En las primeras escenas de Matar a la bestia, antes incluso de que escuchemos alguna palabra –un mensaje telefónico en una contestadora que reafirma lo que las imágenes plantean- aparece el misterio como centro del relato. Una serie de planos fijos se detienen en detalles del interior de una casa. Frutas en proceso de putrefacción sobre un plato, sobres que alguien habrá arrojado por debajo de una puerta y que han quedado desde ese momento en el piso. Las imágenes muestran un espacio abandonado, algo que fue dejado de improviso, como si un apuro extraordinario hubiera impedido siquiera establecer un mínimo orden. La casa se vuelve una suma de indicios de un misterio: está detenida en un tiempo que no se puede precisar. Solo cuando avance el relato tendremos señales de que ha pasado apenas una semana.

En la casa vivía un joven cuya imagen se nos escapará definitivamente. Un nombre sin cuerpo y sin rostro, limitado al recuerdo familiar. Si la ausencia es una prolongación del misterio de la desaparición como hecho, su historia adquiere características similares. Hay algo en su pasado que no se dice, eso que desliza su hermana en algún momento y que denomina “actos inapropiados”. Son esos actos los que lo llevaron a ese lugar, enviado por su madre: un destierro, un aislamiento como forma de castigo. Un desplazamiento de lo indeseable y lo problemático a un espacio, donde se sabe que está, pero lejos, y no se ve. La frontera de un territorio nacional se despega del concepto de “nación”: se profundiza la significación de lo que se construye de manera personal y social, haciendo de lo fronterizo un concepto diferente.

La frontera se vuelve, entonces, espacio misterioso. La llegada de Emilia (Tamara Rocca) no es solamente el inicio de la búsqueda de su hermano que no contesta sus mensajes, sino la exploración de un territorio desconocido. La frontera se vuelve espacio lábil, reforzado en su estatus de convención –la única escena que muestra la frontera real vemos un puesto de vigilancia tan abandonado como la casa y una geografía similar a uno y otro lado del río que divide-. El lenguaje se mezcla, la radio y la TV pasan de un lado al otro, invaden e influyen mutuamente. La frontera se transforma en margen. Ese espacio que señala el límite de lo permitido –pensar, por caso, en los márgenes de una hoja en la que se escribe-, pero que a su vez señala la existencia de algo que está más allá de esa marca y que pretende ser excluido. Emilia entra más en esos márgenes que en la frontera. Parece que la frontera en sí misma es lo que está más allá, lo que dejó atrás con el viaje a Misiones, lo que ha quedado temporalmente del otro lado del viaje en el micro.

En ese margen en el que comienza a moverse, hay algo de irrealidad que abona el misterio de un hermano del que no se sabe dónde está. La bruma constante que envuelve al pueblo, los sonidos que provienen del entorno, los animales que aparecen de improviso –el perro de su hermano, el cebú que mira hacia la casa-, proveen una atmósfera que se despega de lo cotidiano. Sin embargo, el contraste entre esos elementos naturales y las acciones de los humanos revela que mientras en la naturaleza aparece un sentido, en los otros parece manifestarse una crisis. A ello contribuye tanto la visión del hotel de la tía Inés (Ana Brun) –con sus muebles cubiertos con nylon y la línea de teléfono cortada- como la percepción de un enrarecimiento que trasciende la desaparición del hermano. Los aparatos dejan de funcionar y toda señal de comunicación tiende a desaparecer –la recurrencia a teléfonos de línea o públicos parece llevar a ese espacio a un tiempo que puede parecer pre-histórico-.

El lugar se vuelve un fuera de espacio de lo real que no admite sus reglas. Lo que ocurre entonces es que allí, en ese pueblo del que no conocemos siquiera su nombre –otra forma de pérdida de especificidad espacial, de marginación- hay una desestabilización de los elementos de la realidad que no hacen más que reafirmar la condición de marginalidad. Esa desestabilización se visualiza como potencia con diferentes variables. Para algunos, se vuelve transformadora aunque lo haga desde la mitología del lugar –el sugerido pasaje de lo humano a lo animal-. Para otros, el potencial liberador los lleva a la necesidad de asumir el control –quienes por la noche salen a buscar a la bestia para matarla y restaurar un orden perdido, pero sobre todo como un ejercicio de centralización del poder en los factores económicos y religiosos- o resistirse a ella –Inés disparando una y otra vez desde la ventana a ese grupo-.

Para Emilia, el potencial liberador del lugar se multiplica, como si la ausencia del hermano permitiera justamente correr esos límites. La exploración de ese territorio implica por un lado el distanciamiento de la familia como institución –cuyo primer paso fue la muerte de la madre que señala en el primer mensaje a su hermano- sino la liberación de su propio cuerpo. Lo que parece sugerirse en el breve flashback del baile en la ciudad –el cruce de miradas con la otra chica- se concreta en el deseo y el acercamiento progresivo a Julieth (Julieth Micolta) –representación asimismo de otro quiebre de fronteras por el color de piel de ambas-. Es que, en definitiva, el centro narrativo de Matar a la bestia son los cuerpos. Esa posibilidad de transformarse que los lleva a ser bestias en la jungla marginal o a despegarse de los límites que la sociedad impone. Allí, más allá de los márgenes de lo tolerado, los cuerpos bailan. Desde la tía Inés –momento sublime, bajo el influjo de una versión pop del Ave María- hasta Julieth, pasando por las chicas que le facilitan el teléfono a Emilia, los cuerpos se mueven, despliegan una sensualidad que se aparta de las formas para centrarse en el movimiento. En ese recorrido de los cuerpos que, valga la redundancia, se corporiza en Emilia y que lleva al momento en que define la totalidad de la historia. Ese momento enigmático en el que, en medio de la jungla y frente al animal, su voz dice por primera vez “No te tengo miedo”.

Calificación: 7/10

Matar a la bestia (Argentina/Brasil/Chile, 2021). Guion y dirección: Agustina San Martín. Fotografía: Constanza Sandoval. Montaje: Ana Godoy, Juan Godoy, Hernán Fernández, Agustina San Martín. Elenco: Tamara Rocca, Ana Brun, Julieth Micolta, Sabrina Grinschpun, Joao Miguel. Distribuidora: Santa Cine. Duración: 79 minutos.

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