Conociendo las películas anteriores de Álex de la Iglesia, al arrancar un análisis sobre su nuevo trabajo El bar, lo inevitable es colocar la vara bastante alta. Seguido, descubrir que el título, el afiche de promoción, y si se quiere el tráiler, encierran por completo la acción dentro de un solo escenario. Esa premisa, esa apuesta que se revela antes de comenzar la película para los que ponen la vara alta, recuerda inmediatamente a la comedia Mi gran noche (2015), con los personajes encerraros en un estudio de televisión. Pero El bar no es una comedia, y tampoco se aferra por completo al género del terror, como el director anticipó en alguna entrevista.

A lo Woody Allen, Álex de la Iglesia tiene sus actores fetiche. En este caso, reaparecen Blanca Suárez y Mario Casas como protagonistas, al igual que lo hicieron en su anterior película. Sus grandes actuaciones disimulan un guion flaco en el que varios condimentos se presuponen pero no se terminan de cocinar. El resto del elenco funciona igual, supera la vara y aporta reminiscencias a personajes de otros éxitos, aunque a estos de El bar les costará mucho más quedar en la memoria emotiva de los espectadores. Simplemente, todo lo que ocurre adentro de ese escenario catastrófico resulta predecible, y la lógica evolución de los personajes no sorprende ni destruye lo que uno puede presuponer de ellos.

Rápidamente quedamos encerrados en El bar. Un asesinato advierte que quien salga de esta locación correrá la misma suerte. Funciona como contención para que se desarrollen las relaciones entre personajes bien arquetípicos y diferentes: una chica sexy, un hipster, una ludópata, un linyera, un mozo y el argentino Alejandro Awada con un personaje poco atrayente que terminará saliendo de pantalla sin pena ni gloria.

El contexto, lo que amenaza a los atrapados en El bar, nunca termina de definirse. Por más conjeturas de los personajes, o explicaciones que Álex de la Iglesia dio en entrevistas, todo lo que acontece fuera del bar no se muestra. Solo una valla, algunos policías, pero nada de razones que confirmen lo que los personajes sospechan. Y si bien el foco está puesto en las reacciones de ellos, en las miserias que cada uno expone para salvarse y sobrevivir a la odisea sangrienta y viral, el espectador necesita certezas para tomar real dimensión del peligro, para asustarse o generar empatía. Y eso nunca ocurre.

¿Suspenso? ¿Terror? ¿Acción? El género, aunque las acciones atrapen y el espectador quiera saber cómo irá a terminar, no termina de definirse. Y aunque podría ser positivo, eso de no definirse o aunar herramientas de cada género, en algunos detalles se crean ciertas expectativas que no se cumplen, que desorientan. De arranque, cuando la primera víctima cae frente a la puerta del bar, la intersección que previamente se muestra transitada por muchísimas personas, queda desierta en segundos tragicómicos, teatrales, carentes de realidad. Esa primera impresión, reforzada luego con la presencia de unas guasas jeringas de gran importancia para el relato, destruye la sensación de realismo. Pero El bar llega hasta ahí, no derrapa como Acción Mutante o El Día de la bestia, y deja bronca.

Tampoco hay demasiada «acción». Ni los tiros, ni la sangre, ni las peleas le ganan el timón a los valores humanos de los personajes. El contexto que no aparece, que no se confirma visualmente, amputa toda presunción del género. Y tampoco hay demasiado terror, ni siquiera en el tramo final cuando la acción se traslada a las alcantarillas infectas y oscuras. No asusta, no acecha, ni supera la vara de La habitación del niño (2006) o los siempre terroríficos payasos de Balada triste de trompeta (2010).

Sin clavar la vara alto, El bar entretiene, arranca alguna sonrisa y genera algo de suspenso. Sin conocimiento de los grandes personajes creados en películas anteriores, el linyera de Jaime Ordóñez o el hipster de Mario Casas pueden sorprender. La belleza hipnotizante de Blanca Suárez, la cantidad de primeros planos de sus tetas, sus piernas y su culo, a las claras muchos más que los destinados a sus compañeros de elenco también faltos de ropa, atrapan a un espectador caliente y pasatista. Bastante por debajo de la vara, El bar de Álex de la Iglesia podría dividirse en tres: supuesta acción afuera, en un contexto casi sin mostrar; comedia bizarra adentro, durante la presentación de los personajes en el bar; y un terror predecible y flaco, desagotando por las alcantarillas en un final con gusto a poco.

El bar (España/Argentina, 2017), de Álex de la Iglesia, c/Blanca Suárez, Mario Casas, Carmen Machi, Jaime Ordóñez, Alejandro Awada, 102′.

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