En la primera escena en que la vemos, Ana está desnuda, parada en una habitación. Parece estar allí con la vista perdida en un punto difuso, pero en verdad está dormida y sufre de sonambulismo. La visión de la cámara se acerca a un grado de coincidencia con la mirada de Luisa (Erica Rivas), su madre, pero la diferencia perceptiva no es menor: lo que en ella no es revelación más que del signo de una repetición que la pone en estado de alerta, es para el espectador una señal de ruptura con la “normalidad” que se instala desde el comienzo de la película. El extrañamiento no deviene del sonambulismo sino de la construcción de la escena: el cuerpo quieto, desnudo, los ojos abiertos, la habitación vacía. Y también del hecho de que, al tratarse de la primera escena de la película, se expone sin otra referencia que la que brinda la escena en sí misma: el personaje de Ana no se presenta desde lo cotidiano, sino desde la aparición de lo no habitual, de esa forma en que el inconsciente se apodera del cuerpo.
Con el transcurso de la película, el carácter sonámbulo de Ana –que no se repetirá desde lo visual como hecho- se va expandiendo hacia el resto de la familia. No hay algo explícito, sino una serie de referencias dispersas que siguen una línea vertical ascendente hacia Emilio (Luis Ziembrowski), su padre, y Meme (Marilú Marini), la abuela. La apelación a la referencia indirecta –en tanto son otros los que refieren esa característica de los personajes- refuerza, más que la idea de herencia genética, el de familia maldita. El de un sino que los miembros deben llevar de por vida y que permanece oculto hasta el momento en que se manifiesta. Pero también un lazo que los une y parece indestructible, y a la vez, una diferencia con los demás. Que no haya mención a características similares en los otros hijos de Meme no implica que no pertenezcan o que se encuentren a una distancia insalvable que los ponga fuera del juego familiar (aunque en ese sentido no resulta extraño que sea justamente Emilio, y solo él, quien intenta preservar el legado familiar de la casa). Solo Alejo, el que se “alejó” de la familia por cinco años –y a quien su propio padre, llama “el monstruo”-, explicita esa diferenciación en el juego del gallito ciego en el fogón –“Sos experta en caminar dormida, freaky”, le dice a su prima Ana-. Pero la suya es, ya, una mirada tan ajena a la familia como la de Luisa: el lazo es tan desvaído que juega una y otra vez a poner en tensión los límites de la estructura familiar.
Si en la primera escena la mirada se condice con la de Luisa, es porque desde ese momento, y en la mayor parte del relato, será quien porte la mirada. Luisa está fuera de la estructura familiar por lazos de sangre y en esa reunión familiar de fin de año es la única que proviene desde “afuera”. No es casual en ese sentido, la ausencia de las madres de los hijos de Sergio (Daniel Hendler) o del padre del hijo de Ine (Valeria Lois). Su no pertenencia es señalada por Meme de manera indirecta: en la llegada, cuando menciona que se llevó lo mejor de la familia cuando se casó con Emilio, o cuando en el almuerzo señala que las culpas no son de los pibes sino de las madres. Pero es también sostenida por Emilio, cuando la deja fuera de la decisión que toma sobre el destino de la casa. Lo que es más importante es que está fuera de ese entramado familiar relacionado con el sonambulismo: en ella lo que aparece es una especie de sueño en vigilia, en estado de alerta, ante el cual el ruido –la simbiosis entre el oleaje y el agua corriendo de la canilla en el comienzo como una forma posible de traspaso entre el sueño y la realidad; el llanto del bebé en el final como una suerte de preanuncio en relación a su hija- la trae de vuelta y la instala en un territorio en el que el riesgo se intuye, se percibe como presente.
Sin embargo, hay momentos en que la ausencia de Luisa en pantalla impone un cambio en la mirada. Cuando ella no está, la mirada es la de Ana: explícita por momentos –cuando observa a Alejo en el río, cuando ve desde el galpón cómo el vecino echa de su propiedad a los primos más chicos-, implícita en otros, Ana recibe una suerte de traspaso de la mirada de parte de su madre, una potestad para portar el ejercicio de observar. Aun cuando Ana parezca ser parte de la familia –el sonambulismo es una fuerte marca de pertenencia en principio-, ese traspaso es un preanuncio de la salida del marco familiar. Lo interesante es que cuando las dos portadoras de la mirada se encuentran, se cruzan, se producen los conflictos. Entre el intento permanente de Luisa por acercarse y la continua puesta en distancia de Ana (la escena en que se acuesta en la cama con su madre es la ejemplificación más clara), esa relación se tensa más allá del vínculo filial. La resolución de esa tensión viene desde afuera, no solamente a partir de las acciones de Alejo, sino de la referencia que Hilda, la criada de la casa, hace en referencia al pasado, cuando ve a Ana por la ventana: “Así era usted cuando empezó a venir al campo”, le dice a Luisa.
Si los vínculos con los hijos varones parecen estar resueltos o a lo sumo cuestionarse parcialmente desde el vínculo con el lugar y con los actos del pasado, el conflicto que se sostiene es el de la relación entre las mujeres. Si la relación con los hijos varones es distante (las madres de los hijos de Sergio no están en el relato, ni siquiera en las fotos familiares de las que fueron recortadas, es decir, eliminadas; también están los comentarios de los hijos sobre los viajes que Meme hacía dejándolos solos con su padre), la de madres e hijas es de una cercanía pegajosa, intolerable. Las dificultades y cortocircuitos entre Luisa y Ana se espejan tanto en Meme con Ine, como en Ine con su bebé. No hay diálogo posible, sino distancias que solo parecen encontrar un oasis entre Luisa e Ine que comparten esa imposibilidad. La distancia entre Luisa y Ana, que se plantea desde el comienzo como una pertenencia a mundos diferentes (el de los sonámbulos y el de los que duermen y despiertan), con una distancia física explícita (la escena del viaje en el auto, pero sobre todo en la charla antes de cambiarse cuando el diálogo entre ambas se da con el marco de una puerta entre medio) que se refuerza una y otra vez en esos días de fin de año, solo se resuelven en el final con el gesto de acercamiento de ambas: Ana solo le abre la puerta del auto a su madre; Luisa hace que Ana se siente ahora en el asiento del acompañante, junto a ella.
El otro elemento de tensión que se establece en Los sonámbulos es la sexualidad, nuevamente en términos de la oposición entre vitalidad juvenil y desapego adulto. Si en el mundo de los hijos de Meme la sexualidad aparece elidida (no hay mujeres con Sergio, no hay hombre con Ine, en ambos el sexo pareciera haber tenido fines solo reproductivos) o corrida del primer plano (Luisa no cediendo al deseo plagado de inmediatez de Emilio). Sin embargo, Luisa funciona como el vértice de esas tensiones. Esa escena en la que impone sus tiempos ante los de Emilio no es una negación de lo sexual, sino un aplazamiento, una postergación que lo subsume a otras actividades, pero también es un gesto alrededor del deseo como forma de imposición sobre el otro. A cambio de ello, el espacio de los jóvenes es una celebración de la vitalidad en la que los cuerpos están puestos en primer plano. Si las escenas de los primos en el bosque (donde se recalca la oposición entre la exuberancia de ese espacio en contraste con los lugares establecidos de la casa) parece remitir climáticamente a las escenas familiares de La ciénaga, lo es porque en ellos ya se ha entrado de una manera u otra en la adolescencia, lo que hace que la relación se tense entre las miradas (al borde de lo voyeurístico en Ana), los recuerdos (Alejo y la referencia a que él le gustaba a Ana) y los gestos de acercamiento mutuo. De allí que no resulta del todo extraña la tensión entre Alejo y Luisa en un par de escenas (él observándola desde la puerta; la secuencia en que lo lleva al pueblo en el auto) como simbolización de la tensión entre esos dos mundos. Pero en el universo juvenil lo que hay es una exploración que busca verificar la ausencia de límites, la manera en que las distintas formas del deseo se anteponen a todo. La ausencia de fronteras es física (la exploración de la casa de al lado)tanto como de experiencias: el fogón organizado por los primos, aun cuando se trate de una tradición familiar, es un espacio en el que se liberan de la mirada de los padres, se alejan de ella (que haya un bosque entre el fogón y la casa, refuerza la idea) y se sumergen en ese juego del deseo de lo prohibido (el alcohol, el cuerpo del otro). El punto de unión entre esos universos emerge en el final: los adultos traspasan la frontera del bosque, se insertan en él para poder ver. El cuerpo de Ana no es ahora el de una sonámbula, sino que se asemeja al de un zombi, un muerto que vive y que no emite palabras. El que duerme, fuera de todo sonambulismo, es el cuerpo de Alejo hallado por la mirada de su abuela, mirada y gesto que expulsa, reponiendo los límites que Alejo ha traspasado en todos los sentidos posibles (el deseo endogámico, la apropiación por la fuerza del cuerpo del otro). El otro punto de unión es la decisión de Luisa de dejar atrás las fronteras familiares. Como si por una vez pudiera coincidir con la voz de su hija, esa que antes le ha dicho: “¿De qué te sirve la familia si uno no puede hacer lo que quiere? ¿Nunca quisiste hacer la tuya?”
Calificación: 7.5/10
Los sonámbulos (Argentina; 2019). Guion y dirección: Paula Hernández. Fotografía: Iván Gierasinchuk. Edición: Rosario Suárez. Elenco: Luis Ziembrowski, Erica Rivas, Marilú Marini, Ornela D`Elia. Duración: 107 minutos.
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