Según Google, la educación es una formación destinada a desarrollar la capacidad intelectual, moral y afectiva de las personas, de acuerdo con la cultura y las normas de convivencia de la sociedad a la que pertenecen. La enseñanza, en cambio, es la transmisión de conocimientos, ideas, experiencias, habilidades o hábitos a una persona que no los tiene.
A simple vista, pareciera que es la enseñanza la que parece ir más allá, pero lo cierto es que se encuentra vinculada al mismo sistema y es motor de impulso en esta terceridad que se completa con nuestro propio cuerpo, el que no resiste con tanta facilidad la elasticidad a la que se somete a las palabras.
David hace hip hop, sus letras hablan de la necesidad de tener libertad. Sin embargo, todas las mañanas despierta a sus tres hijos para que asistan al colegio, impone el artificio social que se le ha impuesto arbitrariamente. Con qué eficacia sobrellevamos el pesar, soportando momentos de ingratitud y desgaste que se completan con escasos esparcimientos. Cuántas veces debemos interrumpir los vínculos de sopor con el universo infinito del inconsciente. El conflicto queda claro desde el comienzo.
Oro es el más pequeño de sus hijos. Comienza a comprender la prohibición del descanso, el establecimiento de lo programado. Rojo protesta con berrinches. El mundo que no pertenece a los sueños es una pesadilla que se disfraza de serenidad y planificaciones. Los niños se niega a levantarse, pelean con la fiaca entre destellos de luz, sobrellevan el sopor de la tarde para hacer los deberes del colegio (nada más desgastante que forzar la concentración post vespertina). David enrojece en discusiones en las que siempre intenta forjar la obligación desde el diálogo, pero el deber no puede ser explicado por su propósito, al menos no a un niño que no necesita ninguno. Sus hijos deben vestirse solos a fuerza de comandos oratorios, David confiesa a su madre que a veces dan ganas de golpearlos para que aprendan.
La tríada educación/enseñanza/cuerpo combina las tonalidades que operan sobre el mundo industrializado, el que siempre opaca todo lo que va más allá de lo real, de lo concebido. Pero es mejor tener bien claro qué es lo que tenemos que hacer los martes, cómo debemos aprovechar los feriados, cuál debe ser la luminancia que deben tener los tonos medios para ser considerados cinematográficos, e incluso tener conciencia de los dolores que sentimos y el nivel de tolerancia que debemos aplicar a nuestro cuerpo, bajo una obediencia cultural y profundamente antinatural.
David descansa sus heridas grabando sus propias canciones: canta “solo quiero volar…”. David es un niñato. Un amigo me explicaba que la palabra niñato supone un mote despectivo, algo así como decir inmaduro, grandote boludo. Y David dice que quiere volar, pero el director Adrián Orr no se ríe, y se encarga de hacérnoslo saber a todos, nuestra inmadurez generalizada, nuestra subestimación al desgarre. Su seriedad fulmina la realidad cotidiana, a través de un grácil y sereno transitar la intimidad de esta familia se vuelve un campo de batalla ideológico e universal.
El eco moral que resuena en la palabra educación abarca la conformación del todo, establece cuál debe ser nuestro vínculo con lo sagrado, con estándares que demandan soportar el sufrimiento, estableciendo una cosecha de criterios abandonados al instinto frenético de la supervivencia y la acumulación, a través de una carrera por el tiempo y por la vida, idealizada sobre un soporte que siempre queda indefinido.
Nuestro cuerpo queda abandonado al concepto de ser una mera variedad de recursos. La educación nos forma a través de explosiones internas, hasta convertirnos en un bosquejo del cuerpo social, en buenos ejemplos. Pero en el movimiento uniforme que va dejando su trazo sobre lo consolidado queda un remanente temblor del contorno, una imprecisión en el límite. La educación es una gestación incompleta, un germen querellante que en su conflicto nos inocula muchas veces de la experiencia flagrante que da la libertad.
Niñato (España, 2017), de Adrián Orr, c/David Ransanz, Oro Ransanz, Luna Ransanz, Mia Ransanz, 72′.
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