La idea del hospital y los médicos que lo habitan implica la centralidad de los cuerpos. Es un espacio en el que se interviene sobre cuerpos enfermos, se los trata, se los cura, se opera sobre ellos. Son cuerpos -los de los médicos- que trabajan sobre otros cuerpos -los pacientes- a partir de señales, síntomas, imágenes. De una distorsión de la normalidad: cuerpos que no se mueven sino que están en reposo, cuerpos fracturados, órganos cuya morfología normal se ha alterado. El cine y las series explotaron de manera notoria ese imaginario que responde además a una estructura suspensiva (¿se podrá salvar al cuerpo? ¿encontrará el médico el remedio o tratamiento preciso?) que se vuelve inalterable: hay alguien en peligro y otro alguien que interviene para tratar de rescatarlo (basta pensar en cualquier ejemplo, de Centro médico a Dr.House pasando por E.R.Emergencias). Más allá de la mayor o menor profundidad con la que encaren el tema, el esquema no se diferencia del que plantea una serie en la que el protagonista sea un bombero, un policía o un militar, por citar algunos casos. Y es que quien posee el conocimiento, ejerce una disimulada forma de ejercicio del poder de un cuerpo sobre otro.

En Los médicos de Nietzsche, más que la referencia continua que justifica su título en la visión que el filósofo tenía sobre la medicina, lo que se construye es una inversión de aquella estructura, una ruptura de un esquema de pensamiento preestablecido para tratar de llegar a otro (aún, como señala el protagonista en algún momento respecto de la filosofía, a riesgo de convertirse en un dogma). Bajo la apariencia simple de una serie de conversaciones (el seguimiento de las charlas entre el médico y los residentes por un lado y con tres de sus pacientes por el otro), el documental corre del lugar central al cuerpo, al ejercicio estricto de la ciencia médica. Los pacientes tienen una enfermedad, pero hay una resistencia a ponerla en primer plano (se la menciona, se lo intuye, se ve a uno de ellos en silla de ruedas, a otro que lleva sus análisis) porque lo que importa es la manera en que se trasladan a otro lenguaje (el de las palabras). En ese desplazamiento hacia lo lingüístico, lo que sucede es que, aunque no lo parezca, la centralidad se traslada al paciente. El médico aquí aparece solo como una suerte de catalizador para efectuar esa traslación.

Lo que no se corre de lugar es la preminencia del conocimiento. Lo que deja de haber es una determinación desde el lugar del médico. El conocimiento se plantea desde la duda (en los residentes) o en el deseo (desde el paciente). En ambos hay una búsqueda de una certeza que se resiste y se escapa de entre las manos. En los residentes, porque el sistema en que se encuentran insertos impone el saber como elemento central de la relación (y de la distancia) con el paciente, para transformarlo en una verdad que se vuelve creencia. Una de ellas parece manifestar ese malestar proveniente del sistema cuando plantea que “a veces me gustaría decir que no sé”. En los pacientes, la voluntad de conocimiento se manifiesta de maneras diferentes. La mujer enferma dice que ”yo no la vi a la enfermedad; necesité raparme porque necesitaba verla”. El hombre mayor, en cambio, elige cierto escepticismo desde una previsibilidad que se puede confirmar o no (“Casi un milagro”, dice cuando el médico constata que no hay lesiones pulmonares a pesar de su condición de fumador) y que deriva en una autocrítica de sus actos: sabe lo que hace y las consecuencias que puede acarrear, tiene ese saber, pero se atribuye la imposibilidad de salirse (“Fumo porque soy un imbécil”; “Podría hacer lo mismo sin fumar”). El joven de la silla de ruedas, en cambio, pone al conocimiento en un lugar tan privilegiado que parece constituirse en la única posibilidad de “salvarse”. “Yo me empecé a salvar cuando estaba abajo del auto y después me salvó el respirador” dice como parte de su conciencia del momento del accidente que sufrió. No lo dice solo de manera explícita (quiere “saber por qué (cosas) pasó mi cuerpo”) sino que niega toda posibilidad de renuncia al conocimiento (no tomaría nunca, dice, una pastilla que le permitiera no saber qué pasó).

Ante esa persistencia del paciente, la postura del médico es llevarse al límite de la prescindencia. Más que una voluntad del conocimiento -que permanece oculta en las palabras y los diálogos que entabla-, su rol se parece al de un psicólogo. Pregunta, incita al paciente, corriéndose en la práctica a partir de las ideas que recupera del ideario nietszcheano. De allí que se desinterese de la estructura de las causalidades, tanto como del dictamen estricto de un tratamiento a seguir. Si esa idea es consecuente con el rechazo a la ciencia médica como establecimiento de una verdad irrefutable, la derivación inevitable es la imposibilidad de emitir un juicio que involucre a la enfermedad y al paciente. Lo que puede parecer, en un principio, un “rechazo al conocimiento” (“Desde mi perspectiva filosófica es imposible entender un cuerpo”) es la afirmación de la relatividad que implica la existencia y la puesta en práctica de opciones en función de lo aprendido. Si la ausencia de juicio permite romper el binarismo entre el bien y el mal al que parece condenada la práctica de la medicina, el recorrido que traza el documental lo lleva a ser la encarnación más cercana posible de la categoría de médico extramoral a la que alude en algún momento. Dialogando a la par con sus pacientes, rompiendo el verticalismo de la relación tradicional, disfrutando de esos intercambios, el médico puede verse como una rareza, como una anomalía en el sistema. Pero, por sobre todo, como un modo más relajado y hasta agradable de relacionarse con la enfermedad y cualquiera de sus derivaciones.

Los médicos de Nietzsche (Argentina, 2023). Guion y dirección: Jorge Leandro Colás. Fotografía: Aylén López. Edición: Jeanne Oberson, Karina Expósito. Duración: 78 minutos

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