Dice Eduardo Russo en su Diccionario del cine (un libro fundamental que no sólo abunda en precisiones técnicas sino que también rebalsa de buena escritura) que el encadenado es una forma de fundido y que éste puede ser breve o prolongado. Que se utilizó, sobre todo en las décadas del 30 y del 40, para puntuar la narración cinematográfica. Y que de acuerdo a su duración se podía dar a entender una cosa u otra: “un encadenado breve podía sugerir un contraste dramático entre dos situaciones, o un rápido paso del tiempo”. “Ejecutado de forma más lenta, solía cobrar otros sentidos: la sucesión de imágenes en la memoria de un personaje, el resumen en breves fragmentos de un largo plazo de tiempo…”, afirma Russo, para luego enumerar una serie de ejemplos en algunas películas de Coppola y concluir la entrada con una definición más poética que técnica del recurso citado: “Magias parciales del cine ante las cuales la cinefilia no cesa de inclinarse”.
Algo de esta magia, algo de esta poética, pero también algo más, ofrece Ignacio Ceroi en Qué será del verano, su bellísima segunda película, sobre todo en un pasaje específico en el que un fundido encadenado prodigioso hace que la verosimilitud del relato, aun sin abandonar del todo el tono realista y documental, se pierda en el terreno de lo exótico y lo fantástico. Pero para llegar a ese momento primero hay que detenerse unos minutos y prestarle atención al argumento de la película, simple en apariencia, que el propio Ceroi cuenta en las escenas iniciales: Mariana, su novia, se va a estudiar a Francia durante un año y él la visita un tiempo después, aunque sólo por tres meses. Una vez allí, el director compra una cámara HD portátil con el propósito de registrarlo todo. Al conectarla se encuentra con una serie de videos caseros filmados y protagonizados por un hombre que le llaman la atención. Entonces decide escribirle para hacerle una propuesta (el hombre de los videos, al que la pareja nombra provisoriamente como Jean-Pierre, es el antiguo dueño de la cámara): “me gustaría hacer algo con ellos”, le aclara Ceroi. “Algo relacionado con el cine”. Declaración de intenciones y primera pista de lo que está por venir. La respuesta del hombre, que en realidad se llama Charles, no tarda en llegar y le hace saber a Ceroi que le encanta el cine pero que no imagina de qué manera podrían ser utilizados esos videos. Y agrega: “supongo, además, que no tengo forma de detenerlo”. Segunda pista y la promesa de aventura que se instala casi sin que lo notemos. En un tercer mail, Ceroi le explica que la idea es “jugar a imaginar un poco su vida” y le pide a Charles que le cuente en unas pocas líneas lo que recuerda de los videos. Todo esto, contado por la voz en off del director, sucede mientras vemos a Charles jugando con sus perros y filmando la cotidianeidad de su familia. La respuesta a ese tercer mail se demora pero finalmente llega: “estuve trabajando en lo que me pidió. Estoy viejo y los recuerdos son un poco confusos. Espero que le sirva de todos modos”. Corte y el título de la película que se imprime sobre un fondo negro mientras los arpegios dulces de una guitarra -los mismos arpegios que escuchamos al principio, cuando Mariana recibe a su compañero con una sonrisa en una terminal de Toulouse, y que también escucharemos sobre el final- vuelven a sonar.
Juego e imaginación, recuerdos y confusión, viaje, aventura y repetición de un tono, de una cadencia narrativa que tiene más que ver con las ganas de contar bien y sin prisa una historia que con la imposición deliberada de la nostalgia por aquello que ya no puede ser. Todo esto tiene Qué será del verano, una película que respira los aires de Miguel Gomes, de Mariano Llinás y hasta de Chris Marker, pero que sin embargo cuenta con una atmósfera propia; y aunque no hay forma de saber con exactitud en qué momento el registro documental deja de ser tal para volverse pura ficción, puro artificio, sí podemos arriesgar y señalar -provisoriamente- el punto donde eso empieza a ocurrir, que es cerca de los veinte minutos, cuando Charles le cuenta a Ceroi -y a nosotros- que hubo un momento en que su situación económica no era la mejor, que se estaba quedando sin ahorros y que por tal motivo decidió contactar a un viejo amigo de la familia, ahora diplomático de la embajada francesa en Camerún, quien finalmente le propuso trabajar como su chofer en aquel país africano. Entonces Charles viaja, pero aquí Ceroi no nos muestra la cronología de ese movimiento sino la composición formal y fantástica del mismo, recurriendo a un fundido encadenado que involucra un zoom sobre los ojos parpadeantes de un gato negro (ronroneo ensoñador incluido) que lentamente se funde con un travelling sobre una ruta nevada que a su vez se funde con el plano aéreo de unas montañas tomadas desde un avión. Corte y caída elíptica en un descampado donde unos jóvenes africanos juegan al fútbol. El milagro acaba de suceder. Porque si hasta ese momento las imágenes de Qué será del verano podían ser perfectamente identificables con uno u otro hacedor, ahora tenemos tres planos fundiéndose y liberándose de toda posible asimilación. Primero, porque no hay un animal con más presencia cinematográfica y que a la vez convoque tanto al fuera de campo (el zoom sobre los ojos refuerza la idea) que el gato; y segundo, porque no hay referencia subjetiva para las imágenes de la ruta y las montañas más allá del relato de Charles en el que habla de un viaje realizado hace tiempo. Pero ocurre que el propio Ceroi también realiza un viaje, como se ve desde el principio. Por lo tanto, esas imágenes pueden ser de ambos, o de ninguno de los dos. Ocurre, también, que ese gato negro es el que pierde a los perros de Charles en un primer momento para luego aparecer con ellos ya incorporado a la aventura. Es decir que estamos ante una película que ejerce una simetría inicial en pos de un desborde futuro. Ese pasaje lo comprueba. Ese minuto veinte de la película, ese fundido encadenado, es el momento en donde todo cambia: el relato, que empieza a ofrecer las incertidumbres de todo viaje; la música, que de repente se vuelve más aventurera y la noche (el horario predilecto de los felinos para moverse), que se hace presente para profundizar el extrañamiento de la odisea. Ese minuto veinte de la película es el momento en el que Ceroi, conjugando el misterio, el movimiento y la elevación, entiende que toda imagen, ya sea propia o ajena, y aun cuando su registro nos remita al realismo más cotidiano y elemental, tiene siempre alguna fantasía que ofrecer, alguna clave oculta que descifrar, algún sentido sublime que descubrir. Ese fundido encadenado, esa transición suave, onírica (no olvidar el ronroneo), es el momento en el que la película de Ceroi nos prepara el terreno para una deriva tan incierta como placentera. Ya no hay forma de volver a partir de entonces, ya no hay rastro ni huella que seguir. Solo queda entregarse y dejarse llevar, elevarse y mientras tanto fundirse hasta perderse como en ese minuto veinte; o como en los últimos planos, donde ya no aparecen ni Charles, ni Ignacio, ni Mariana (aunque sí sus filmaciones; aunque sí su gata Tundra). La razón es tan simple como el argumento inicial: a esa altura la película ya no es de ellos sino nuestra. A esa altura, Qué será del verano ya pertenece al cine.
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