Daniele Incalcaterra le pone el cuerpo a Chaco, como una necesidad. Las tierras que heredó de su padre en el Chaco paraguayo –esas que, según dice al comienzo del documental, solo le han traído problemas- también fueron compradas por un uruguayo, que en un determinado momento se decide a ocuparlas y alambrar el predio. Si el cuerpo del director se involucra, no es tanto ante ese otro comprador al que nunca vemos, sino porque en esas tierras se asienta la comunidad Ñandeva. Poner el cuerpo es una forma de dar pelea para sostener el estatus de reserva natural de ese predio. Daniele intenta llegar hasta Arcadia, intenta sortear el cierre de los caminos públicos, acompaña a los fiscales que intervienen en los allanamientos, recurre a diputados y senadores, habla con unos y otros tratando de resolver el problema. Se instala en Paraguay en una oficina con una vista panorámica del palacio de gobierno y a ese movimiento de la Asunción que no registra. Va una y otra vez atravesando los caminos que llevan hacia las profundidades del Chaco, registrando el desmonte, la desertificación y la sojización, y ofreciendo, como contraste, la diversidad de flora y fauna de los espacios que el complejo sojero no terminó de arrasar.
Pero no es el cuerpo lo que importa. El recorrido de Chaco es el de la comprobación de un enfrentamiento mal encarado. Daniele es en Paraguay un extraño que todavía cree en la necesidad de empuñar las leyes, la legalidad como forma de resolver un problema. De allí que sea un producto de ese Primer Mundo que señala su origen: cree en la gestualidad, en la palabra como valor, la diga un miembro de una comunidad originaria o el Papa Francisco. Esa postura lo liga al proteccionismo. No es un acto consciente sino cultural: Daniele no puede evitar replicar la conciencia progresista del Primer Mundo que insiste en proteger lo que el Tercer Mundo no puede o no quiere. La conciencia siempre viene de afuera y la supremacía se expresa en reconocer lo que el otro aparentemente no puede.
La supremacía se transforma en una no buscada vanidad. Daniele, al poner el cuerpo, al registrar en una película el proceso, termina anteponiendo el documental y su propia lucha, desplazando el centro del relato hacia sí mismo. De allí que lo que parece importar no son solamente sus logros –los del pasado en el decreto presidencial por la reserva- y la pelea por mantener lo que ha creado. La pregunta, entonces, es: ¿para qué (se) filma Incalcaterra? ¿para demostrar(se) que puede ser el héroe de una historia que en definitiva le resulta ajena?
Hay un punto en el cual el documental toma un rumbo inesperado. Es el momento en que la construcción que se viene haciendo del conflicto como elemento a documentar se desploma. Los miembros de la comunidad no le permiten que los filme, de allí que solo vemos en pantalla cuando llegan en la camioneta. La elipsis que nos deposita en el relato posterior del director establece el quiebre. Hay, en principio, una idea en la que todo podría reducirse a una suerte de chantaje. La comunidad le pide a Daniele, a cambio de filmarlos, que les entregue el título de propiedad de las tierras. Pero quedarse en la idea de lo extorsivo termina siendo una posición algo limitada y definitivamente pequeñoburguesa.
En algún momento previo, alguien se lo había advertido a Daniele. La comunidad tiene una manera diferente de pensar y resolver los conflictos. Lo dice en relación con la toma de decisiones, que se desplaza de la idea de opiniones mayoritarias a la de un consenso en el que todos tienen que estar de acuerdo en lo resuelto. En ese momento se advierte que de lo que trata Chaco no es de la disputa por el destino que se le da a una fracción de tierra –algo se intuye cuando se la marca en el mapa como un punto insignificante en la geografía del país, o cuando se menciona su insularidad en medio del avance sojero-. En todo caso, lo que revela esa lucha desde el lugar de Daniele es una representación simbólica de lo que significa esa tierra. Es allí donde está lo importante, allí es donde reside el recorrido que traza Chaco: el desarme de esa representación simbólica a partir del reconocimiento de la existencia de otras perspectivas.
La sensación es que Daniele sale de su concepción cuando aparece el límite que le impone otra visión. Parece comprender la mentalidad del “rey de la soja” paraguayo, cuando lo denuncia por violar su espacio aéreo (ese detalle que parece mínimo es fundamental para comprender la concepción del otro: el espacio aéreo como parte de la tenencia de tierras, la implícita idea de que dentro de ese espacio se maneja como si se tratara de otro país con sus propias reglas). Y la de los Ñandeva, cuando le exigen el título de las tierras (en un movimiento de una lógica apabullante: si la idea de Daniele es que la tierra debe volver a sus dueños originarios, no debería haber impedimento en la cesión). Lo que se hace es desarmar los preconceptos sobre la fortaleza y la debilidad de unos y otros, como un primer paso para desmontarse y reconstruirse ideológicamente. Las comunidades, quienes no ven en Daniele un aliado pleno porque no los participó del proceso encarado, no quieren la protección, sino luchar asumiendo los riesgos de la misma manera en que lo hace Daniele: poniendo el cuerpo. Que el documental no muestre ni resuelva explícitamente el traspaso de la tierra es un detalle. Lo que importa es que Daniele ha comprendido que las comunidades no son como esa serpiente a la que cruzan por el camino y que solo es capaz de morder como un perro o un gato, sino que se parecen más a esa viuda negra que le relata a su hijo por teléfono y que vemos en la secuencia de títulos finales: alguien pequeño, pero empecinado en defender su territorio y capaz de pelear hasta la muerte cuando alguien la ataca.
Calificación: 6.5/10
Chaco (Argentina / Italia / Suiza; 2017). Dirección: Daniele Incalcaterra, Fausta Quattrini. Duración: 106 minutos.
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