La primera escena de Los Fabelman transcurre en el invierno de 1952 en Nueva Jersey, en la fila para entrar a un cine para ver El espectáculo más grande del mundo. Mitzi (Michelle Williams) y Burt Fabelman (Paul Dano) le explican a su hijo Sam de qué se trata el cine, esa primera experiencia que el niño vivirá a continuación. La explicación responde a una lógica adulta que el niño no termina de comprender o que rechaza desde su propia lógica (a qué niño que sufra pesadillas puede interesarle algo que le definen como un sueño). Una vez dentro, la experiencia se condensa en la escena del choque de trenes. Allí, la cámara alterna entre lo que ocurre en la pantalla y las reacciones del niño (que se prolongarán en la escena siguiente, con la familia a bordo del auto). Entre la imagen subjetiva de lo que se ve en pantalla y la respuesta corporal ante lo que la película genera: una fascinación que no necesita de palabras. Como todas las películas que hará Sam (Gabriel LaBelle) hasta su ingreso en la CBS, se prescinde de la palabra, rescatando desde la limitación técnica de lo amateur, la expresividad del cine mudo (hay que notar que cada proyección pública de las películas de Sam es acompañada por una banda musical que alude, nuevamente, a los procedimientos por los que se proyectaba el cine antes de su paso al sonoro).
Ese comienzo poblado de trenes (el de la película de Cecil De Mille y el de juguete que le regalan a Sam para Janucá) encierra una referencia más a la historia del cine en general, donde los trenes fueron centrales. En todo caso, la secuencia mencionada en el párrafo anterior es la culminación de ese desarrollo (en tanto la película fue realizada en el tramo final de lo que se conoce como cine clásico, dominado por los grandes estudios). Lo interesante es que el tren eléctrico de juguete –que forma parte del mundo tecnológico, situado en esa habitación en la que Burt acumula televisores para arreglar- adquiere un valor extra. “Necesito verlo chocar” dice Sam ante el azoramiento de sus padres que no pueden comprenderlo. Una necesidad de comprobar que lo que vio en pantalla puede suceder aunque sea en esa escala pequeña, (devolviendo a su vez, la imagen de los efectos especiales de ese pasado cinematográfico). Cuando Sam filma el choque de su tren de juguete, imita hasta donde le resulta posible lo que ocurre en la escena de la película. Y, en el mismo instante, recompone el mágico efecto de realidad que provoca el cine cuando el trencito parece ir directo hacia sus ojos ubicados al borde de la mesa, para desviarse justo antes, en una actualización de la escena de la llegada del tren a la estación de los Lumiere.
También ese tramo inicial expone el contraste entre los padres de Sam. Mientras Burt le explica el cine como una proyección de fotos fijas que el cerebro recompone como continuidad, Mitzi prefiere fijarlo como un sueño. La técnica y el arte, lo maquinal y la creación imaginativa; una correspondencia entre el padre creador de máquinas –que pasará de los televisores en la RCA y General Electric a las primigenias computadoras de IBM- y la madre pianista. Sam se convertirá en una mixtura de ambos: el interés por cámaras y moviolas (los nuevos “juguetes” que reemplazarán la fascinación inicial por el tren) se unirá a la necesidad de contar historias, de crear ficciones. Si se termina pareciendo a su padre en la forma en que arrastra a hermanas y amigos a participar de sus proyectos, terminará siendo como su madre a la hora de enfrentarlos como hechos artísticos (incluso hasta cuando termina abandonando, como esa situación paralela en la que la madre no desembala el piano al llegar a la casa de California y Sam termina dejando su filmadora guardada debajo de la cama).
A fin de cuentas –y el título parece anunciarlo en su referencia al apellido familiar- de lo que se trata es del proceso de construcción y deconstrucción de una familia. Toda la primera parte está marcada por el proceso en el que la familia Fabelman se va expandiendo desde el núcleo original al que se irán sumando las hermanas de Sam, las madres de Burt y Mitzi y el “tío” Bennie (Seth Rogen). Todo ese tramo rezuma una felicidad -manifestada explícitamente en la familia ampliada que se reúne gozosamente alrededor de la mesa- que va acompañada por el progreso económico de Burt y la continuidad de la carrera artística de Mitzi. El momento en que ese tono se resquebraja definitivamente ocurre durante el picnic familiar en Arizona. El quiebre se presenta en primer lugar desde la oralidad –Bennie y Burt se ponen a hablar de trabajo y se hace mención a la oferta que recibió éste para ir a California- pero se completa desde lo visual cuando Mitzi se levanta y, algo borracha, se pone a bailar ante la fogata (y los ojos de Burt y Bennie y la cámara de Sam). En esa escena ya no hay felicidad, sino que se vislumbra un pasaje hacia un estado que oscila entre la nostalgia y la tristeza. El desplazamiento se vuelve explícito cuando una de las hijas del matrimonio plantea que se ha traspasado un límite que debe corregirse (la moral es la excusa: de lo que se trata es de demostrar que ya no hay retorno posible en el interior de la familia, además de funcionar como señal de que hay algo que no debe verse y que involucra a Mitzi). De allí en más, lo que queda es el progresivo derrumbe de la construcción previa, que comienza a revelar su costado ficticio.
Sam no filma desde adentro ese pasaje de la familia –esa es la película de Spielberg, aunque se permita imaginarse filmando el momento de la crisis familiar por la separación de los padres-, porque hay algo de ese entramado que no le interesa. Durante esos primeros pasos cinematográficos, prefiere refugiarse en las ficciones que construye con sus hermanas y amigos, a semejanza de lo que ha visto (la referencia más clara es ese western que filma en una diligencia después de haber visto Un tiro en la noche). Esas son sus películas, en las que se mantiene la misma felicidad que atraviesa al núcleo familiar. El quiebre vuelve a ser la secuencia del picnic que Sam filma como una tradicional película familiar, pero que con la muerte de su abuela y el pedido de su padre termina resignificándose. Esa película implica un pasaje de la ficción a lo documental, lo que termina definiendo oposiciones que exceden a lo puramente cinematográfico. Si la ficción aparece desde un componente lúdico (entre el ejercicio de la parodia infantil y la copia de géneros como el western o el bélico, traspasados por una mirada que prioriza el backstage que muestra la filmación como un momento de goce), lo documental se manifiesta como forma asociada al dolor. Allí la mirada adquiere un lugar protagónico. El documental puede revelar una realidad –aunque esté mascarada por ciertos mecanismos de la ficción- que solo la mirada atenta puede descubrir. La verdad es la que conlleva la posibilidad del dolor para quien mira –Sam, ante los sentimientos ocultos entre su madre y Bennie- o para quien es su objeto –Logan o Chad en la filmación del evento estudiantil-. Pero hay allí otra mirada que relativiza el estatus de verdad que se le otorga a lo documental. Cuando Sam monta la película familiar omitiendo los detalles que podrían delatar a su madre –los que ella verá en una escena tremenda y maravillosa, que implica una literal salida del closet-, ante la visión es ella quien lo abraza emocionada y le dice “Tú me ves como soy”. Cuando pasa la película durante el baile escolar, Logan reacciona para plantearle por qué lo muestra como algo que no es, como si Sam hubiera inventado las imágenes del evento (y hay algo en esas escenas que remite lejanamente a la plasticidad de los cuerpos en Olympia). Lo real se vuelve, entonces, difuso, en tanto ya no depende tanto de lo que registra la cámara, sino de la percepción del espectador (¿o acaso los espectadores de la película bélica no perciben como real lo ficticio?).
Si hay una escena crucial para el personaje de Sam será la del tío Boris (Judd Hirsch). Boris llega a la casa de los Fabelman tras la muerte de su hermana, la madre de Mitzi. Su pasado como actor en el cine mudo parece un atractivo suficiente para Sam. Pero en esos minutos los diálogos entre Boris y Sam se vuelven importantes. Su referencia al pasado como domador de leones le permite establecer una definición de lo artístico, no como hecho sino como creación (“Meter la cabeza en la boca del león es tener pelotas. Que el león no me coma la cabeza, eso es arte”). La mayor enseñanza, más que esa posible metáfora de la carrera de un director de cine en la industria, es el momento en que interrumpe a Sam para decirle, al momento de escuchar a Mitzi tocando el piano, que “hablas demasiado; escucha” (un preanuncio de la escena en la que Ford le enseña que debe aprender a ver). Entre el señalamiento y el consejo, Boris se planta en el presente para proyectarle a Sam su futuro: como él, Sam podrá volverse un exiliado en el desierto, un solitario, porque el arte lo va a dejar solo, sin afectos ni familia. Pero también que hará arte, aunque no pueda olvidar el dolor -un leitmotiv subterráneo que recorre la película y que volverá en el momento en que Mónica (Chloe East) le diga que “a veces no podemos arreglar las cosas, solo nos queda sufrir”-. El problema, en todo caso, es que la escena se advierte demasiado insertada en una trama que hasta allí, y luego de esa escena, fluye con naturalidad. Boris aparece solo en ese momento, para justificar la enseñanza a Sam y la pesadilla admonitoria de su madre. Ni antes ni después ese personaje aparece en la trama. Ese efecto de escena injertada revela una tensión que la película no puede resolver: la funcionalidad de la escena en relación con el personaje central, termina chocando con la artificialidad que implica en la totalidad del relato (una cualidad similar termina teniendo la escena del ataque de pánico de Sam, cerca del final).
El proceso de deconstrucción familiar proviene de la mudanza continua a partir de los trabajos de Burt –de Nueva Jersey a Arizona y de allí a California-. Los Fabelman se trasladan y lo que va quedando atrás son, más que casas que habitaron, las huellas de la identidad familiar. Los espacios que habitan se vuelven cada vez más hostiles (“¿Tienes idea de cuánto odiamos aquí?” le dice Sam a su padre), más impersonales (en especial las casas que pierden las señas que remiten a la familia: no es casual que mientras Burt y Sam en el departamento en California han perdido ese aire de familia, éste se recupera en la foto de Mitzi con Bennie) y el avance dejando atrás a Bennie, no solo tiene consecuencias en Mitzi, sino en la totalidad del cuerpo familiar, llevando las rispideces hacia una separación inevitable. La evolución de Sam en su relación con el cine va en paralelo a ese registro pero en una dirección opuesta. A medida que la familia tiende a desintegrarse, se afirma el pasaje de la condición de “hobby” infantil o adolescente hacia la idea de profesión a futuro. Un par de elementos se disponen como obstáculos a superar en ese pasaje: de un lado, la decisión de no filmar por un tiempo –cuando el dolor de lo que se filma es más poderoso que el goce de filmar-; del otro, poder moverse entre la concreción de los proyectos personales –esos que importan como grandes espectáculos genéricos y que renuevan la fascinación en quien los mira, y es por eso que la referencia inicial es a la película de DeMille y no a otra- y los pedidos o encargos que funcionan, en un punto, como legitimadores (Burt y la filmación del picnic; Mónica sugiriendo que filme el evento escolar en la playa). Por debajo de la saga familiar –que lleva consigo los cambios de la sociedad en los años 60 (ese altar de Mónica en el que conviven ídolos juveniles con Jesucristo) y la evolución de la tecnología (desde los primitivos televisores a las primeras computadoras)- Los Fabelman es la mirada que Spielberg tiene sobre el cine. Más allá de la presunción más o menos cierta de lo autobiográfico -lo cual se torna secundario-, lo que queda es una mirada sobre el cine, que parte de lo clásico y se proyecta a un presente ubicado en la generación de Sam –que es, sí, la de Spielberg-. El ajuste de la posición de cámara en la escena final, entonces, deja de ser un chiste para recuperarse como enseñanza y puesta en escena del aprendizaje que implica la evolución histórica del cine americano.
Los Fabelman (The Fabelmans, Estados Unidos, 2022). Dirección: Steven Spielberg. Guion: Steven Spielberg, Tony Kushner. Fotografía: Janusz Kaminski. Montaje: Sarah Broshnar y Michael Kahn. Elenco: Michelle Williams, Paul Dano, Gabrielle LaBelle, Seth Rogen, Mateo Zoryan, Keeley Karsten, Julia Butters, Judd Hirsch. Duración: 151 minutos.
Si te gustó esta nota podés invitarnos un cafecito por acá: