1. La cama transcurre durante un largo día, el último de convivencia de una pareja bajo el mismo techo. Un día de tiempos muertos, de actos que no buscan –no pretenden- revestirse de una significación específica. Pero, a la vez, es un día que no deja de llenarse, de acumular situaciones mínimas que terminan por abarrotar las horas. Estamos ante una dualidad interesante: la ausencia de hechos, de actos trascendentes, hacen pensar en el vacío; la acumulación de pequeños actos cotidianos va recargando la construcción de los personajes y del tiempo en la imagen. De alguna manera, esos actos son como los adornos, esos pequeños objetos que se acumularon durante años en la casa, y que en ese momento final, recién allí, vuelven a ser descubiertos.

2. La dualidad es también la de la casa como espacio. Lo que vemos durante algo más de una hora y media es un lento proceso de desarmar lo que constituye una casa. De nuevo: la lucha entre la acumulación de objetos en cajas que se apilan en un sector de la casa y el persistente proceso de vaciamiento del resto de los lugares reconstruye el sentido del espacio, dispersando y modificando el que poseían. En el momento de la cena, la construcción se revela en toda su dimensión. Mientras la pareja come su última cena juntos en el único mueble que no está ocupado en el living, la imagen muestra una arquitectura de objetos que hacen un equilibrio inestable. Tanto que uno piensa que cualquier movimiento podría hacer que todo se derrumbe.

3. La cama no es simplemente el espacio en el que los personajes intentan recuperar lo irrecuperable, desde la pretensión de una comunión de los cuerpos que se revela imposible. La cama es el centro de los movimientos por los cuales se desanda la estructura de ese espacio: el lugar en el que se acumula la ropa y los objetos del pasado que se sacan de los placares, el que funciona como paso previo al orden, el que hace oscilar a los personajes entre la disputa, la relajación y la calma. Es el único mueble que los personajes intentan mover, tratando de hacerlo circular por un intrincado laberinto de puertas, pasillos y escaleras. Que se revele como una empresa imposible – al menos para ellos- no proviene de un impedimento físico –no parece haberse modificado la casa como para que aquello que alguna vez pudo entrar, ahora no pueda salir-, sino de algo menos palpable y evidente. Como si de esa casa pudieran sacarlo todo, menos ese objeto que los une y a la vez los separa, con lo que conlleva de la relación entre ambos. En la última secuencia de imágenes –que replica la sucesión de planos del comienzo de la película- vemos la casa completamente vacía de todo, menos esa habitación en la que la cama permanece como único referente de quienes la habitaron.

4. La directora Mónica Lairana ha señalado que la cámara en su película funciona como una especie de voyeur. Pero, en verdad, el voyeurismo no es solamente la observación de lo que ocurre a los demás. Implica, por sobre todo, la intención de captar el detalle, la fijación de la mirada en los elementos individuales por sobre el conjunto. El voyeur es el que intenta acercarse al objeto de la mirada. En cambio, aquí la cámara se instala casi continuamente por fuera de los espacios que registra, poniendo distancia, intentando no solo pasar desapercibida, sino y por sobre todo, no interferir con las acciones de los protagonistas. Por ello, la cámara fija utiliza las puertas abiertas, las ventanas, los pasillos, como marcos que funcionan a la vez como un montaje dentro del cuadro. Recorta un fragmento de los hechos, se despreocupa por la posible significación de lo que queda en fuera de campo. Esa decisión de recortar la imagen se replica, incluso, en los momentos en que se permite romper esa barrera (casi siempre cuando solo hay uno de los protagonistas en cuadro): los cuerpos se fragmentan a partir del uso de planos más cortos y de posiciones de cámara, que parecen poner de manifiesto la decisión de no conocer todo sobre Jorge (Alejo Mango) y Mabel (Sandra Sandrini).

5. Esa opacidad de los personajes se sostiene además en la limitación de los diálogos a lo mínimo, a esa banalidad de lo cotidiano que impulsa el lenguaje hacia su lado más fáctico. La cama es, en ese sentido, casi una película muda, en la que las escasas palabras revelan poco o nada –apenas, la existencia de una hija que no quiere llamar por teléfono a su madre- y no impulsan la acción en ningún momento. Es como si esa desnudez que exhiben los cuerpos desde el comienzo –y que, muy sutilmente, se irá transformando con el agregado de la ropa por etapas- se trasladara al lenguaje. Por un lado, implica esa referencia obvia a que han llegado a una etapa de la vida en la cual ya no tienen qué decirse –y por eso mismo, el mutuo “Te voy a extrañar” del final suena con tanta intensidad como angustia- y que son los cuerpos con sus marcas y movimientos los que alcanzan para comunicar(se). Por otro lado, sostiene la necesidad de no desviarse de la narrativa planteada: dejan de importar las razones que llevaron a la decisión tomada, los detalles de la vida previa en común se revelan innecesarios, como un ruido en esa callada separación. Y es tan acertada como sutil la decisión de evitar también el conocimiento sobre lo que viene después: no sabemos dónde irá cada uno con su vida, ni siquiera vemos el momento en que abandonan la casa. Al escapar sigilosa y metódicamente de esos lugares comunes que derivarían la película hacia una forma de melancolía que no le cuadra, La cama se construye como una película que lleva su austeridad aparente hacia la sequedad, a la reducción a lo estrictamente necesario para retratar esa multitud de pequeños gestos que todavía remiten a la pareja y a la construcción realizada durante años en común: la caricia, el cuidado del otro, la ayuda mutua, el temor a que al otro le pase algo. En esa tensión entre esos elementos y lo que ya no tiene vuelta atrás, la película se muestra como si fuera ese último hilo que se va estirando hasta donde puede. Hasta ese punto en el que se quiebra y los fragmentos, inevitablemente, se dispersan.

La cama (Argentina, 2018). Guion y dirección: Mónica Lairana. Fotografía: Fabio Dragoset. Montaje: Eduardo Serrano. Elenco: Sandra Sandrini, Alejo Magno. Duración: 94 minutos.

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