El concepto de obra en un artista puede volverse difuso. ¿A qué nos referimos cuando decimos que ha creado una obra? En general, es una idea que sobrevuela y se confunde con otra más mundana, menos profunda, más pedestre: la de carrera. La carrera supone una serie de hitos que se van eslabonando a lo largo del tiempo independientemente de los logros que cada uno de ellos implique. En el caso de un músico, puede estar marcado por la conjunción de presentaciones que los abrieron al conocimiento masivo, discos editados, giras más o menos maratónicas y cruces con otros músicos. La carrera implica tanto movimientos de continuidad como de ruptura: están allí, unos al lado del otro, con la pretensión de dar cuenta desde un músico desde cierta tangibilidad. La obra, sin embargo, es otra cosa. Se acerca a lo intangible, desecha las categorizaciones previas de lo importante, de la acumulación de grabaciones. Se vuelve un proceso constructivo continuo que sobrevive al artista, en tanto incita a la continua revisión y revalorización (¿cuántos artistas comenzaron a ser valorados de manera consecuente después de sus muertes -pienso en Vivian Maier y sus fotografías encontradas en una valija- o cuando ya se habían retirado de la escena pública –como el cantante Sixto Rodríguez-?)
El personaje, el músico Ricardo Vilca ya fue visitado en un documental estrenado hace unos años. En Vilca, la magia del silencio, Ulises de la Orden reconstruía su derrotero desde el anonimato jujeño al reconocimiento del que gozó en sus últimos años. Allí, la obra se entrecruzaba con la carrera y es por eso que, tal vez, el momento que lo resume es su participación en un show de Divididos (hay que recordar que ya en 2002 el grupo había grabado su Guanuqueando, canción con la que se cerraba el disco Vengo del placard de otro y donde el propio Vilca tocaba la guitarra como invitado). En ese cruce entre la canción elegida por otros como un símbolo y el show como trasvasamiento de géneros musicales se cifraba el recorrido de aquel documental. El de Javier García, en cambio, va por otros caminos. Elige, por cierto, a muchos de los entrevistados que participaron de aquel otro documental (sus dos parejas, sus hijos, los músicos que lo acompañaron, su amigo fotógrafo) pero pone a la obra musical en un plano relativo, como sustento que le sirve para construir al personaje con la conciencia de ir más allá de ello. Hay algunos momentos en los que aparece Vilca tocando su guitarra a lo largo del documental –especialmente en el comienzo y en el final, en lo que parece funcionar como un marco del relato- pero no se revelan como los más importantes ni los más significativos. Lo que tiene mayor peso son las palabras. Y es allí que familiares y músicos parecen componerse como mundos antagónicos. Una imposibilidad subyace en Vilca para unir esos dos elementos entre los que parece estar obligado a fluctuar (el laboral, puente entre los dos, termina asimilado incluso en su incursión docente, con lo musical).
El recuerdo desde ambos lugares coincide: Vilca encontraba en la música todo lo que necesitaba. Ese mundo era el único que podía sostener al otro, escudado entre la ciudad (el primer matrimonio y los hijos de esa unión, la consagración musical) y la puna (la segunda mujer, los hijos más jóvenes y la tranquilidad para componer), pero como no pudiendo corresponderse con ninguno de ellos. La oposición que el documental traza en algún momento, focalizada en el relato de las dos mujeres, no solo habla de dos Vilca diferentes, sino que parece que el único hilo conductor entre ambos fuera la música.
Hay, entonces, un giro interesante que hace el documental en ese sentido. Si lo familiar aparece como un espacio distanciado de lo musical (aun cuando su primera mujer es coautora de alguno de sus temas), lo que genera Vilca es la construcción de una familia musical. O para decirlo de manera más precisa, lo que hizo es reunir los fragmentos dispersos de esa familia. Por esa razón, la celebración de los días siete de enero termina convirtiéndose en la columna que vertebra el relato: el ritual cada vez más expandido desde la convocatoria original que recuerda Mercedes hasta la multitud de artistas y amigos que convergen en el presente. Lo que Vilca organiza alrededor de lo que llama “el árbol de la amistad” es una juntada que recupera un linaje perdido y que señala un lugar de confluencia. Los músicos no se perciben, en esa dimensión, como simples acompañantes. El lazo que los une es más profundo: desde quien le recomienda parar con la bebida y la nocturnidad hasta el relato de las discusiones por el dinero de los shows, todo parece enmarcado en una suerte de saga familiar que no requiere de lazos sanguíneos, sino de presencia.
En esa configuración que se propone hay que explorar, entonces, un nuevo significado de la obra. Que aquí se postula incluyendo lo musical pero excediendo lo artístico. Si Vilca se convirtió en quien es, se debe a su música (más por su ruptura definitiva con los códigos de la música de la puna jujeña que por la calidad individualizada en canciones o discos), pero por sobre todo a la constitución de un espacio inclusivo que tendió puentes constantes con otros músicos. Vilca mismo se revela como un puente musical (un hombre entre los sonidos de la Puna y la fascinación por Bach, John McLaughlin o Santana, o por la sonoridad del tambor en un tema de Rush), su vida y su obra están marcadas por ese tendido que enlaza territorios aparentemente irreconciliables. San Telmo y Humahuaca. Calles y escenarios. Soledades y multitudes. Todo conjugándose y unificándose en la persona antes que en el músico, sin que se puedan percibir escisiones. Eso que se verifica notablemente en el contraste entre la casa de Oscar Sierra, uno de sus músicos y la de Lucio Boschi, el fotógrafo. Es justamente en ese punto donde se manifiesta visualmente lo que los músicos recuerdan: Vilca los metía en su mundo, los arrastraba hacia él para unirlos en un espacio común. En ellos y en todos los entrevistados, la presencia de Vilca es una marca imborrable que hace que la obra se continúe en su ausencia. Y es que para todos parece tratarse de eso que dice, en algún momento, Abraham Dip, el productor del primer disco de Vilca: “A mí me cambió la vida. Porque encontré algo por qué luchar”.
Ricardo Vilca: Quebrada, música y silencio (Argentina, 2023). Dirección: Javier García. Guion: Germán Loza, Javier García. Fotografía: Andrés Rocca, Martín Frías. Música: Ricardo Vilca. Duración: 124 minutos.
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