Silencio es una indagación metafísica sobre el ser humano y sobre lo que un cuerpo (y un espíritu) pueden alcanzar; también es un tratado sobre la fe y los dilemas de su ausencia. Inspirado en la novela homónima de Shusaku Endo, en Silencio Scorsese realiza un trabajo notable para llevarnos a un mundo desconocido, que nos atraviesa sensorialmente, apoyándose para este viaje iniciático en las herramientas que el cine tiene para ofrecerle. Bajo el disfraz de fin de época, Silencio inquiere, a ritmo parsimonioso y brutal, sobre la posibilidad de la fe en un mundo que no pareciera dar señales de su existencia. Dos curas jesuitas (notables el ex Spiderman Andrew Garfield, aquí en un registro introspectivo hasta la angustia, y el también atribulado Adam Driver) van a Japón por dos motivos precisos. El primero es predicar la fe católica en un país inhóspito para tales prácticas como lo es el Japón del siglo XVII (gracias a Dios Scorsese nos evita el cliché de la otredad como territorio de lo monstruoso impidiendo así reproducir la idea fundante de «civilización o barbarie» que el cine mainstream tan fácil y acríticamente reproduce). El segundo motivo es ir a la búsqueda del padre Ferreira que, todo hace suponer, abandonó la fe católica debido a causas que la misma película intentará develar (Liam Neeson en un afectado trabajo que pareciera consagrar más a la posteridad que a sus compañeros). Lo que en un inicio parece derivar en un modalidad particular de film de aventuras (dos héroes, fuera del mundo conocido, son arrojados a un territorio hostil que pondrá a prueba su resistencia psíquica y física) se transforma en un tour de force en el que los jesuitas deberán soportar tormentos físicos y espirituales. Silencio pareciera así preguntarse cuál es el misterio que hace que nuestra fe se mantenga imperturbable cuando a nuestro alrededor no tenemos ninguna señal de que debamos creer en algo superior a lo que ven nuestros ojos.
La materialidad del mundo debiera ser lo que rige nuestros destinos y esa materialidad devastadora para los humillados y ofendidos de la Tierra pareciera ser la que Scorsese denuncia, pues allí donde nada hay se hace necesaria la fe para poder sostener la carga ( o la cruz) de una experiencia vital adversa. El espíritu del capitalismo y el espíritu de la fe católica hacen contacto en esa construcción de una subjetividad determinada. Un mundo injusto y desigual desde lo material y una deidad que hace silencio frente al irremediable transcurrir de las cosas. Con el poder de las imágenes invadidas de una belleza onírica alucinada, Scorsese pareciera hablarnos no solo del pasado sino del más puro e inhóspito presente en el que una gran parte de esta sociedad global atraviesa padecimientos similares a los de los campesinos del Japón feudal.
¿Cuál es el misterio que hace que nuestra fe se mantenga en pie a pesar de todo? Esa pareciera ser la pregunta nodal que tracciona toda la película de Scorsese. Hay a su vez en Silencio una sutil descripción de ese entramado de poder que somete a los cuerpos, disciplinándolos, aunque también podamos observar cierta ambigüedad en el planteo acerca del catolicismo y sus prácticas globalizantes de imposición de una única fe. Ese campo de batalla entre ambas creencias (una regional y una global) es otro de los puntos claves de este viaje al centro de la tierra al que Scorsese nos conduce de la mano de la virtuosa fotografía del mexicano Rodrigo Prieto, colaborador también en El lobo de Wall Street. De esta manera Silencio deviene de película de aventuras a reflexión filosófico y política sobre la fe y su ausencia. Lo que es notable es que Scorsese lleva adelante esta proeza con planos notables, que potencian una cruda introspección sobre el ser humano a partir de los rostros filmados en su desgarradora profundidad, captando el temblor y la furia que solo el cine puede captar. Aquí no hay exceso de verborrea que dañe el arco narrativo, acá hay una cámara que contempla el sufrimiento humano y que asume ese tormento como propio. Y también hay nobleza y honestidad intelectual ya que nunca Scorsese pareciera sentirse seguro de lo que piensan sus protagonistas. La religión muestra una instrumentalidad política que hoy pareciera seguir presente en el mundo, sin necesidad de hundirnos en cavilaciones metafísicas sobre un universo supraterrestre. Esto es lo que, por otro lado, le da una intensidad narrativa espesa al derrotero que llevan adelante estos curas, representantes de un poder que los excede y que solo trasmiten. Si bien, en un sentido, la película trasmite una condescendencia hacia el martirio del padre Rodrigues (Garfield se hace cargo con notable solvencia de la última hora y media de la película, llevando todo el peso de una narración fuertemente simbólica), nunca esquiva el conflicto de esta cultura (la japonesa), que es invadida o violentada por quienes vienen a profesar una fe “universal”.
El filosofo empirista inglés David Hume planteaba ya en el siglo XVIII que la experiencia sensible es la única fuente de conocimiento y sin ella no se lograría alcanzar conocimiento alguno acerca de la realidad dada de antemano. Esta premisa sencilla pareciera ser una de las ideas centrales del film de Scorsese. Una fe indestructible y expansiva que no necesita dar señales de existencia (Dios) lleva a la masacre a un grupo de hombres que se niegan a dudar de la existencia de ese ser superior. El arsenal narrativo Scorsese, su maquinaria, se desarrolla en todo su poder expansivo. Scorsese filma la materia y filma el espíritu. En Silencio está detallada la angustia inaprensible del hombre y su dolor es narrado apiadándose de las víctimas y no regodeándose para fines estéticos en ese padecimiento. Scorsese pareciera decirnos que la violencia es fundacional, no solo de un modo de acumulación de riqueza (el capitalismo), sino de creencias y subjetividades. En este sentido, es brillante la construcción del Judas como alguien aterrorizado por el dolor físico, que ante esa circunstancia no duda en hacer de la traición una forma de supervivencia. Por momentos Scorsese pareciera juzgarlo desde un precepto moral, y en otros pareciera apiadarse de él. Esa duda es lo que enriquece el sentido difuso de esta película que no dispara moralejas sino que abre interrogantes en el espectador.
El choque de culturas es otro de los temas centrales de Silencio. La arrasadora violencia feudal que, en una primera instancia pareciera ser irracional, a medida que los sucesos se desarrollan comienza a comprenderse (no a justificarse. A la violencia desmedida de las escenas de torturas (entre la que destaca la ejecución de tres campesinos que son torturados por no abjurar de su fe) le siguen escenas de diálogo en las que prima la discusión acerca de la idea de verdad y el significado último de la creencia. Esta idea de civilización contra barbarie es puesta en tensión por Scorsese y hace que el calvario al que son sometidos los héroes (porque no son al fin y al cabo otra cosa que héroes) sea aun más tormentoso. Este vía crucis extremo se potencia cuando el padre Ferreira hace su aparición, cerca del final de la película. Ferreira duda y pone en jaque la fe del padre Rodrigues, y lo que a simple vista es visto como una traición luego se complejiza, llevando la fe al terreno de la incerteza. Los personajes de Scorsese dudan constantemente, dudan de su fe aunque finalmente la conduzcan hasta sus últimas consecuencias. Nunca dejan de ser personajes atravesados por la fiebre de la creencia. Esa figura de Ferreira parecería establecer un vínculo con el coronel Kurtz de la Apocalypse Now de Coppola: ese personaje enigmático que fue abducido por la otredad, y que pone en jaque las certezas propias del padre Rodrigues, es un personaje clave para comprender la mirada de Scorsese sobre el tema de la fe y las ambivalencias enriquecedoras que muestra la pelicula.
Luego de posar sus ojos en la tragedia del mundo contemporáneo en la fabulosa y verborrágica El lobo de Wall Street, aquí Scorsese observa con igual mirada escéptica y angustiante el mundo del Japón feudal y el del catolicismo en expansión. Pero la expansión imperialista de una religión que pretende hablar por las demás religiones, erigiéndose en discurso único y sin fisuras, también debe ser pensada desde la idea de un poder que envuelve a las conciencias apropiándose de las subjetividades. La religión cristiana y su expansión también debe pensarse entonces desde el marco de una violencia subjetiva que finalmente se implementa con fines políticos. Hay algo de profundo ateísmo radicalizado, un poco al estilo Bergman, en ese mundo cruel y sin sentido en el que los sujetos mueren por nada y de manera impiadosa en manos del poder sanguinario y disciplinador del cuerpo social. Ante el mundo hostil en el que viven los campesinos (y cuando me refiero a hostilidad me refiero también a las condiciones materiales de existencia y no solo al terror producto de esa violencia disciplinadora) no cabe otra que rezar por que exista realmente un mundo mejor en el que la violencia y la pobreza sean erradicadas de una buena vez de la faz de la Tierra.
En momentos en los que la iglesia, desde el papado de Francisco, pareciera acercarse discursivamente a los excluidos por el sistema de acumulación de riquezas que rige a nivel global (y que Argentina sufre en carne propia aplicando viejas recetas de exclusión y de disolución del tejido social) es que películas como Silencio cobran su pleno sentido. Quizás así podamos finalmente comprender por qué la Academia de Hollywood decidió obviar a Silencio a la hora de repartir sus premios anuales. Una película como Silencio es revulsiva para la industria porque no convoca al espectáculo, porque no es condescendiente con el espectador. Silencio es una película que perdura, poniendo nuestras más sagradas creencias en tensión, haciéndonos dudar de todo. Y y eso es una gran noticia en un mundo como el que vivimos.
Acá pueden leer un texto de Marcos Rodriguez sobre la misma película
Silencio (Silence, EUA/México/Taiwán, 2016), de Martin Scorsese c/ Andrew Garfield, Adam Driver, Liam Neeson, Tadanobu Asano, Issei Ogata, Shinya Tsukamoto, 161′.
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