*¿Cuántas cosas caben en veinte metros cuadrados? Hagámonos una idea: no es más que el tamaño de una habitación estándar. O como corresponde en este caso, de un local pequeño. Quienes vivimos la época dorada de las disquerías (entre los ‘70 y comienzos de los ‘90) sabemos que, entre esas paredes tapizadas de posters y vinilos, entre los pasillos angostos que quedaban entre las bateas, entraba el mundo. Un mundo entero hecho de discos long play.

*Por esa razón, contar la historia de El Agujerito, no es solamente contar la historia de una disquería –y en eso toma distancia de documentales como los autoproducidos por otras disquerías que aún resisten como RGS o Minton’s-. Su emergencia y su desarrollo están marcados por la época. Entonces, El Agujerito, el documental, cuenta esa época como si la observara desde esas paredes, desde atrás de la barra en la que se atendía al público. Esa mirada entronca entonces, con otros documentales -pienso tanto en El Coso (Frenkel, 2022) como en Bajo el sol del rocanrol (Mariño, 2024)- para configurar una zona en la que se busca retratar la cultura de una época. Porque si hay algo que este documental recupera es la idea de que la existencia de El Agujerito es un hecho colectivo antes que un emprendimiento familiar.

*El comienzo es en 1969. Años en los que convivía la efervescencia cultural –todavía estaba presente el Mayo Francés del año anterior- con la represión institucional. Estamos en el tercer año de la dictadura de Juan Carlos Onganía que había volteado al presidente electo Arturo Illia. El nombre de la disquería –gentileza de ese otro gran rupturista de la época que fue Jorge Schusseim- podía pensarse en ese momento como una provocación, pero su ambigüedad fue tan notable que generó que un intento de clausura por parte de la policía no se llevara a cabo ante las dudas del oficial actuante. En todo caso, ese episodio sería el primer eslabón de una relación conflictiva con las fuerzas represivas que estallaría en la década siguiente.

*El símbolo que representaba a la disquería resultaba elocuente: una serie de manos en las que los respectivos dedos índice apuntan hacia el centro. Hacia ese agujerito que aludía al centro de los long plays. Más que esa sinonimia parecía estar revelando la intención de centralidad, de lugar de convergencia, que el tiempo terminaría por concretar. Pero El Agujerito no fue simplemente el centro de reunión de músicos que buscaban acceder a las últimas novedades musicales del universo. Su ubicación como centro de atracción era compartido por el resto del espacio que lo circundaba: la Galería del Este era en aquel momento el centro de una movida cultural que provenía de su interior –donde convivían librerías, bares y locales de moda- tanto como de las adyacencias –especialmente, su vecino, el Instituto Di Tella.

*El sujeto de la época es el que le da sentido: los ‘60 son la emergencia de la cultura joven, como correlato de los cambios modernizadores en la sociedad. La definición que ensaya Claudio Gabis es notable: para quienes eran padres en esa época, “en el dormitorio (de los hijos) vivía un ser kafkiano”. Algo que no encajaba en el modelo de sociedad de ese momento, un ser en transformación hacia otra cosa. Ese espacio de la Galería se postuló como un centro que congregaba ese espíritu joven que no tenía un lugar propio. Un espacio que salía del provincianismo para buscar lo universal. “La música nos hablaba” dice Susana Epstein desde este presente en el que se rememora el pasado en el que se hablaba todo el tiempo de ello y que contrasta con el hoy de conocimiento desperdigado y confundido en las redes. Por eso en pasado: porque esa música hablaba a su generación, a esos bichos kafkianos que surgían de los dormitorios juveniles.

*En ese retrato de época, El Agujerito no se detiene demasiado en contar la dinámica interna del local. La relata especialmente en el comienzo, cuando los hermanos Epstein (Gaby y Roli) la fundaron con ayuda de su padre, la ilustra con fotos de la época y la sostiene en la convergencia de relatos de músicos y artistas que fueron parte de su historia. Incluso cuando parece asumir cierta centralidad, el documental insiste en reponer el contexto, el momento histórico, para subrayar que no se trataba simplemente de un negocio de importación y venta de discos musicales. Hay algo allí que lo trasciende y que queda sugerido en el momento en que uno de los hermanos cuenta que varios sellos les ofrecieron trabajar para ellos para la música que irían a editar en Argentina: un conocimiento que viene de la pasión por la música y que choca con las posibilidades y criterios de una industria. El espacio de El Agujerito funciona como resumen de un tiempo, de los 50 años que se sostuvo en pie –aunque el relato principalmente abarca las dos primeras décadas, después de lo cual todo fue una debacle como le declaran los hermanos Epstein a Alfredo Rosso en su programa de radio- y que involucra el movimiento artístico y la represión del entorno –de allí se llevaron detenido a uno de los empleados; en el pasillo de la galería, como dice Roli, empezó su exilio en New York que duró 15 años-. El Agujerito demuestra una vez más, que una época no se cuenta solamente desde la totalidad y desde lo colectivo: a veces, como aquí, lo que puede parecer secundario, lo que se vislumbra como parcial y fragmentario, termina diciendo más de los tiempos transcurridos.

El Agujerito (Argentina, 2024). Guion y dirección: Ana Hayzus, Leandro Eljall Qüesta. Fotografía: Javier Pistani. Edición: Emiliano Serra. Duración: 68 minutos.

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