«¿Qué te imaginas que son los espías: sacerdotes, santos, mártires? Son una lamentable procesión de idiotas, vanidosos y traidores, maricas, sádicos y borrachos, personas que juegan a los cowboys e indios para alegrar sus vidas podridas». La persona responsable de esta amarga diatriba es Alec Leamas, el inexpresivo protagonista de la novela de John le Carré, El espía que vino del frío. Fue su primera gran novela y su primer best-seller. Se desarrolla a principios de la década del 60, antes del asesinato de John F. Kennedy, antes de la llegada del hippismo, la píldora anticonceptiva, la guerra de Vietnam, el «Swinging London» y toda la movida contracultural que acompañó a esos años. Más cercano al estilo de Graham Greene, con su rampante desencanto y sus personajes grises, que al glamour de Ian Fleming, que hizo del espionaje un juego burbujeante de martinis y jet-set, Le Carré puso en la literatura toda su amarga experiencia como espía. Nacido en Dorset en 1931, a fines de los años 40 se unió al cuerpo de Inteligencia del Ejército Británico como traductor del alemán (pasado que le brinda a Leamas), y luego formó parte del MI5 (servicio secreto doméstico) en la búsqueda de agentes secretos infiltrados en Oxford. Estudió idiomas y fue profesor del Eton Collegue; en 1961 publicó su primera novela, Llamada para el muerto, donde aparece por primera vez su espía estrella de Cambridge Circus: George Smiley. En ese 1961 Le Carré (cuyo verdadero nombre es David John Moore Cornwell) pasó a las filas del MI6 (servicio de inteligencia exterior) y trabajó como secretario de la embajada británica en Bonn. Luego fue transferido a Hamburgo, y allí escribió Asesinato de calidad (1962) y El espía que vino del frío (1963). Luego del éxito de esta tercera novela, en 1964 dejó el servicio de inteligencia para dedicarse a la literatura.

A diferencia del tono aventurero y ligero de Fleming, el otro best seller de la temporada, el estilo de Le Carré es tenso y sombrío, ceñido a los colores grises que definen la contracara del espionaje, inmerso en el clima deprimente de la Inglaterra de los 50 (el racionamiento en Gran Bretaña recién terminó en 1954). El libro es un retrato nihilista en el que buenos y malos se confunden bajo el mismo disfraz, que desnuda de manera descarnada la fragilidad de los hombres, su oportunismo, la pérdida de la inocencia y la fe en la bondad. El personaje de Lizzy resulta ser la víctima ideal de ese mundo cruel: es la única persona que conserva su fe y sus valores, aquella que cree en el amor y las buenas intenciones, que es capaz de la entrega y el sacrificio. Es eso lo que a Leamas le llama la atención y lo que en algún punto lo enamora. El relato de ese vínculo está despojado de todo sentimentalismo en la prosa de Le Carré, siempre adusta y fría, pero que exuda un romanticismo subterráneo.

La historia tiene tres giros argumentales: al principio, luego de su fracasada misión en Berlín debido a la astucia del agente alemán Mundt y la pérdida de un espía infiltrado tras el Muro, Leamas regresa a Londres para una reunión con Control, su jefe en Cambridge Circus, quien parece encargarle una misión. Hay una tenue elipsis que nos conduce a Leamas buscando empleo en una biblioteca, sumido en la bronca y el alcohol, enamorándose de la joven e ingenua Liz. Luego de abandonarla «porque tiene que realizar algo importante» y terminar tres meses en prisión, descubrimos que el trabajo en la biblioteca era una pantalla creada por el MI6 para que los alemanes del Este crean en la potencial traición de Leamas a Occidente y lo tienten con cruzar filas. Allí se produce el primer giro que lleva a Leamas primero a la Haya y luego a Berlín, donde es sometido a una serie de interrogatorios. Leamas conoce a Friedler, un espía judío que odia al perverso y antisemita Mundt, y quien resulta un pieza clave para la venganza que cree Leamas que es la llave de su misión. Pero luego todo cambia. En un segundo giro, Leamas es encarcelado, Friedler acusa a Mundt de ser doble agente y se lleva a cabo un enjuiciamiento en el Partido Comunista que sienta en el banquillo a Mundt. La suerte de Leamas parece echada: la venganza se cumple pero él paga con su vida. Sin embargo, la presencia de Liz como testigo desbarata la acusación que pesa sobre Mundt y manda al paredón a Friedler, justo en el instante en que Leamas descubre que él fue una pieza involuntaria en el armado del MI6 para preservar a su verdadero agente encubierto: Mundt. El tercer giro es el definitivo: lo que era mentira resultó ser verdad. Y el final, que ofrece a Leamas una posibilidad de escapatoria, muestra cómo los juegos de uno y del otro lado del muro son similares, crueles y sin grandeza.

La clave en el thriller de espías consiste mantener la intriga hasta la revelación final, por ello la trama está cargada de giros y desvíos, de información pesada y revelaciones parciales. Conseguir una narración atractiva y equilibrada es complejo, aquí el cine puede ser una ayuda invaluable. Las posibilidades cinematográficas del thriller de espías, descubiertas por dos grandes directores como Fritz Lang y Alfred Hitchcock (no en vano, uno alemán y el otro inglés), permiten sortear los escollos de las explicaciones extensas, las elipsis sospechosas, los cambios de punto de vista. Y aquí es interesante que Martin Ritt haya sido el elegido para filmar la película en 1965 con parte del equipo de uno de los emblemas del ‘Free Cine Inglés’, Look Back In Anger (Tony Richardson, 1959). De allí se trajo a Richard Burton, a Claire Bloom, al director de fotografía Oswald Morris, y a ese halo de realismo sucio y temperamento enojado que definió a aquella película.

Ritt había sido discípulo de Elia Kazan, prometedor exponente de la renovación teatral neoyorkina de los 50 (con Cassavetes como faro), director de películas de aires modernos como París vive de noche (1961) y El indomable (1964), ambas con Paul Newman. Simpatizante de izquierda condenado a las listas negras de McCarthy, Ritt entendió que en plena era de James Bond, un espía como Alec Leamas debía contener una furia encendida debajo de esa apariencia gris y decadente. Por ello la puesta en escena se contagia de esa sombría elegancia de los años de la Guerra Fría, en la que la caballerosidad y los buenos modales ocultan las más terribles intenciones. Lo que Edmund Wilson escribió sobre una novela de Raymond Chandler se aplica a esta película: «No se trata simplemente de un rompecabezas que se va armando, sino de un malestar transmitido al lector, el horror de una conspiración oculta». El espía que vino desde el frío trae el fuego que parpadea bajo el malestar, crea una atmósfera de angustia, miedo y rabia que intensifica cada pausa en la acción, dejando a los espectadores pendientes de cada palabra del diálogo a veces críptico, a veces elocuente.

Le Carré supervisó el guion de Paul Dehn (había hecho el guion de Goldfinger en 1964 y en 1967 escribió otro excelente thriller de espías para Sidney Lumet, The Deadly Affair) y Guy Trosper (El rostro impenetrable, El hombre de Alcatraz) y sostuvo la idea de que la película debía preservar las claves de la estructura literaria. Por ello comienza y termina en el mismo espacio: el Muro de Berlín. Es allí, en esa geografía fronteriza, donde Leamas pierde a su primer agente y donde él mismo va a encontrar su destino. Allí se enfrenta con un colega de la CIA que lo manda a descansar, demostrando esa rara mezcla de vanidad y autosuficiencia que lo lleva a ponerse a prueba, a tensar sus propias creencias, a desafiar esa asumida decisión de que ya no era tiempo para un veterano como él. Ritt inmediatamente pone a los espectadores del lado de un hombre de experiencia que también es, debajo de su corteza, un hombre de sentimientos. Las luces dividen la oscuridad y marcan el camino para el agente en peligro de Leamas; también les permiten a los guardias de Alemania Oriental vislumbrarlo a la distancia. Ritt encierra la película entre esta tragedia y la del final, un mundo circular del que no se puede escapar, del que no se puede estar sino en un bando u otro. En el medio, dirige una clase magistral sobre la vitalidad de la amargura. Leamas trata de vivir siendo testigo de lo peor que los humanos pueden hacer, y también con la certeza de que él es parte de ello.

La metáfora del frío no solo refiere al clima de tensión que dominaba en la posguerra sino a esa apariencia gélida y desprovista de sentimientos con la que el cine estadounidense siempre retrató al comunismo. Como programados por ideales impuestos, los enviados desde el otro lado del Muro (o desde el espacio exterior, en la gran metáfora de la paranoia anticomunista que fue el cine de ciencia ficción) tenían la mirada vacía y el corazón pétreo. Lo que demuestra aquí Le Carré es que Occidente operaba bajo las mismas coordenadas en las que el fin justifica los medios, solo que el ideal que imaginaban era otro. Esa lógica de equivalencias, que cobra cuerpo en el discurso desesperado de Leamas en el auto cuando se dirige con Nan (la Liz de la novela, interpretada por Claire Bloom), es la que revela el sinsentido en el que todo se encuentra inmerso. Y Burton, que dio vida a un joven enojado en Look Back in Anger, aquella adaptación de John Osborne, aquí parece continuar a ese personaje, más viejo pero igual de amargado. Temas complejos como la fe secular, la tensión entre el deber social y el individualismo, y la verdad moral detrás de los grandes discursos del bien común son vistos por Ritt desde un prisma muy cercano, que tiene que ver con su lugar en Hollywood luego de años de sospechas y persecuciones padecidas. Como un ingenioso espía, también él se apropia de un universo ajeno para hacerlo propio.

El espía que vino del frío (The Spy Who Came In from the Cold, Gran Bretaña, 1965). Dirección: Martin Ritt. Guion: Paul Dehn, Guy Trosper (sobre la novela de John Le Carré). Fotografía: Oswald Morris. Montaje: Anthony Harvey. Elenco: Richard Burton, Claire Bloom, Oskar Werner, Sam Wanamaker, George Voskovec, Rupert Davies. Duración: 112 minutos.

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