El que tiene el arma dice la verdad.
¿A quién no le gustan las películas de venganza? ¿Acaso hay un catalizador biológico de mayor intensidad e identificación que el tándem víctima-victimario? Seguramente sea la más franca materialización del inconsciente y la posibilidad de identificación más plena en el anonimato oscuro de una sala. La que sostiene el trazado de toda línea divisoria entre personajes, apuntando sin concesiones a nuestros condicionamientos reactivos ante lo que consideremos despreciable u honrado. ¿No es esta puesta en marcha un substrato necesario para toda dramaturgia? ¿No hay deleite en ver cómo se cobran los platos rotos? ¿Acaso aquellas personas que huyen de estas pulsiones interiores sean asépticas a su propia sombra? Me recuerda al comienzo de La novia de Frankestein, cuando James Whale en su prólogo le hace decir a Elsa Lanchester (personificando a Mary Shelley) que “ciertos espectadores necesitan algo más intenso que una linda historia de amor”. Pues, suscribo. Y mucho más importante: toda la historia del cine lo avala.
Genealogía I. Ver Cenizas del Pasado es apreciar un formulismo que se trastoca, el de un linaje que, abordado con espíritu trascendente, parecía estar ceñido a la dureza crónica de sus especialistas. Es fácil retrotraerse al rostro fruncido de Eastwood o al pétreo Lee Marvin despachándose por corredores fragmentados; ni hablar del ángel emblema de la justicia por mano propia encarnado en Charles Bronson. Todos ellos -y tantos otros, como por ejemplo Liam Neeson en los últimos años- vehiculizan el inconsciente catártico del espectador medio, valiéndose de cualidades míticas que empoderan el imaginario popular de lo que podríamos llamar el héroe de la violencia empática. Ante un panorama tan adamantino, la aparición del rostro indefenso del novicio Macon Blair en el rol de Dwight puede causar una risotada ya planificada. Su director, Jeremy Saulnier, caracteriza en un perfil de personaje amateur e improbable al motor de su venganza y, contra todo atavismo, inicia su drama donde la tradición del género por lo general concluye. Interesándose por los efectos más que por sus causas, por la propagación kármica y su descendencia, más que por la genealogía que lo ampara.
En el año 2007 Saulnier había filmado Murder Party, ópera prima que lamentablemente no tuvo mucha relevancia ni difusión, a pesar de poseer todos los ingredientes para referirse a ella con la tentadora nómina “de culto”. Una sagaz y, de a ratos, hilarante combinación de comedia splatter y manifiesto acerca de las pretensiones del esnobismo artístico. Saulnier le daba rienda suelta al espíritu indie y a las salpicaduras de sangre, sin por ello dejar de reírse de la bobera hípster y homenajear un amplio espectro de películas exploitation y de terror, que incluían a Halloween, de John Carpenter, como escenario principal y a un hombre lobo atravesando un incendio kruegerino que lo mutaba en un Leatherface insaciable. El resultado tuvo poco éxito comercial y artístico, motivo por el que para su siguiente película invirtió todos sus ahorros en pos de un mayor reconocimiento en festivales, apostando por un registro más sombrío y serio, aunque pergeñó un plan donde su afinidad por el absurdo, la profusa sangre y la comedia encontraron mucho más que un aclarado.
Ruina azul. Dwight es un taciturno barbudo que hace muchos años dejó atrás el sueño de casas blancas con jardines floreados y ambientes donde pululan niñeras. Ahora vive en un auto destartalado, recolecta botellas en la playa y por las noches hurga en los restos de los deshechos de Funland, el parque de diversiones de Delaware con vista al océano. Hubo un tiempo en que Delaware supo ser zona de veraneo junto a su familia. Hoy es el paisaje donde estaciona el Pontiac Bonneville azul agujereado por las balas que perforaron a sus padres. Este hogar de cuatro ruedas concretiza una abstracción que no es sólo depositaria en este objeto que otrora les perteneciera; la ruina azul del título original es una amargura endémica perpetuada por la violencia de clanes familiares en un país fascinado por las armas. Las cenizas son del pasado a merced de los que asuelan –o debería decir arruinan- los títulos foráneos.
La violencia medular de los Estados Unidos que Saulnier retrata es sintomática a la de una Nación sin la suficiente autocrítica para darse por aludida, miope a su violencia constitutiva, acostumbrada a mirar hacia afuera y apuntar con el dedo. Si lo que se busca es llevar la diatriba al terreno público y racional, lo concerniente es diametralmente opuesto: la venganza es un resorte privado sin agentes externos que medien, donde lo único que impera es la noción del sacrificio por el clan, cada cual protegiendo su rebaño al transgredirse la ley familiar. Justamente ahí, en el núcleo íntimo del hogar donde se constituye la familia y la violencia se estructura, Dwight hace su aparición. Nuestro héroe se inmiscuye en las ampulosas casas del sueño americano para hacer uso de sus instalaciones cuando sus dueños se ausentan. Su fin no es otro que bañarse, prender la tele, comer algo y beber agua; cambiarse de ropa o afeitarse y, en definitiva, sanar una herida. Es curioso cómo la cámara de Saulnier nos introduce en estos hogares contemplando en primera instancia objetos ya intervenidos -un vaso de agua a medio tomar, una tele prendida, un plato con comida- antes de hacer visible la fisonomía humana. Pareciera haber en los hogares estadounidenses una ausencia que Dwight personifica, un silencio vagabundo, un desarraigo angustiante que contrasta con el orden fingido, la calma sintética de la corrección política, la que cuelga carteles que dicen “relax” en su pared y apila juegos de mesa entre los que se divisa, justo debajo, la Ruleta Rusa.
Genealogía II. La noticia es abrumadora: Wade Cleland, incriminado por el asesinato de sus padres, salió en libertad esta mañana. Se despliega un quiebre emocional que impulsa la convención genérica y, asimismo, la regresión biográfica. El Bonneville se pone en marcha y se traslada, de Delaware a Virginia, a través de una neblina espesa. Dwight retorna a la casa de sus padres donde vive su hermana Sam (Amy Hargreaves) con sus hijas y luego se contacta con Ben, su amigo de la adolescencia. Embarcarse en esta misión significa emerger de la invisibilidad, reaprender a vincularse y asumir un rol fatídico que no sabrá interpretar.
Un puñal para filetear pescados tiene destino de yugular y sien. A Dwight lo contraatacan con una ballesta. Él se atrinchera con un rastrillo.
Por si faltaba más, una venganza que ajusticia a la persona equivocada no está exenta de humor, aunque su humor no sea umbral hacia la carcajada y, en todo caso, nos haga morder la lengua con su capacidad para desacomodarnos. Dwight caracteriza el raid con la torpeza intrínseca de todo aquel que porta un arma.
Más allá de su talante irónico, Cenizas del pasado no se vanagloria en un prosaísmo cómico; antes bien, se toma en serio. Quizás ahí radique parte de su complejo. Saulnier es eficaz creando una tensión que no nos permita olvidar que somos testigos de alguien cavando su propio foso, cometiendo error tras error, decidido a morir con tal de proteger la seguridad de su hermana y saldar las cuentas. Que Dwight lo haga torpemente no es cosa menor. Se apela a una modulación en clave humorística para subrayar el comentario admonitorio acerca de los efectos de la violencia por medio de una ineptitud coeniana, que tiene como referentes fundamentales la estupidez supina de Simplemente sangre y la violencia contemporánea de Sin lugar para los débiles. Saulnier apela a un realismo gráfico con tintes gore pero sin la rebeldía de su ópera prima ni la consistencia filosófica de los Coen, por lo que su violencia queda reducida a sí misma, sin un campo gravitacional que la comprenda. La filantropía de Saulnier es algo que los Coen desconocen, de ello se deduce cierto criterio edificante y aleccionador en la mirada de su director, que pudo apelar a la ambigüedad y a una reflexión final que confíe en la mirada gestáltica de los espectadores pero, por el contrario, nos regala un plano ideológico y redundante del menor de los Cleland lanzando su rifle.
Genealogía III. El final del recorrido nos arrastra hacia la América interior, suelo rural de rednecks contrapuesto a la media naranja de visibilidad citadina y pudiente. Dwight se adentra en el bosque en una secuencia en la que Saulnier prolonga notablemente el suspenso de la acción y equipara filosóficamente el relato al sorprendernos con otra casa vacía, esta vez la de los Cleland. Con admirable sutileza nos hallamos en otro hogar habitado por Dwight que, por si fuera poco, pasará varios días en la dulce espera y beberá litros de agua para desahogar su vejiga sobre el trono subterráneo del difunto pater familia.
Hermanadas por la violencia sistémica de la estructura que las configura, dos familias ligadas por un cordón grueso y privado se miran a un mismo espejo que, a fin de cuentas, no sabe diferenciar su contracara reflejada. Cenizas del pasado propone una retórica de alcance shakesperiano, con reyes invisibles y príncipes caídos que reformulan la coyuntura y que quizás, sumado al formalismo artificioso de Saulnier y la falta de audacia moral, logren que el cautivante revisionismo de la convención genérica en manos de un talentoso caiga en la telaraña de un snobismo del que su director hace poco se reía.
Cenizas del pasado (Blue Ruin, 2013) de Jeremy Saulnier, c/ Macon Blair, Devin Ratray, Amy Hargreaves, Kevin Kolack, Eve Plumb, David W. Thompson, ’90.
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