¿Qué es el pasado? ¿Cómo se habita un espacio? ¿Pueden las palabras definir un estado de ánimo? ¿Qué nos espera, agazapado, detrás de ellas? Cine y palabra, imagen y lenguaje, podrían ser pares intercambiables, todos ellos pertinentes para aproximarse al cine de la dupla Fontán-Peirano. El dispositivo, como siempre en su cine, parece sencillo, y en cierta forma lo es (con la profundidad de lo abstracto y la hermosura de lo simple): una casa vacía, una serie de personas que observan ese espacio y conversan sobre él y sobre sí mismos. También hablan sobre el presente, sobre la posibilidad multiforme del pasado, sobre imágenes lejanas, olores, impresiones; lo hacen al abrigo de una luz blanca que semeja un lienzo, una superficie abierta a recibir diferentes trazos. La complejidad está en otro lado, o tal vez allí mismo, en la simpleza que permite habitar de imágenes y palabras algo que probablemente no se pueda nombrar; o que acepte diferentes formas de hacerlo. Las palabras cobijan en sus formas un universo de posibilidades, no vienen cerradas ni prepotentes, al menos estas palabras que se dicen en “El piso del viento”. Porque en esta película sólida y frágil, es tan importante la escucha como la enunciación. Los planos vacíos, la abstrusa belleza de lo verde, un cielo al margen del ruido, la percepción de un todo desde una ventana, son apéndices de una fugacidad observada hasta pulverizar el silencio. ¿Qué es el viento? Se pregunta la voz en off de Peirano al inicio, y sus palabras flotarán durante toda la película. La hermosa envoltura de esa voz, las frases pronunciadas, las mínimas intervenciones de la autora marcarán las preguntas justas para sus interlocutores, hombres y mujeres que circulan por ese espacio vacío para inundarlo de subjetividades. La repetición es el nudo gordiano de “El piso del viento”; los encuadres son casi siempre los mismos: un pasillo, un cuarto vacío, una terraza, un lugar a poblar de pura(s) presencia(s). Lo que allí se habla, entre esas paredes y sus ventanas que miran un mundo acotado y a la vez inagotable, tiene el aroma del recuerdo, la gracia de lo nuevo, y el fulgor de la sorpresa. Sorpresa frente a la posibilidad casi infinita de pensar ese espacio de maneras diferentes, de conjurar la memoria, de usar esa casa como un puente hacia otros lugares, otros recuerdos, otras presencias. El blanco es el color de la película: paredes, techos, ventanas; y sobre esa superficie lisa y de luz clara, brotan como flechas las historias de quienes la cámara registra en su visita obstinada. Como en un rito, las escenas se acumulan en cíclica secuencia. Alguien abre una puerta, recorre un breve pasillo y se asoma a un cuarto vacío; comienza entonces la aventura de un encuentro: el de la cámara (y los directores) con sus personajes. La línea preciosamente imperfecta entre documental y puesta en abismo a la ficción parece ir decantando cada vez más hacia el encuentro directo, como si en cierta forma, el mecanismo se depurara y todos ingresaran en una misma frecuencia, sin necesidad de ir pautando los caminos. Quien sabe, tal vez sea otra de las (falsas) simplezas de una puesta en escena sin fisuras, cercana a la perfección, para que los ríos de palabras habiten el silencio. ¿Qué unión secreta existe entre las imágenes y las palabras, entre espacio y discurso? En el campo vacío de cada plano, se habla de lo íntimo y lo vivido, se narran experiencias, se recuerda el pasado volviéndolo presente por un rato, modificándolo, o lo que es más interesante, permitiéndole que vuelva a ser, por un instante, algo nuevo.
Los textos de Peirano se enraizan en la mirada ya conocida del cine de Fontán; ambos -palabra e imagen- hacen de la superficie del plano un encuentro singular entre dos voces. Hay aquí coexistencia y diálogo, una comprensión mutua que parece nacer de esa unión que dio origen a “El día nuevo” (2016), “El estanque” (2017) y “La deuda” (2019), coescritas por Fontán y Peirano. En “El estanque”, tal vez la película más abiertamente onírica en la obra de Fontán, aparece, aún en construcción, el espacio que será el escenario excluyente en “El piso del viento”. La continuidad en esta nueva obra permite ligar ambas películas e imaginar un díptico: lo que en “El estanque” era expansivo -las imágenes en fuga, el recorte de un mundo cercano y misterioso- aquí se cierra sobre un único espacio para encontrar nuevas formas.
El cine de Fontán y Peirano es realista en un sentido trascendente: toda imagen es plausible de sugerir una mirada poética, de inaugurar sentidos, de invitarnos a descubrir que allí existe algo más allá de lo visible; o dicho de otro modo, que en lo visible se nos ofrece (siempre) otra experiencia. No son muchos los cineastas capaces de imprimir ese vestigio a sus imágenes, y muchos menos quienes lo hacen con materiales tan (aparentemente) cotidianos: un árbol, un par de lentes, la casa de toda la vida, la mirada de una madre, el furor de la lluvia, el silencio del viento, lo incognoscible del río, la voz de un poeta, el color de un atardecer, la quietud de un encuadre. Y ahora, con “El piso del viento”, la luz blanca que resplandece en un cuarto vacío.
El piso del viento (Argentina, 2021). Guion y Dirección: Gustavo Fontán y Gloria Peirano. Fotografía: Gustavo Schiaffino. Reparto: Jaime Arrambide, Lucía Dorin, Gonzalo Arbutti, Lázaro Mareco, Lucía Mondino, Lorena Astudillo, Diana Bellessi, Liria Evangelista, Malena Fabris Duración: 69 minutos. Se proyecta en el Festival Internacional de cine de Cosquín (Ficic)
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