Rosina (Romina Betancur) corre. Su padre (Fabián Arenillas) le pide que se detenga, pero no hay caso. Llega hasta el mar y allí, sumergida hasta la cintura, ve la aleta dorsal de un tiburón surcando la superficie, para luego volver a sumergirse. Este será el momento de mayor proximidad entre ella y su otro yo marino, pero la conexión persistirá a lo largo de todo el film. Porque, a pesar de la diferencia de hábitat, tanto Rosina como el escualo son sigilosos, andan al acecho, confían en sus impulsos y muestran menos de lo que ocultan. ¿O es acaso Rosina la acechada por los tiburones, que huelen el arribo de su madurez? Este es uno de los tantos juegos a los que nos invita una película tan sugerente como escurridiza.
Rosina vive en una localidad balnearia uruguaya que, antes del inicio de la temporada estival, se ve alterada por la presunta presencia de tiburones en sus costas. El padre, que regentea a un grupo de empleados encargados del mantenimiento de jardines, le pide a Rosina que lo ayude a terminar algunas casas y es allí, entre podadoras y bordeadoras, donde conoce a Joselo (Federico Morisini), por quien comenzará a sentirse atraída.
Si hay que destacar una virtud entre las que ostenta la ópera prima de la realizadora uruguaya Lucía Garibaldi, es la de aproximarse al despertar volcánico del deseo sexual adolescente sin domesticarlo ni almibararlo. Los tiburones, premio a Mejor Dirección en el Festival de Sundance y Premio Especial del Jurado en el reciente BAFICI, evita cualquier recurso que le aporte un orden inteligible al momento que atraviesa Rosina. A fin de cuentas, ni ella misma termina de comprender esos impulsos que están germinando en su interior. Y tampoco embadurna a este relato de iniciación con ningún aderezo que lo vuelva más ameno o digerible. El resultado: un film inquietante, cuya estética de colores vivos, escenas en ralenti y planos cerrados sobre los cuerpos, que remite a la embriaguez de la seducción ansiosa de la adolescencia, coexiste con un relato tan rasposo como la etapa que aborda. La música es pop, pero nadie canta “Oops! I did it again”. Acá dominan el vértigo y las contradicciones frente lo inexplorado, la vulnerabilidad de cuerpos sin cicatrices y lo poco que ayudan los roles y estereotipos de género a la hora de transitar las primeras experiencias sexuales.
Joselo aventaja a Rosina en edad, y quizás también en experiencia sexual. Pero es principalmente montado en su condición de varón, y siguiendo el ritual de su manada, que establece las condiciones para que el encuentro entre ambos tenga lugar. Luego de un coqueteo consistente en mostrarle a Rosina su transpiración y el bulto en su pantalón, le propone verse en su morada, un galpón, donde su preocupación no irá más allá de lograr una erección, tarea en la que una atónita Rosina será instada a colaborar, a puro fetiche.
Pero Rosina es una chica de armas tomar. Eso lo sabemos desde el primer minuto, cuando nos enteramos que le “reventó” el ojo a su hermana, quien luce un parche durante todo el film. Personaje difícil de abordar, la opacidad de Rosina no puede confundirse con inmovilidad o pasmo. Ella está en acción, indudablemente. Por eso, luego de que Joselo no repare en ella ni en su goce en aquel encuentro frustrado, Rosina, lejos de amilanarse, se dará los medios para merodearlo, cercarlo, respondiendo al desprecio de Joselo con acciones que lanza como buscapiés y cuyas motivaciones son imprecisas. La directora es tan fiel a su planteo que incluso prescinde de dotar a su protagonista de una estrategia ajustada a fines claros y universalizables. Le roba la mochila, rapta a su perra, lo llama por teléfono tan sólo para jadearle ¿Quiere recibir su atención o solo desquitarse por el destrato? Un poco de todo y bien mezclado. Rosina va. Va con lo que tiene y como le sale.
La experiencia con los hombres de la que se ufana su hermana mayor, solo le sirve a Rosina para hacerle más palpable su desconocimiento en la materia. En cuanto a sus padres, su atención no va mucho más allá de la inestable situación económica. La película se afianza cuando acompaña de cerca a Rosina y logra hacernos empatizar con esa silenciosa y solitaria adolescente, respetando religiosamente su hermetismo y la ambigüedad de sus acciones. Esa cualidad se resiente al recurrir insistentemente en alegorías a través de la puesta y de determinados elementos. No cabe duda de que hacer que el contexto diga aquello que la protagonista calla es una posibilidad válida, pero la distancia que ello implica, sumado al virtuosismo de una fotografía y una composición calibradas al detalle, suspende la sensación intrigante de estar registrando furtivamente las imágenes de una Rosina en estado silvestre.
Algunos pasajes de ese característico humor pardo uruguayo resultan efectivos para devolverle a la película la liviandad adecuada. Esto se afianza con la naturalidad de las interpretaciones, todas ajustadas. Especial mención vale hacer para Romina Betancur, quien se pone al hombro con gran resultado a este personaje que es un compendio de pequeñas sutilezas y gestos.
Los tiburoneses una película particular. Su apariencia de film pequeño y modesto puede invitar a apresurarnos a atraparla, pero su viscosidad nos lo impedirá. Hay, entonces, que esperar a que despliegue toda su hibridez, y allí aparecerá la recompensa, así como de pronto, en medio de ese mar calmo, asoma la aleta dorsal del tiburón. Resulta interesante reflexionar sobre el propósito principal de la aleta dorsal de los tiburones, consistente en dotar de equilibrio al animal y asistirlo durante los cambios de dirección bruscos. Rosina ya cuenta con el brío del gran pez. Ahora debe ir por su aleta dorsal.
Calificación: 7/10
Los tiburones (Uruguay, Argentina, España – 2019). Guion y Dirección: Lucía Garibaldi. Producción Ejecutiva: Pancho Magnou Arnábal- Producción: Montelona Cine, Isabel García y Pancho Magnou Arnábal. Dirección de fotografía: Germán Nocella Sedes. Dirección de arte: Nicole Davrieux y María Victoria Figueredo. Dirección de sonido: Mercedes Tennina. Montaje: Sebastián Schjaer. Música original: Fabrizio Rossi y Miguel Recalde. Elenco: Romina Betancur, Federico Morosini, Valeria Lois, Fabián Arenillas, Antonella Aquistapache, Bruno Pereyra, Jorge Portillo. Duración: 80 minutos.
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