Atención: Se revelan detalles del argumento.
Carancho es una frontera en el cine de Trapero. Es el punto que marca la imposibilidad de seguir con lo local como elemento narrativo y como sostén productivo: ya no hay historias particulares por contar en un territorio identificable y la narración del dolor, que había empezado en Nacido y criado, ya había llegado a su límite. A partir de ese momento empieza el Trapero internacionalista: deja de lado al narrador, pasa a un segundo plano la rusticidad física de su cine y se convierte en un diseñador. Las historias que contaba en Elefante blanco y El clan podían ser interesantes, pero a la raíz local que subyacía en ellas se la comía la prolijidad pretendida y la mescolanza con lo extranjero. El cine de Trapero abandonó las asperezas y suavizó sus formas con criterio de distribución internacional: ficciones calculadas, armados precisos pero esquemáticos que priorizaban la estructura por sobre cualquier desborde. El cine de Trapero, que ya era industrial por sus presupuestos, se volvió similar desde la concepción cinematográfica.
La quietud representa una profundización de ese camino. Los rastros de lo local ahora se han borrado casi en su totalidad -un cartel en una autopista, la declaración de Esmeralda (Graciela Borges) en el juicio son anecdóticos y forzados-. El internacionalismo no necesita de excursiones pagas en otros territorios: alcanza con diseñar los espacios en donde transcurre el relato, prescindiendo de las referencias. La estancia que da nombre a la película es un no lugar –como los aeropuertos que en la película implican los reencuentros de los personajes- carente de identidad propia, acentuada al quitarle todo rastro personal, más allá de las fotos familiares. ¿Qué historia puede contarse en ese espacio? ¿Qué personajes pueden habitarlo y darle un sentido? La estancia carece, entonces, de toda entidad dramática: los sucesos importantes ocurren fuera de ella. Su función parece ser la de garantizar que la historia puede ocurrir en un (no) lugar que puede ser reconocible para un espectador de cualquier lugar del mundo.
De alguna manera La quietud se presenta como una mirada en espejo de la familia de El clan, con la salvedad de que allí donde antes dominaba la testosterona y la adrenalina, alimentada por los deportes y los secuestros, aquí son las mujeres las que ejercen el control, especialmente después de la muerte del pater familias. El peso narrativo se desplaza a las dos hijas, Mía (Martina Gusmán) y Eugenia (Bérénice Bejo) aunque se sostenga en el entramado de la relación con los padres. La diferencia es que mientras El clan se asentaba en la irreversibilidad del vínculo y en la imposibilidad del corte, aquí se apuesta por una película sobre los hijos: sobre el lugar que ocupan en el entramado familiar y sobre el deseo de tenerlos, que se articula entre las dos mujeres y los dos hombres que deberían servirles de proveedores de la concreción del deseo, Vincent (Edgar Ramírez) y Esteban (Joaquín Furriel). El problema es que el peso simbólico sigue residiendo en el padre (aún imposibilitado) y la madre (como heredera del poder de decisión familiar) y es tan fuerte que la idea de los hijos como centro se desdibuja hasta casi perderse.
Sin embargo, como en El clan lo que pretende imponerse, más que la potencialidad del vínculo, es una construcción de familia que excede los lazos sanguíneos. La familia aparece en ambas como una fuerza centrípeta que arrastra todo lo que la roza. Los lazos que en el caso de la familia Puccio estaban cifrados en una comunidad de intereses –y que de manera perversa incluía a los secuestrados que “compartían” el espacio de la casa familiar-, aquí aparecen ya no solamente ligados a esos intereses –la relación entre Nicanor y Augusto (Isidoro Tolcachir) y Esmeralda-, sino también a la necesidad de Mía y Eugenia de mantener dentro de ese espacio a Vincent y Esteban, a pesar de que las relaciones se sostienen en el ocultamiento. De ese punto, surge un elemento importante para entender la idea de fondo de la película: la institución familiar está atravesada por el silencio, el ocultamiento, la negación de la verdad en la circulación interior entre sus miembros, a la vez que se la expone ante el espectador. Ese movimiento que une a las dos últimas películas de Trapero, que podría verse como un privilegio de la mirada que construye la película para el espectador, lo convierte en una suerte de cómplice. El espectador es, en ese sentido, como la cámara que sigue a Mía en la secuencia del comienzo en la que entra en la estancia: está obligado a seguirla pasivamente, con un ángulo de visión cerrado y recibiendo solo lo que se quiere mostrar. La ausencia de un trabajo sobre segundos planos no solamente implica la reducción de la mirada a un espacio bidimensional estricto, sino que además impide encontrar puntos de fuga –o de anclaje- más allá del núcleo de la historia, que establezcan sugerencias, contradicciones o paralelismos sobre los cuales asentarse.
No sería, en todo caso, lo más cuestionable de una película cuya narrativa se encierra en un encadenamiento alternado de situaciones triviales con otras de progresión dramática que, en su irrupción de manera abrupta, ponen de relieve el forzamiento y su ausencia de justificación. Si el desmayo de Augusto en el juzgado puede resultar previsible en relación a un momento de tensión, su derivación en un ACV es un primer indicio de la pobreza que asumirá La quietud cada vez que deba hacer progresar su relato. Pero Trapero insiste, y suma no solamente los cruces de las parejas –sin establecer cuáles son las relaciones previas entre ellos, lo cual es deshonesto con el espectador, y con el aparente único criterio de insertar escenas de sexo-, sino también la declaración de Esmeralda en el juicio, el hallazgo por parte de Mía del libro de actas en el portafolios de su padre y el relato que Esmeralda hace sobre el maltrato sufrido de parte de su marido. Sin embargo, el climax de ese forzamiento innecesario es la secuencia del velorio de Augusto. Con pretensiones de tour de force encabalgado sobre la idea de plano secuencia, la cámara va siguiendo a los personajes que parecen no poder parar de moverse y de reclamar a los otros. O extorsionarlos. La secuencia es una excusa para un virtuosismo vacío que se desarma cuando se comprueba que tanto el reclamo de Mía a Vincent, como el de Esteban a Eugenia, pudieron haberse producido con más naturalidad –y rigor narrativo- en escenas previas. El accidente con que se cierra la secuencia –habría que pensar en esa fijación de Trapero por los accidentes, aún cuando aquí es absolutamente gratuito, a diferencia de los de Nacido y criado y Carancho– es la irrupción simple y llana de un deus ex machina que pretende cerrar el círculo virtuoso con un elemento tan violento como innecesario.
Esa liviandad narrativa, supeditada a una forma sin contenido ni justificación, presenta por primera vez huecos notorios que parecen la obra del descuido y el apuro. Trapero olvida a sus personajes en algunos momentos (¿por qué, si Mía y Eugenia compartían la habitación en el hospital tras el accidente, no vemos a Eugenia, cuando Mía recibe el alta y se va de la habitación?) y se despreocupa de ellos en otros (el rol de Nicanor en la estructura que deriva en el juicio, el final en el que Esteban y Vincent desaparecen de la historia sin ninguna explicación), dejando la sensación de que quizás por primera vez en toda su obra, los personajes son objetos de uso, material descartable que prescinde de un rol dramático o narrativo. Ese giro que podría ligarse al capricho, se torna peligroso en los momentos en los que se hacen irrumpir temas de una densidad mucho mayor que las que suponen una disputa intrafamiliar. De allí que la declaración de Esmeralda en el juicio tiene una particularidad: si bien se torna previsible hacia dónde derivará una vez que empieza a responder las preguntas, la ausencia de todo indicio previo la torna arbitraria. Porque, a fin de cuentas, de lo que se trata en esa escena es de la apropiación de inmuebles de personas secuestradas por las fuerzas militares de la última dictadura. Y, a diferencia de lo que sucedía en El clan –en la que la dictadura se cifraba en una contigüidad temporal y de prácticas-, el desplazamiento que implica La quietud hacia el presente parece configurar una concesión antojadiza a un pensamiento progresista que no encaja con la narración propuesta. Puede decirse, sin exagerar, que La quietud hace un aprovechamiento de lo temático relacionado con la dictadura, similar al que utilizaban algunas ficciones surgidas en los primeros años de la posdictadura: hay aquí, como en ese entonces, un acercamiento mayor al morbo que a encontrar una narrativa para reconstruir ese pasado.
De la misma manera, la violencia de género que involucra el relato de Esmeralda a sus hijas de las humillaciones a las que la sometió Augusto en el pasado parece impostado, y en todo caso, parece justificar la que quizás sea la única gran escena de la película (Esmeralda diciéndole al cuerpo inanimado de su esposo, “Morite, hijo de puta” es el único momento creíble y de intensidad no fingida de toda la película). Pero semejante relato no genera reacción en sus hijas (¿es posible que ninguna de las dos se conmueva mínimamente como mujer ante ese relato? ¿es posible que ni siquiera le pregunten algo y que todo lo que hagan es dejarla sola en el parque?) y parece un intento desesperado por agregar una zona de oscuridad que termina careciendo de función dramática.
Ambas alusiones –a las formas privadas que asumió el terrorismo de estado y a la violencia machista- en su formulación recortada del entorno, tienden a construir una imagen que compromete a la película. Unas y otras parecen señalar la distancia entre el mundo del padre y de los hijos, en virtud de lo que saben de los actos de los otros. Que del lado de los padres se señalen dos elementos de tanto peso simbólico e histórico, tiende a proteger a los hijos bajo el escudo del no saber. Ahora, ¿resulta creíble que Mía no sepa, no sospeche, no recuerde ningún detalle sobre los actos de sus padres, si es ella misma la que en la discusión con su madre en la cena, resalta la diferencia entre “dictadura” y “gobierno militar”? ¿Es lógico que su reacción sea entregar a Esteban el libro de actas que guardaba su padre , sin preguntar nada, sin averiguar nada? (aparte, es una escena vergonzosa, en tanto explicita innecesariamente, poniendo en la tapa del libro de actas el nombre de la Esma, como si además en la dictadura todo se hiciera de manera explícita y dejando las huellas de lo que se hizo).
Esa suma de forzamientos y desaciertos en que incurre La quietud son peligrosos. Por un lado, porque su concepción profesional engaña respecto de lo que tiene para ofrecer. Por otro, porque su referencia a temas de peso o actualidad, puede inducir a pensar en una trascendencia que el relato no tiene. En el contexto del cine argentino, la película de Trapero significa un retroceso de más de veinte años, en tanto recupera las formas de lo supuestamente correcto y lo explícito que dominaron hasta mediados de los 90. Pensada a sí misma con una importancia que no tiene, despegada de toda capacidad de sugerencia, La quietud es cine viejo, que pide a gritos la irrupción de nuevas formas y películas que salgan a combatirlo, como hizo el propio Trapero en el pasado.
Aquí puede leerse otra crítica de la película.
La quietud (Argentina/Francia, 2018). Guion y dirección: Pablo Trapero. Fotografía: Diego Dussuel. Montaje: Alejandro Brodersohn. Elenco: Martina Gusmán, Bérénice Bejo, Graciela Borges, Edgar Ramírez, Joaquin Furriel. Duración: 117 minutos.
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