Hace unos años tuve la fantasía de filmar una película feliz. Se iba a llamar así, «Una película feliz», y no habría de faltar en ella un acróbata de la estirpe de Douglas Fairbanks o Jackie Chan. Pero ¿cómo hacer para filmar a un tipo que se trepa por edificios y árboles y no quedar en ridículo, o sí hacerlo, pero con gracia? La idea no prosperó porque yo no sé hacer películas, pero ahora que quiero escribir sobre Los aventureros me acuerdo de ella porque con esta película volvió mi infancia, que es donde se asentaba el espíritu de esa idea, desarrollada no casualmente en Mar del Plata, también llamada La Feliz. Alain Delon y Lino Ventura juegan todo el tiempo, así como yo de chico a los policías y ladrones con mis vecinos, pero no salvan a la chica como yo sí lo hacía cuando jugaba a las escondidas y picaba último para todos los compañeros. José Giovanni, guionista (de El último suspiro, entre otras), ladrón, director (de Dos contra la ciudad, entre otras), secuestrador (de un capo de la Peugeot ¿entre otros?), novelista, condenado a muerte que intenta escaparse (como cuenta en La evasión, de Jacques Becker) y se salva de la guillotina por un pelo y un padre (como me ha contado Roberto Pagés que Giovanni lo cuenta en Mi padre), sabía que las chicas sólo pueden participar de un relato de aventura quedándose afuera de ella, como hacen las buenas madres, hermanas y esposas en las novelas del siglo XIX, o transformándose en un chico más del grupo.
Eso es lo que hace -hasta cierto punto, porque nunca deja de ser una princesa que, sin embargo, se ensucia las manos toda vez que tiene ganas- Joanna Shimkus, que se casó luego con Sidney Poitier y dio a luz esa flor morena que Tarantino presenta mejor que nadie en Death Proof. Rubia, alta, de ojos celestes, piel suave, pelo lacio, mirada lánguida y cuerpo longilineo, juega a la par de Ventura y Delon, es una integrante más del grupo, reina de ese reino triangular hecho a medida con la chatarra que Ventura comercia (¿la misma que Michel Piccoli no valora en Max y los chatarreros y a Yves Montand no le alcanza para retener a Romy Schneider en César y Rosalía, ambas de Claude Sautet?) y utiliza para armar coches de carrera mientras ella ensambla una escultura para presentar en una muestra de arte a la que ellos asisten pero de la que rápidamente se van porque no pertenecen. Cuando los críticos le hagan darse cuenta a ella de que tampoco la van a dejar pertenecer se lanzará a la búsqueda del tesoro, la recuperación de un cargamento que se hundió en el Pacífico dentro de la avioneta que lo llevaba. De ese modo, el último tramo de la película vira hacia el polar con la brusquedad encantadora de este tipo de artefactos que hacen malabares con los géneros, y aquí incluyen un plano digno de El samurai, un escenario abandonado tan abstracto como el de A quemarropa, estrenada dos semanas antes que esta película, y un final solar y fatalista.
Simular que ametrallaba y me ametrallaban fue un pasatiempo favorito de la niñez. Era una forma de actuar, tratando de ser convincente y no exagerar demasiado cuando me desparramaba con cada convulsa y aparatosa caída, y una manera de construir mi propia película, vocalizando el tableteo sonoro de los disparos con la boca en simultáneo con la acción. Nada de eso falta acá, como tampoco falta el compañero de juegos, el amigo fiel al que nunca se le querrá decir adiós (al día siguiente de haber descubierto esta película mi viejo vino a casa y, mientras miraban Erase una vez en el Oeste, por primera vez me dijo que había visto Adiós al amigo en el cine). De chico yo quería ser algo así como Delon (desde que cumplí cuarenta quiero ser Piccoli), y aquí el flaco la rompe. Cuando los dos aparecen con barba bajo el sol africano, hasta la Shimkus desaparece por más que esté en malla. Pero la estrella es Ventura, algo así como un padre o hermano mayor de todos, y Delon lo sabe, tanto como que la chica sólo puede llegar a ser suya si el capo la cede, por más que no haya pretendido ni ejercido nunca prerrogativas sobre ella.
Si el cine de aventuras es solar, el sol mediterráneo es el ideal de los soles, y durante los 60 y 70 no hubo otro como ése, superior al del Technicolor sonoro de Hollywood y toda su parafernalia técnica demasiado brillante y artificial. Sólo el del cine mudo puede llegar a conmovernos igual, por el blanco y negro y la precariedad. Después está el hongkonés de Jackie Chan, algo más nublado y vaporoso, pero inolvidable porque bajo su luz de VHS arriesgaba el pellejo sin red, y porque en la derecha de ese hombre pateaba Fairbanks y en la izquierda Keaton. Ahora la aventura ya no existe porque el CGI es la negación del espacio abierto y de la luz impresa sobre los cuerpos en movimiento. De la mano de estrellas como Delon, Ventura y Belmondo, siempre acompañados de chicas lindas, grandes secundarios como, en este caso, Serge Reggiani haciendo de un solitario honorable, directores al servicio de ídolos y películas, como Robert Enrico, Georges Lautner y el propio Giovanni, entre otros, y bandas de sonido en las que siempre había un gran tema simple y claro con variaciones festivas y melancólicas cuyas repeticiones te hacían entran en una especie de trance, estos franceses nos hicieron y harán felices sin otra pretensión que esa.
La primera parte de Los aventureros establece a los personajes en su contexto. La chica busca entre los fierros algo que le de sentido a sí misma. Uno de los dos hombres conduce rápido y el otro vuela alto, no porque sean fraudulentos o ambiciosos sino porque son libres. Delon hace firuletes con el avión con la misma espontaneidad con que avanza por radio sobre la chica que ve en tierra sin todavía conocerla. Es un deportista, sí, pero incluso su espíritu seductor es amateur, y es por eso que perderá la licencia cuando intente la acrobacia máxima que es también una broma al Estado, a la Francia institucional, a la capital burguesa. Veinticinco años antes Jean Gremillon había filmado a una pareja apasionada de aviadores que recuerdan mucho a esta, por más que los de Le ciel est a vous fueran marido y mujer y estos, amigos, nenes a los que la repentina presencia de esa chica que abre la película no los desconcentra porque todavía están en esa etapa en la que los chiches tiran más que todos los cabellos dorados juntos de esa gwendolina con guantes de mecánico y un soplete en la mano presta a construirse una máscara de hierro que la haga persona, ironwoman de soñadora belleza y dureza líquida sin escafandra protectora del azar. Los tres son, entonces, payasos, como otra hermosa secuencia con máscaras lo celebra mientras anuncia el viaje a un territorio exótico, el principio del fin.
Porque uno de los placeres máximos de la aventura a la europea era que, además de la acción, nos regalaba también la experiencia de la pérdida; además de la risa, el llanto; además de la corriente física, las mareas del corazón. Como en los juegos a la hora de la siesta en los que siempre había una muerte que llorar, alguien de quien despedirse definitiva y melodramáticamente sosteniéndolo entre los brazos, ardid teatral en el que la piedad enmascaraba el erotismo, aquí les cuento que antes del final nos vamos a quedar más solos que la luna, aislados y en ruinas, con uno de los entierros más líricos y oceánicosque se hayan filmado. Pero satisfechos, porque hemos sabido siempre que sólo se trataba de un juego, un rito de iniciación, un pasaje a la adultez, una didáctica del crecimiento, esa instancia ya sin juego que, como corresponde en estos casos, ha de quedar fuera de la película. Todo lo bien que la hemos pasado hasta entonces e incluso durante la apoteosis de la pérdida, porque ella y el sufrimiento que provoca son los que amasan el barro del placer, nos impiden sentirnos mal. Estas ficciones son de esas en las que uno piensa, ni bien empiezan a pasar los créditos finales, que eso que vimos no ha sido más que una película, que la sangre era ketchup, que los muertos se levantan una vez que el plano es reemplazado por otro o se congela, y así sucesivamente, pero hace rato que Delon está viejo y llora cuando se acuerda de Romy Schneider en las entregas de premios a su trayectoria, que ya no paseamos sentados sobre los hombros de Ventura, y que Shimkus se casó con el negro que vino a cenar.
Los aventureros (Francia, 1967), de Robert Enrico, c/ Lino Ventura, Alain Delon, Joanna Shimkus, Serge Reggiani, 112’.
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