Hay dos películas que tienen a Pilar Gamboa como protagonista. Hay dos interpretaciones que, más allá de la otra decena de trabajos en los que participa, configuran su imagen cinematográfica, su imagen de mujer partida en dos, imponente desde la mirada, desde esos ojos oscuros y enormes, pero quebrada por dentro, como queriendo desaparecer o volverse invisible, como queriendo no estar ahí. La primera es Lo que más quiero, de Delfina Castagnino. La segunda es El incendio, de Juan Schnitman
En ambas películas, diferentes en su tono y en su estructura narrativa, el personaje de Gamboa se construye a partir de ese devaneo entre equilibrio e inestabilidad. En ambas películas está sola, no tiene familia, al menos de forma presente, y apenas unas pocas amigas (María Villar en Lo que más quiero; Valeria Correa en El incendio). En la ópera prima de Castagnino su padre acaba de morir y ella debe hacerse cargo de todo; en la película de Schnitman es el entorno familiar de su novio el que la rodea y condiciona, mientras que su familia queda fuera de campo, aun cuando de manera omnisciente participa del motivo que desata la crisis. En Lo que más quiero los planos son más estáticos, producto de una latencia interna, contenida en el interior de los cuerpos; en El incendio, la abundancia de planos secuencia justifica la inestabilidad del paisaje transitado por la pareja.
En la película de Castagnino los planos alternan dos tipos de momentos: los de distracción y descanso (la montaña, la playa, la plaza) y los de la actividad vinculada al trabajo (la leña, los caballos, el aserradero). En los primeros, Gamboa pareciera esforzarse por pasar inadvertida, pareciera intentar desaparecer: “Estoy dormida”, le dice a Villar en la playa, cuando unos chicos se acercan a hablar con ellas. En otra escena, ocupa el asiento trasero de un auto, casi fuera de cuadro. La vemos o la oímos, pero su presencia tiende al desvanecimiento, a la pérdida voluntaria de peso dramático. Hay una intención de no aparecer, una potencia auto limitada para lograr la invisibilidad. Por el contrario, en los momentos de trabajo es la imposición de su cuerpo la que muestra la dificultad para hacerse cargo de las cosas: “No puedo”, dice al intentar amansar un caballo. Lo que allí se expone es la fragilidad de la interacción con el mundo y la grieta interior generada por el duelo que le impide gritar su dolor. Sensación de angustia traducida luego en la escena de los disparos en el campo: allí Gamboa es interrumpida por Villar y abandona el cuadro sin decir nada, no sin antes gatillar un par de veces. Esos disparos son su grito interno, seco, sin emoción (la cámara se posa bien cerca de su cara, que se mantiene inmutable), y de algún modo anticipan la violencia, tanto física como emocional, de su personaje en El incendio.
En esos planos cercanos la belleza de la actriz cede al misterio, es pura interioridad, puro fuera de campo intraducible e inalcanzable. Su cara y sus ojos se tornan enormes, potentes, pero parecen estar siempre a punto de romperse, de quebrarse. Entereza provisoria y autoimpuesta que desnuda su vulnerabilidad a fuerza de repetición, como en la escena del aserradero, en la que el discurso armado para comunicarles (uno por uno) a los obreros la decisión de cerrar el lugar se va debilitando y perdiendo seguridad al ser pronunciado una y otra vez. O como en la película de Schnitman, cuando la angustia interior le impide contenerse frente al médico. Son dos planos largos y frontales en los que Gamboa ensaya una forma del automatismo para enfrentarse al mundo, pero que inevitablemente terminan derivando en una confesión de su personalidad quebrada. Son dos planos en los que su fragilidad interna se exterioriza y toma cuerpo en la voz y en unos ojos apagados que lentamente comienzan a empaparse: en un momento Villar le pregunta si está bien, y el “sí” que responde Gamboa es un sí entre lágrimas, ambiguo, tembloroso, que contradice el estado de ánimo en el que la vemos. Es una simulación para su amiga (y para el mundo que está detrás, viniéndosele encima) y una confesión para nosotros, interioridad rota de un cuerpo vencido que en El incendio también se intenta disimular cuando el agua de la ducha cae sobre el rostro de la actriz y se mezcla con su llanto. Esos gestos definen su forma de ser en el cine, su forma de habitar las películas. En la reciente El Pampero, de Matías Luchessi, su personaje también se encuentra solo y desamparado, y el único refugio posible es el barco sin rumbo de un hombre (Julio Chávez) que también huye, vaya uno a saber de qué.
Lo que en la ópera prima de Castagnino es contención de la forma y las emociones, en la de Schnitman (también primera película) es explosión y latencia de muerte que acecha de manera permanente. En ambos casos el cuerpo de Gamboa se convierte en el territorio donde todas esas sensaciones son puestas en tensión. La organización formal de El incendio responde a la idea de pareja como mundo hecho de dos: hay dos abrazos que anuncian la confrontación y la reciprocidad de los cuerpos como la única manera posible de convivir, hay dos peleas y dos escenas de sexo que se complementan: la primera de esas peleas se da en un tono de juego donde el sexo se vuelve apenas una promesa futura. En la segunda pelea, la violencia del encuentro gana el espacio y se funde con el sexo: Gamboa toma la mano de su novio (Juan Barberini) y la lleva a su cuello. Hay dolor y hay goce en simultáneo, su cuerpo se desdobla y pelea contra sí mismo. Es otro gesto donde su estado de ánimo se exterioriza al tiempo que esconde una negación del entorno que la contiene. Gesto que en su papel en La flor, de Llinás, sólo puede ser intuido, porque allí el desdoblamiento de su personalidad se da fuera de campo. Su conversión felina se prefigura por los maullidos que salen del cuarto donde se encierra para tratar a una persona enferma, pero su cuerpo es el que se nos escapa, su figura es la que desaparece.
La imagen de Pilar Gamboa en el cine parece estar construida a partir de esta lógica de la invisibilidad como anhelo, de un deseo inconsciente e incontenible, de no querer pertenecer, de no querer estar en el mundo, aun cuando en más de una ocasión la cámara encargada de registrar ese proceso haga de la fragilidad interna de su cuerpo y de su voz una figura que se impone sin pretenderlo. Pareciera ser que cuando más cerca estamos de su cara y de sus ojos, más es lo que se nos escapa, más lejos estamos de comprender lo que le pasa: cuando su imagen llena la pantalla, lo que se adivina detrás es un vacío impronunciable, un silencio profundo que la anula; cuando su cuerpo se vuelve diminuto, el espacio permite aventurar un destino posible. Por eso el plano final de Lo que más quiero, a diferencia del inicio de la película, que nos la presentaba cercana pero de espaldas, la encuentra ahora de frente, sentada sobre la vegetación frondosa de un bosque del sur, perdiéndose en el fondo de la imagen, ya lejos de todo e inalcanzable. Ya libre acaso.
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