La comadreja es un bicho de América del Norte. Lo que acá llamamos comadreja es en realidad un tipo de zarigüeya, un marsupial, que nada tiene que ver con aquél. También, nuestra comadreja es considerado un animal tan antiguo que se lo ha denominado fósil viviente.
Oscar Martinez -bah, su personaje, un director de cine retirado- adora matar estos bichos, las comadrejas que invaden su casa, donde convive con un actor, un guionista y una diva. En un momento particular de la película, Martínez se retira indignado de la oficina de una joven y ambiciosa profesional inmobiliaria – a la que compara con estos bichitos- por no conocer a Mario Soffici, a Hugo del Carril o a Daniel Tinayre.
Por otro lado, Graciela Borges -o, mejor dicho, Mara Ordaz, una diva olvidada- mira sus propias películas una y otra vez. Es una estrella de los sesentas, su rostro -joven- está en todos los afiches de la sala, en películas inventadas, que hacen referencia a otras -que parecen más bien de los 40 o de los 50-, y en algún momento se nombra a Lucas Demare, aunque se entremezcla un pasado hollywoodense con nuestro cine de estudios. En la pantalla, en algunas escenas de esas viejas películas, vemos a Graciela Borges; en otras, es una doble. Sobre todo en la escena más reveladora, la vemos actuando una película muda, de odalisca, y es otra actriz.
La cinefilia que expone Campanella es extraña, parece criticar a la juventud por desconocer el pasado, denunciar los andamios sobre los que está construido el presente, pero al mismo tiempo, ese pasado es (re)presentado de forma difusa, estéticamente inconsistente y sin criterio cronológico (¿una película muda en los sesentas?). El pasado, los valores que viven en él, son sentimentales. Lo que se ha perdido importa menos que lo malo que es el ahora. Lo de antes es esa pasión del discurso de Francella en El secreto de sus ojos, ponele. Y un poco el Cambalache de Discépolo.
Martínez continúa su alegato contra la nueva Bárbara Mujica (Clara Lago, la española que hace un acento porteño bárbaro), le dice que ahora todo es “complejo”. Un juego de palabras porque a los viejos les quieren sacar su casa para hacer un complejo de edificios. En estas contradicciones campanelleanas, la crítica a la complejidad actual respecto de “lo simple” de antes, es directamente aplicable a la película. La original (Los muchachos de antes no usaban arsénico, de José Martínez Suárez) es una comedia negra sencilla, con un misterio, bien construida y sin demasiadas pretensiones. Traía viejas glorias del cine local y las enfrentaba a una representante del (primer) Nuevo Cine, era una batalla de supervivencia bastante cínica y oscura. Para remake, considerando lo que Campanella busca en general, le hubiera venido mejor un Dios se lo pague (Luis César Amadori, 1948), incluso mandarse alguna herejía como rehacer Nazareno Cruz y el lobo (Leonardo Favio, 1975) pero, en un acto de nobleza, decide homenajear a su viejo maestro, reversionando la película, “mejorándola”, lo que en sus términos, significa volverla masiva. Por lo que la convierte en una especie de comedia romántica, de ritmos televisivos (la primera mitad es una sitcom sin risas grabadas) y un drama sensiblero con toques de humor negro que no terminan de encajar del todo. El tono, que nunca termina de amalgamarse ni de encontrarse, hace que esta película resulte demasiado rebuscada, confusa, moralizante y compleja. Pero lo complejo era malo, ¿no, Campanella? ¿En qué quedamos?
Este cambio de tono, empezar por comedia de comentario-comentario-chiste, comentario-comentario-chiste que desencadena un dramón, se está dando mucho en el teatro mainstream, rubro al que Campanella se viene dedicando últimamente también, y calculo que es porque se trata de una estructura que funciona. Te hace entrar con humor, pero se asegura de que “entiendas” el mensaje. Una comedia clásica, que se banca el humor hasta el final tiene la necesidad de ser comprendida, interpretada, pensada. Campanella necesita ser comprendido, su mensaje debe llegar, su espectador se tiene ir habiéndose reído, habiendo llorado y, sobre todo, habiendo comprendido lo que se quiso decir. Me recuerda a Nolan, aunque él quiere ser Spielberg.
Su comprensión de lo popular es similar a Spielberg, aunque sin su destreza narrativa. Su “popular” es de masas, las referencias al fútbol, al cine, es un tipo que mezcla expresión con industria. Por eso su “cine de antes” no es el argentino, es el de Hollywood, o es ambos y ninguno, porque esa confusión es fundamental en la masificación. Es la historia del cine de industria lo que importa, no que sea “nuestro” o que sea “de ellos” – es lo mismo que sean comadrejas o zarigüeyas- o siquiera tenga una expresión artística. Ahí está el personaje de Brandoni para representar lo que piensa del arte como posibilidad. No, señor. El cine es una industria y por eso es querido por la masa que es, suponemos, el pueblo, o quizás le da igual. Su enemigo es el individuo, el freelancer, el corporativo encarnado en una persona. El sistema industrial está bien en la visión Campanella del mundo, pero lo que está mal es el egoísmo, que destaque a alguien, alguien “por encima” de la masa. No creo que lo piense demasiado y debe llegar a ese punto por el propio lugar común. Es como si las dos cosas no estuvieran entrelazadas y la masa en sí misma no fuera un resultado de eso mismo que desprecia. El sentimiento que une a los individuos, motor del universo Campanella, es un sentimiento manipulado desde el vamos, es el sentido común de Gramsci, el más fundamental, pero no para él. Campanella quiere creer que este es un fenómeno nuevo, corporativo y desalmado, de jóvenes individualistas que no se preocupan por el otro. A diferencia de “antes”, ese antes borroso y poco comprensible.
En ese contexto es que sus villanos son siempre este tipo de personajes. Lo curioso es que Campanella es el director más corporativo del momento, incluso ganó el premio más industrial y global posible, validándose como un individuo destacado por ello. Pero aún así esos son sus villanos, que en este caso son dos, por lo que la femme fatale de Clara Lago comparte el papel con Guillermo Francella rejuvenecido por computadora, en un logro técnico impresionante (me avisan por cucaracha que es solo el hijo imitándolo. Ah, Okey). La división en dos funciona bien al final, sobre todo temáticamente, porque los personajes terminan compitiendo entre sí. En el subtexto que Campanella hace texto, esta situación sirve para aclarar más de sus teorías-moralejas. Este personaje, el del joven Francella, se supone que arma el circo alrededor del engaño a Mara Ordaz para hacerse de casa, luego de seducirla con un mundo exterior que no la ha olvidado. Su seducción también pretende ser romántica, pero Campanella no logra hacer que la chispa se encienda entre los personajes y resulta imposible encontrarles una química que no sea forzada. Algo similar sucede entre Martínez y Lago, en aquel enfrentamiento que mencionábamos al comienzo. El problema es que Campanella no sabe generar tensión. Su afán por explicitar y explicarle todo al espectador de forma verborrágica y ansiosa, elimina cualquier factor de misterio. Y esto resulta curioso, porque tanto la original como esta tienen un misterio detrás que se va develando.
Una pequeña digresión que no lo es tanto, antes: ¿Mencioné que Campanella – y Kutchevasky, su productor- se ganaron el Oscar?
Ah, porque acá eso es muy relevante.
Ya desde el vamos, en el centro de la escena se ubica este Oscar que se disfraza un poquito, supongo que por temas legales. Y con “centro de la escena” me refiero a que Campanella, gustoso del subrayado, lo hace tanto de forma literal como simbólica, ya que no solo lo colocan justo en el centro de vestíbulo de la mansión que habitan los personajes (dato nada menor considerando lo teatral que resulta la puesta en general), sino que viene a ser la clave fundamental del nuevo misterio que le inventa Campanella a los ancianos de la historia.
Se entiende que tratándose de la remake de un misterio, haya optado por cambiarlo, así todos se sorprenden. Sin embargo, similar al problema Burton en la remake de El planeta de los simios, la cosa no termina de funcionar. Primero, porque es tan absurdo el motivo, tan de dibujito animado, que no genera una satisfacción real a ninguna clase de misterio. Y, segundo, porque cualquier sentido de lo trágico que pueda generarse es eliminada por un chiste ganso de inmediato, quedando todo sumergido en una liviandad insufrible. Eso, sumado a la poca capacidad de Campanella para generar tensión, termina diluyendo la cosa en una nada que se pretende simpática, pero que, paradójicamente, resulta más aberrante que en la original.
Es aberrante porque los ancianos que interpretan Brandoni, Martínez y Mundstock tienen valores. Ellos valoran la amistad y el pasado y consideran, como buenos artificios del Universo Cinematográfico Campanella, todo lo actual como “malo”. Soficci, García Buhr e Ibañez Menta eran perversos, cínicos. Esa distancia que ofrecía el cinismo en la historia, los comportamientos, sus actos, permite leer la intención por oposición, como en el grotesco, señalando que eso que sucede no “está bien”. La original no necesita moraleja porque el espectador comprende que lo que ellos hacen es “malo”. En la versión Campanella, los viejos asesinos son nobles. Esto se resalta constantemente, incluso la muerte del pasado se tapa “por códigos”. Y los actuales, bueno, ya se estableció que los jóvenes invasores son -en palabras de Martínez- “malos”.
La nobleza de la visión Campanella es peligrosa, sobre todo en esta película, porque es la clase de nobleza que justifica considerar “malo” al otro, a lo nuevo como peligroso, una alimaña, o peor: un bichito.
Y por eso mismo, se lo puede eliminar, siquiera con odio, con desdén, quizá un poco de desagrado y, siempre, mirándolo desde arriba.
Calificación: 4/10
El cuento de las comadrejas (Argentina/España, 2019). Dirección: Juan José Campanella. Guion: Juan José Campanella, Darren Kloomok, Augusto Giustozzi, José Martínez Suárez. Fotografía: Félix Monti. Elenco: Graciela Borges, Oscar Martínez, Luis Brandoni, Marcos Mundstock, Clara Lago, Nicolás Francella. Duración: 129 minutos.
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«No creo que lo piense demasiado…», «…Guillermo Francella rejuvenecido por computadora, en un logro técnico impresionante…» ¡JAJAJAJAJA!,
Debe ser por observaciones como estas que me gusta tanto leer los analisis que hacen aquí. La película no la vi y la razón más fuerte para no hacerlo sobrepasa a Campanella -y voy a escribir algo politicamente incorrecto- y es que toda la figura de Luis Brandoni me provoca nauseas.
PERO ME SORPRENDE QUE EN ESTE ANALISIS apenas si se lo nombra; lo cual puede llevarme a creer que su papel es intrascendente ó; peor aún, que su trabajo
es destacable. Me asalta la idea de que esta pelicula se suma a «Relatos Salvajes», «El secreto de sus ojos», «La Cordillera», «4×4», «El Ciudadano ilustre» (la mas potable de esta lista) y POR ESO DUDO QUE LA VEA.
Mientras leía la critica me sonaba en la cabeza una cancion de cancha de futbol algo distorsionada:
» Kutchevasky botooooonnn , Kutchevasky botooooonnn , …»
Hola, Richard! Que bueno tenerte por acá nuevamente
Mirá, Brandoni, la verdad, que está bastante bien en el papel, la más desaprovechada es Graciela Borges, porque la interpretación del personaje dista muchísimo del de Mecha Ortiz y podría haber dado para más explorar ese personaje, pero todo queda chato y supeditado a chistes agresivos entre los personajes en general. Por eso Brandoni, haciendo algunas gracias extras (hay reconocerle el oficio en ese aspecto) le suma bastante a un guion que no le da demasiado. Martinez hace lo mismo de siempre y Mundstock es como un remedo de lo que hace en Les Luthiers, y da la sensación de que eso es a pedido. Clara Lago y Brandoni son los que mejor manejan el registro caricaturesco de la propuesta y se adaptan bastante bien al tono inconsistente de la cosa.
Sobre estar con esas películas que mencionás, me parece que es un poquito más intrascendente en el largo plazo.
En fin, gracias por leer y saludos!!