Jamás me gustó la pesca. Ni como deporte (si es que se la puede considerar así), ni como ocio, ni mucho menos como diversión. Tampoco me imagino ganándome la vida de esa forma. No encuentro nada allí que me entusiasme. Me han invitado mil veces y siempre dije que no. Me parece una práctica aburrida y hasta tramposa: tirar un anzuelo al agua y ponerse a esperar, a veces horas, que algún bicho medio despistado pase por ahí y se tiente con la carnada, me resulta tan desventajoso como improductivo. Contra la gente que disfruta y goza de la actividad y de todo lo que la rodea, no tengo nada que objetar. Mi argumentación, debido a la falta total de experiencia, es endeble y está ganada por el prejuicio. Por eso intuyo que cada una de mis observaciones pueden ser refutadas con mayores armas, pero hasta ahora -y eso que han tratado más de una vez- nadie logró convencerme  de los beneficios o el placer que me puede llegar a provocar la pesca. Y si encima me encuentro con una película donde Grandinetti, camuflado de pescador, afirma que “pescar te da paz, te baja las pasiones, te ayuda a ser paciente”, ya no hay nada que hacer. Era la revelación que me faltaba para desistir por completo y para siempre de intentarlo. ¿Te baja las pasiones? ¿Qué es eso? ¿Para qué quiero una actividad de ese tipo? ¿De qué me sirve esa sabiduría de la templanza? Y, sobre todo, ¿para qué quiero una película así? ¿Para qué quiero un personaje que sostiene ese discurso? El poco interés que hasta el momento me había despertado la película de José Glusman, curiosamente el mismo director de ese buen documental que es León, reflejos de una pasión, terminó por diluirse con las sentencias del actor, tan lleno de verdades, tan seguro de sí mismo.

No habían pasado cuarenta minutos de proyección, pero yo ya no podía seguir ahí. Salí disparado de la sala del Gaumont pensando que no, que no quiero paz ni paciencia, y que si el ejercicio de una actividad, sea cual sea, me disminuye la pasión, no me sirve. Y que para verdades o seguridades prefiero las de George Raft en They Drive by Night (1940), afirmando que siempre le gustaron las pelirrojas, y a Anne Sheridan respondiéndole que eso no es lógico, que el rojo significa «pare», y a él replicando enseguida que es daltónico. El ingenio y la precisión de los diálogos son tan justos y veloces como el ritmo de la historia. En la película de Raoul Walsh se avanza, hacia la felicidad o la locura, como le ocurre a Ida Lupino con su obsesión por el personaje de Raft, pero siempre se avanza. No hay calma ni paciencia, no hay tiempo para el sueño. Si esto último ocurre, es porque el cansancio atenta contra la voluntad de los camioneros que conducen de noche, y en algún caso los vence y los lleva a la muerte. En la película de Raoul Walsh, la pasión será alegre o triste, pero siempre es movimiento, y siempre manda.

El pescador de Glusman, en cambio, es un “careta” en todo sentido: le dice al chico que se le acerca al comienzo que se va a cagar de hambre intentando pescar algo; se toma el resto del vino que una chica le trae después de la cena y la manda al carajo; los pibes lo invitan a fumar un porro y les dice que no. No se copa nunca. Y, además, la información que se nos brinda acerca de su pasado, en la que parece haber algún tipo de delito, un robo probablemente, nos permite intuir que su actualidad como hombre de mar es apenas un disfraz para pasar inadvertido, un escondite: “Qué cambiado estás”, le dice la abogada que lo visita.

Grandinetti es una mentira, y para máscaras, pensaba mientras me iba a casa, yo prefiero la de Victor Mature en My Darling Clementine (1946) que, aun sabiéndose enfermo, se bebe el  whisky frente a Henry Fonda y se la banca como un grande: “la conciencia nos vuelve unos  cobardes”, dice, mientras termina los versos de Hamlet que un viejo actor, borracho y olvidado, ya no puede recitar. En ese territorio en disputa, tal como ocurre en la película de Walsh, “dormir es morir”, pero la profundidad de la lírica ya no tiene lugar y queda sepultada bajo el silbido de las balas y el alcohol; la poesía es directa y le corresponde al polvo levantado por  los caballos en pleno galope. En la película de Ford, la pasión es animal desde el principio y es de los fuertes.

Jamás sabré si la película de Glusman es buena o mala. Es probable que me haya perdido de algo, pero ya no tengo forma de volver a ella. La concepción que su protagonista tiene sobre el mundo está lejos de lo que yo persigo y busco, en la vida y en el cine. Las sentencias de Grandinetti tienen algo de lógica si pensamos que la pasión en términos etimológicos remite a la paciencia, a un estado pasivo, incluso al sufrimiento y al dolor, a un deseo no cumplido, a un camino que se ve interrumpido. Pero a ese entendimiento apacible y sensato de la experiencia yo prefiero oponerle la connotación positiva que se desprende del impulso y el sentido común: la pasión como acto de entrega a toda actividad que nos atraviese y nos involucre como cuerpo en movimiento (las películas y la escritura sobre ellas, por ejemplo), aun cuando las certezas sean pocas y siempre provisorias (sé que jamás voy a ir a pescar y mucho menos voy a ser pescador, sé que me gusta el cine clásico americano; después no sé más nada), aun cuando esa tarea (la de vivir) nos cueste la vida. Lo dice el poeta y lo dicen las paredes del barrio que me reciben al llegar a casa; lo digo yo parafraseando a hombre y cimientos respectivamente: si no hay pasión, que no haya nada entonces.

Pescador (Argentina, 2017), de José Glusman, c/Darío Grandinetti, Darío Levy, Emilio Bardi, Jazmín Esquivel, 83′.

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