Hay un personaje clave en Amorina, de Hugo del Carril, y es uno que puede pasar desapercibido como buen personaje secundario. Pero ahí está, encuadrando todo el sentido del correlato social de la película. Está ahí para ser visto y no, porque sus apariciones se producen cuando el mismo plano es acaparado por Tita Merello -que de presencia daba cátedra-, y es justamente el contrapunto de aquel otro personaje el que exhibe el espíritu nato de diva de alta alcurnia que reina dentro de la siempre víctima Amorina. De hecho, Amorina es pura y tremenda puesta en escena. No sólo el personaje, también la película y todos los demás personajes que la habitan. Todos menos Luisa, nombre que le es dado por la protagonista en el momento culmine de su caída, cuando ya no queda nada de qué aferrarse y de ella apenas una sombra partida; cuando Luisa podría valer como persona y no sólo como objeto funcional a las comodidades del hogar.
Cuando se proyectó Amorina en el marco de la presentación del libro de HLC: Pampa Bárbara dentro del ciclo Filmoteca en vivo, Marcos Vieytes destacó lo incapacitado que se encontraba el espectador para identificarse con cualquiera de los personajes de esta película, y en cierta forma tiene razón, todos y cada uno de ellos esconden miserias que además son propias de una recalcitrante aristocracia argentina que prefiere celebrar los cumpleaños in english. Por eso mismo ante esta tajante y desoladora afirmación sentí la necesidad de destacar a Luisa, el único personaje verdaderamente transparente y cercano a una realidad social que se mueve muy por el fuera de campo. La presencia de este personaje alcanza y sobra para dejar en evidencia los abusos de un sector sobre el otro.
En una primera vista hubo dos escenas que me resultaron de una violencia simbólica muy fuerte, y que pasan, insisto, desapercibidas. En ambas es la pobre y afligida Amorina la que descalifica y/o ningunea a Luisa. La primera ocurre en el salón del hogar, toda la familia reunida tras el intento de suicidio de Amorina, como si nada hubiera sucedido, pura puesta en escena. Luisa entra en el cuadro trayendo unas bebidas y Amorina, con el mismo tono amoroso de ‘La chiqui’, le dice: «desde que no te tengo al trote te has puesto rechoncha vos, ¿eh?«. En la siguiente, Luisa va a llevarle una postal de la hija que se encuentra en su luna de miel y Amorina, pese a la alegría que Luisa demuestra, sin dirigirle la mirada sólo le ordena llevarse la bandeja de comida y llamar a su hermana para compartir la noticia. Una hermana que es sobre todo una mujer resentida ante una sociedad que la juzga por ‘solterona’ (y lo encomillo dado que por ciertos gestos y hábitos queda claro que es juzgada por su sexualidad) y, no faltaba menos, único personaje femenino de la película que lleva rodete.
Pero sobre todo quiero destacar esta última escena por lo que señala uno de los planos que la componen. Antes de entregarle la postal a Amorina, en un plano general vemos a Luisa abriendo la puerta para recibir la correspondencia. Luego avanza lentamente hacia la cámara mientras revisa los sobres y se detiene ante uno que dibuja en su cara una enorme alegría. No hay nadie alrededor, su alegría es genuina, no conforma una performance para los demás. Significativo en un contexto donde todos simulan sus sentimientos y todos buscan escapar. Todos víctimas y victimarios. Porque no es amor tampoco lo que encierra Amorina, o al menos no uno que pueda extenderse a alguien más que no sea ella misma.
Lo que encarna Amorina a la perfección es el chantaje emocional. El primer gesto que conocemos de ella, el de colmar a su familia de regalos siendo su cumpleaños, perfila en el personaje una tendencia a la manipulación, y Amorina está todo el tiempo poniendo a los demás en una situación de deuda moral con ella. Su gran montaje final excusado en la locura, abarrotando su casa de muñecas y flores, en definitiva no es más que el desplazamiento de lo que ella ya hacía con quienes tenía cerca. Todos completaban el cuadro del status social que ilusionaba, porque no es una mujer capaz de sostenerse a sí misma como sí lo es su hermana, que resentida y todo cuenta con un trabajo propio y ningún lazo emocional que la amarre ni decepcione. Amorina necesita, aunque lo niegue, de la compasión de su marido para no quedar en la ruina, porque sabe que no hay amor posible, y para ello como buena bruja melodramática termina por subyugarlo bajo una tormenta de culpas.
Luisa se pierde entre las sombras del caserón, como buen personaje secundario, llevándose el único abrazo sincero que Amorina podría haber recibido.
Amorina (Argentina, 1961), de Hugo del Carril, c/Tita Merello, Hugo del Carril. María Aurelia Bisutti, Golde Flami, Walter Reyna, 90′.
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