Los guapos empieza con una sábana blanca que, se advierte pronto, no es una sola sino muchas y de varios colores, colgadas de pared a pared en un callejón de Nápoles a principios del siglo pasado. Pero eso lo sabremos después que la cámara se aleje, primero, y que algunos signos visuales y sonoros lo certifiquen luego. Lo singular de ese comienzo no reside sólo en el magnífico lugar filmado, en la época en que transcurre la ficción (que no está coagulada en el cartón piedra de un set ni en la atención fetichista al vestuario y la utilería), en la primera de las tres estrellas que aparece (Franco Nero), ni en la textura fílmica, política y moral de la década en que fue filmada (los 70), sino en el mecanismo que consiste en mostrar una parte antes del todo, en arrancar de un plano detalle y terminar en el general, operación opuesta a la del clasicismo según las esquemáticas clasificaciones de las enciclopedias.
Una y otra vez en esta película de Squitieri, así como también en Il prefetto di ferro y cabe suponer que en Corleone (1978) y varias más, se repite ese procedimiento que lo primero en darnos es algo concreto –una parte del cuerpo, un objeto, un sector del espacio-, material y opaco que a veces se superpone a una información sonora que cuesta aprehender porque la descontextualización visual nos contagia de incertidumbre, tanto como porque también se nos suministran parcialmente las conversaciones, y con información a menudo profusa y abigarrada, dura, no necesariamente reducida a la función dramática de facilitar el progreso de la acción de la manera más sintética posible.
Así entran en tensión el sentido más clásico del espectáculo y formas obtusas, refractarias a la simplificación; estrellas como el citado Nero, Fabio Testi o Claudia Cardinale, y personajes que se resisten a la mistificación; la sintaxis de los géneros (Squitieri también filmaba spaghetti westerns y no era el primero en rodar películas de gángsters napolitanos) y contenidos irreductibles al vértigo audiovisual predigerido o a guiones programáticos, como el lugar de la mafia en la organización política y social italiana que resistía la unificación estatal, y la Historia como matriz exigente de fidelidad en vez de un mero decorado.
En Los guapos hay un tópico sentimental y dramático -el triángulo amoroso- del que la película se vale para narrar otra cosa. Ese triángulo compuesto por dos hombres y una mujer funciona como circuito erótico en el que el cuerpo de Cardinale sirve para aliviar la pasión entre hombres, cuyo clímax se da en un temprano duelo a cuchillo que la tiene como testigo y deviene en amistad masculina. Uno de los hombres es aquello en lo que el recién llegado se podría haber convertido si se hubiera quedado en el país natal. Pero se fue y volvió decidido a ser un hombre de leyes, un representante de la Italia moderna, un hombre del Estado, como Il prefetto di ferro en la película homónima de este mismo director ambientada durante el fascismo previo a la Segunda Guerra.
Como ya se habrán imaginado, Los guapos es una versión de Un tiro en la noche (The Man Who Shot Liberty Valance, John Ford, 1962). Nero sería James Stewart, Testi haría de John Wayne y Cardinale de Vera Miles, pero el rol de la mujer no tiene igual preponderancia y el final no es idéntico. Es más, el final de Los guapos es uno de los más sorprendentes en sentido formal, plano secuencia formidable y de cuño fantástico en el que la pesimista dimensión simbólica y política corre parejo con el virtuosismo técnico.
Como el protagonista de Il prefetto di ferro, el de Los guapos encarna la faceta jurídica del director, también hombres de leyes y legislador además de cineasta, figura pública de la vida artística y política italiana, pareja de Claudia Cardinale desde cuatro décadas. Sus héroes, o al menos el de estas dos películas, son hombres divididos entre la acción individual y física y la acción política, entre un modo de organización social primitivo y uno moderno, entre la región de origen y un territorio geográfico y cultural más amplio. El de Los guapos intenta ser un puente entre ambos con todos los medios disponibles a su alcance. Quien parece su antagonista se revela como un inesperado colaborador de ese proyecto, con consecuencias trágicas. La mujer está más sola que nadie, así como en ambas Cardinale está más rústica y menos idealizada que nunca.
En Il prefetto di ferro hay un contraplano de la mirada del protagonista (Giuliano Gemma) que muestra la ciudad, a la que ha sido destinado para erradicar la Cosa Nostra, mientras le dice a su esposa que no puede confiar en nadie. Ese plano general oculta más de lo que revela y puede que allí resida la clave de la puesta en escena sistemática de ambas películas, esa que parte de la máxima cercanía física, del cuerpo a cuerpo de la visión con el objeto, para recién después insertarlo en el todo que contiene aquel detalle, que de ese modo no puede engañarnos con la falsa objetividad inicial del plano de establecimiento tradicional. Parecido a lo que Fernando Martín Peña con sus desprejuiciados ciclos en fílmico, e Internet con su oferta de películas de todos los tiempos subidas a la web por cinéfilo de toda clase y lugar, están fomentando en nosotros: la reescritura política del mapa histórico cinematográfico a través de una mirada atenta y libre.
Los guapos (Italia, 1974), de Pasquale Squitieri, c/ Franco Nero, Fabio Testi, Claudia Cardinale, Lina Polito, Rita Forzano, Antonio Orlando, Raymond Pellegrin, 130’.
El poder sobre mí (Il prefetto di ferro, Italia, 1977), de Pasquale Squittieri, c/ Giuliano Gemma, Claudia Cardinale, Stefano Satta Flores, Massimo Mollica, Rossella Rusconi, 110’.
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