lu_lu_lulu-704335635-largeLulú puede parecer pesimista en un principio, pero contiene una perspectiva oscilante que se apoya sobre un aspecto controvertido de la filosofía: aquel que señala que la existencia es sufrimiento. Esa condición se revela inapelable ya que nos libera del peso individual, agudizándose el dolor humanamente universal, hasta que la pérdida de la esperanza (en este caso encarnada en el personaje de Ludmila) se vuelve insostenible.

La estructura dramática se desenvuelve en tres partes que recuerdan la obra del escritor rumano Cioran, quien basa su filosofía en una división en tres instancias similares: el nacimiento, la conciencia de la fatalidad que dicha creación conlleva en su devenir, y el regocijo de sentirse unido al resto de la humanidad a través de un sentimiento único basado en la desesperación y la consiguiente posibilidad del individuo que obtiene la voluntad apaciguadora de terminar con la propia existencia cuando así lo desee.

El guion consigue que las decisiones de Ludmila (Ailín Salas) y las inquietudes de Lucas (Nahuel Pérez Biscayart) se desplieguen con una elaborada sutileza que logra la identificación emocional necesaria para despegarse del bienestar propio e introducirse en el padecimiento ajeno. Ambos deambulan con rumbos precisos, pero ocultos tras el vagabundeo: ella abandona su hogar para vivir en la calle, dejando a su madre y su hermano pequeño a cargo de un padre mentalmente enfermo. Prefiere vivir con Lucas en un pequeño cuarto de mantenimiento en la plaza “Francia”, de forma ilegal. Usa una silla de ruedas, ya que tiene una bala alojada cerca de la columna y, aunque camina perfectamente, prefiere ir en ella y sentir la asistencia de las ruedas para trasladarse sentada, pasivamente; Ludmila no soporta el devenir y la conciencia de la muerte, y este conflicto es motor en el desarrollo de sus acciones y en el avance de un núcleo dramático en el que los objetivos se encuentran enmascarados por un existir errante.

Lucas cuida de Ludmila, o al menos eso pretende, subsistiendo entre la delincuencia y un trabajo en negro en el que junta los restos de huesos de las carnicerías en un camión conducido por “Hueso” (Daniel Melingo, el compositor de la música de la película). Lucas vive aquejado por el karma autoinfligido de ser un seismesino -de haber nacido antes- y busca reencontrarse con la experiencia que no obtuvo al nacer. Marcado por una violencia infantil, es un personaje creíble, a veces descontrolado en sus discursos.

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La intervención de la ficción en el registro documental es una decisión valiente realizada con mucha destreza, con resultados de notable belleza. Así como en el comienzo de La ley del más fuerte de Fassbinder los personajes se vinculan con un entorno que no es parte de la producción de la película sino que se integra a ella gracias a una puesta en escena muy bien definida, en la escena del subte de Lulú, los pasajeros miran a cámara, observan a Lucas hacer acrobacias o dormir en los asientos. Mientras los protagonistas caminan por la calle, son espiados con un teleobjetivo a distancia mientras detienen el tránsito y provocan bocinazos e insultos.

Las escenas improvisadas, que se mezclan con la realidad de una Buenos Aires ajetreada, son de una riqueza cinematográfica excepcional. El azar avala una estética rigurosa que transita los bajos fondos de una ciudad repleta de personas que ocultan su desasosiego tras la rutina impuesta. La elección de las locaciones desnuda una ciudad que lo engulle todo dentro de su vorágine, incluso en los rincones olvidados, como una pista de ciclismo deteriorada que parece resumir la mirada del director sobre el mundo: un continuo girar en un entorno sin escape.

Lulú plantea la reflexión sobre los conflictos existenciales de los personajes sin hacer grandes resaltados, sin grandes discursos, apoyando el dilema en el terreno de lo cotidiano, con un claro parecido al cine más destacado de Aki Kaurismaki. En ciertos momentos es cuestionable que la estilización del horror a la que apela en su estética pueda leerse como un golpe ajeno a la propia organicidad de la película, revelando la intención de molestar, de generar incomodidad en el espectador, cuando esto ya se ha logrado por otros medios. Por otro lado, hay ciertos elementos que, desconfiando de la intelectualidad del espectador, intentan explicarse acercándose a la evidencia, como la elaborada inscripción “Baby” en la valija de la escena final (que resume la conclusión de las expectativas de Ludmila de tener hijos como vía de escape de su propia vida, a diferencia de los otros personajes que utilizan la música como vía catártica), o la reiteración de la carne y el horror de la mutilación. Este intento de renovar ciertas esperanzas del cine nacional que se propone Ortega parecen depositadas en un lugar horrorosamente honesto y, en referencia a la decisión de Ludmila que dictamina el final de la película, podemos decir como Camus: “Sabemos tanto de la muerte como de los colores”.

Un detalle peculiar: el afiche tiene una estética muy similar al disco de Metallica y Lou Reed que lleva el mismo nombre.

Lulú (Argentina, 2016), de Luis Ortega, c/Ailín Salas, Nahuel Pérez Biscayart, Daniel Melingo, 87′.

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