Hay una escena en el comienzo de Los sentidos que define con precisión la búsqueda que encara el documental de Marcelo Burd. Tres niñas se han subido al tanque de agua de la estación de ferrocarril y desde allí observan el pueblo: van describiendo qué ven y qué no, para los espectadores que aún no saben qué es ese lugar. De a poco, las imágenes van ampliando esa perspectiva: el socavón de una mina, la escuela, las calles polvorientas, las casas pequeñas de adobe construyen esa imagen que completa la descripción inicial.

Una de las claves que revela esa escena es el lugar que van a ocupar los niños en el documental. Sin restringirse al espacio de la escuela, aunque constituyéndola como eje en su función institucional, Los sentidos se acerca a su mirada, como si el espacio que observamos pasara por el filtro de sus ojos. Si las afinidades, los territorios compartidos y hasta los recelos aparecen inevitablemente en las clases, en los juegos, en el tiempo de la merienda, también surge la relación compleja con ese espacio en el que viven. De allí que las encrucijadas se presentan más bajo la forma del futuro que pueden imaginar para sus vidas. Y, aunque no lo dicen de manera explícita, para muchos el futuro no está allí, sino en la ciudad. Y, para los que lo dicen, en la seguridad de entrar en la Policía o en la Armada. Esa marcada complejidad se resuelve en la relación que se establece con los padres, puro presente despojado de atisbos de lo que vendrá. Y también con el maestro de la escuela, que cumple una función similar en el esquema de todo el pueblo.

El mayor hallazgo de la película es encontrar el punto donde esa relación entre padres e hijos se construye como un proceso de enseñanza y como una continuidad en el linaje. Curiosamente, esa continuidad se despega de las formas habituales: no se trata de llevar a los niños al trabajo de los padres en el futuro, sino de compartir tiempos y espacios mientras se enseña la experiencia de vida. Un padre incita a su hijo a jugar con sus pares, pero también le enseña canciones desde su guitarra ante la mesa familiar. Una madre enseña a su hijo y lo incita a cantar las coplas que ella escribe. Otra hila con la ayuda y compañía de su hija. Otra le enseña a jugar a las cartas. Pero no hay silencios en esos momentos sino una transferencia de conocimiento que se hace natural: el pasado aflora en el relato de los padres, el recuerdo de sus propias experiencias escolares y las miserias pasadas comparadas con las actuales.

El maestro funciona en esa misma dirección, con el detalle adicional de la relación con sus propios hijos, signada por la distancia que implica vivir en otra ciudad. En esa ambivalencia –que se juega con mayor precisión cerca del final, cuando plantea que su retiro está cerca y que quiere volver a estar con sus hijos-, el maestro funciona más que como alguien que enseña, como un padre que complementa a los de los chicos. Hay dos momentos fundamentales para entender esa relación. El primero es cuando, ante el llanto de una de las niñas en la clase, incita a sus amigas a no discriminarla, a integrarla en sus juegos. El segundo es el momento en que comienzan a desarrollar la idea de construir cohetes caseros, cuando les señala la necesidad de que trabajen en conjunto, “como científicos”. La idea de lo colectivo subyace en ese punto como algo más que la convivencia necesaria: es el punto de partida para la subsistencia del pueblo, el lazo que va desde esa pareja de maestros que abandonó la ciudad y su propia familia para ir a enseñar a un pequeño pueblo, a esa construcción de tejido social que se explicita en el diálogo entre las esposas de los dos trabajadores de la mina. Aunque, posiblemente, no haya imagen más potente desde lo simbólico para representar esa idea que ese partido de fútbol en el que hombres y mujeres, más grandes o más chicos, conviven por el puro placer de compartir el juego.

De allí que Los sentidos funciona en un equilibrio delicado. Entre lo individual centrado en la vida de los chicos del pueblo y lo colectivo que proviene de la constitución de una comunidad que los involucra y que les da su identidad. Y, por sobre todo, entre el pasado, el presente y el futuro: esa tensión que se establece entre los padres y el traspaso de las referencias culturales que provienen de otros tiempos, la realidad del pueblo y la voluntad de un maestro que extiende la mirada hacia un futuro de conocimiento despegado de la tradición del lugar.

Despegada de la referencialidad explícita –aunque allí está la dependencia de otras ciudades como San Antonio o Salta; aunque la sombra de la mina se proyecta sobre el pueblo- Los sentidos construye una imagen de un pueblo, Olacapato, a partir de su gente y de la forma en que ellos interactúan con lo que tienen –en especial, como ya se dijo, la escuela- y lo que les falta –ese tren que alguna vez pasó y que todos esperan que vuelva como posibilidad de progreso, esa antena de celular prometida para poder mantenerse comunicados, esa plaza y ese playón que debería estar en el pueblo pero nunca se construyeron-. En medio de ello surgen las leyendas propias –el tren fantasma que viene de esa vía sin terminar que acabó con la vida de un grupo de obreros en el pasado, los juguetes de dinosaurios que cobran vida durante el sueño de los niños-, una tormenta de granizo deja tapizado el pueblo de blanco y un par de adolescentes se preguntan qué van a hacer en el futuro. Escapando del pintoresquismo, de lo paisajístico y de la referencia política que parecía inevitable –pero que sobrevive sutilmente en segundo plano-, la película logra aquello que plantea en la primera escena mencionada al principio: ahora, nosotros, como esas nenas subidas al tanque de la estación, vemos a un pequeño pueblo, desde otro lugar.

Los sentidos (Argentina, 2016), de Marcelo Burd, 72′.

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