierta, el carácter verdadero que recorre el cuerpo de un hombre que fue uno, él mismo con su palabra y su acción. Esa presunta unidad en el siglo XVII se vuelve sin dudas una construcción en la Francia del Segundo Imperio, un deseo de recuperar el orgullo perdido frente al Imperio Alemán.
¿Pero cuánto de esa disgregación queda para el teatro argentino actual, qué tipo de interrogantes plantea una reevaluación de Cyrano? Y más aún: ¿es necesario, es útil? La inquietante perspectiva de dar cuerpo a un pedante, a un genio y a un violento como Cyrano es el desafío en el que conviven un director consagrado, Monsieur Lavelli (Enrique Iturralde), y un actor de teatro independiente (Diego Freigedo). La dramaturgia de Bontá se plantea, aunque él se defina como un “director que escribe”, como virtuosa, bellamente ensamblada. Desde el inicio de la película asistimos a un camino concluido, a una imagen de la obra que puede responder a ese interrogante, pero esa perspectiva se fractura y da lugar al conflicto cinematográfico: el equipo de la obra es nominado para varios premios ACE y cuando se planifica la reposición, para aprovechar el impulso de las distinciones, el protagonista, el “primer” Cyrano (Héctor Segura), decide abandonar la obra por hallarse en un momento de “inestabilidad”. La pérdida de un Cyrano con una prominente nariz natural, alguien que se proclama orgulloso de ese apéndice que le dio trabajo y reconocimiento, expone con claridad el desafío formal de la película: documentar la reconstrucción de un cuerpo perdido para siempre. La división en partes segmenta en igual medida, con ironía y claridad, el proceso de aglutinamiento de tres apéndices simbólicos para concluir en la unidad: Una nariz, Otra nariz, El acero, El penacho, Un cuerpo.
La tonalidad predominante, de medias luces domésticas, de taciturnas y ocres sonoridades, revela una austeridad (y un reencantamiento del mundo interior) que junto con un intimismo de planos cortos y planos medios destacan la preocupación que se estructura en la voz y en la reflexión de Pablo Bontá, inicialmente desganado frente a la búsqueda de un nuevo Cyrano. En lo que tarda en cambiar los pañales de Maga, su hija, Bontá narra la experiencia de la pérdida del Cyrano y concluye resumidamente, en cuanto a las dificultades propias de la escena: “Es el teatro independiente. Pero no independiente de la pelotudez”. La vida nunca se detiene para el director, mientras que los actores, Iturralde (“el actor no está con muchas pilas”, advierte) y un sustituto que llega por tener conocimientos de esgrima, se empeñan en atraerlo al proyecto de reposición. Se dan las condiciones para una situación absolutamente paradojal. Iturralde y el también entusiasta Freigedo necesitan de Bontá, pero sobre todo del proyecto de un cuerpo. Si Walter Benjamin en “La obra de arte en la era de la reproductibilidad técnica” asume que el actor y el político tienden a confluir en una actividad ambigua -al tiempo que el parlamento y el teatro se despueblan- se debe en parte a que “Radio y cine no sólo modifican la función del actor, sino igualmente la función del que se presenta a sí mismo frente a ellos”, el actor trata de aspirar “a la exponibilidad de actuaciones comprobables, hasta supervisables”. La inquietud es, como sentencia Freigedo, un joven actor carente de violencia, romántico “con nariz de bananita dolca”, por mantener el “acto de fe” que haga posible ese proyecto de cuerpo. Otro cuerpo, un cuerpo con una promesa de unidad, más allá de la guita, del discurrir de la vida, y de la pregunta que sobrevuela al actor (“¿para qué hago esto?”), más allá de esto, la película persigue el proceso de reconstrucción de una obra de arte, contra el proceso de “desnarigar” propio de nuestra sociedad.
Si la melancolía es un engranaje en el que coincide la conciencia de un devenir vacío del tiempo con el tedio, Benjamin afirma en su Obra de los pasajes, que uno y otro son contrapesos que “mantienen en marcha” ese dispositivo. La construcción de de la Serna parece asumir plenamente el problema de todo relato, el del propio discurrir y el de nuestra conciencia del tiempo concebido como trabajo, como tedio. Mientras los albañiles martillan incesantemente una pared al lado de la sala de ensayo (¨estamos trabajando¨), no queda más que asumir la inutilidad y la contradicción. De la Serna acompaña el trayecto por la gestión del proyecto, por el diseño del vestuario, por los ensayos, por el entrenamiento corporal y por la dicción, por la composición de la partitura (“el director me pidió la teatralización de una época”, acota el compositor, Fernando Aldao, en referencia a la cadencia melancólica del neorromanticismo de Satie). Estos episodios remiten a la búsqueda de una mirada, necesaria y urgente búsqueda del lenguaje cinematográfico, precisamente una mirada que permita reunir, reconstruir el cuerpo para consagración de lo inútil. Por eso es necesario destacar la unidad formal que proporciona la presencia de los niños, que van incorporando a Bontá en la realidad de Cyrano. Con la masa preparada por su padre, Maga arma un muñeco de Cyrano, le agrega una nariz de plástico, desaprueba una nariz postiza en la cara de su padre. Lucián también somete a su padre en la plaza a una rigurosa sesión de esgrima, más real que la que enfrentan los disciplinados actores con un instructor. Se hace evidente una opción que concluye con los ojos emocionados del hijo que asiste al reestreno, los mismos del padre desde los controles: un acto de fe puede proporcionarle a la discontinua y deshilachada realidad un sentido pleno, el de los niños frente a la lógica del juego.
Aquí puede leerse un texto de Hernán Gómez sobre la misma película.
Reconstruyendo a Cyrano (Argentina, 2014), de Eduardo de la Serna, c/Pablo Bontá, Héctor Segura, Diego Freigedo, Enrique Iturralde, 83’.
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