A finales de 2015 escuché por fuentes de confianza que Cuerpo de letra era una de las mejores películas del año. Eso alimentó mi curiosidad, pero nunca pude verla hasta que fue programada en el Kino Palais en el marco del actual ciclo de óperas primas nacionales. Es importante resaltar este espacio como pequeño e importante nuevo centro de exhibición alternativo astutamente curado. Las películas son gratis y sus realizadores están presentes con ellas, dentro de lo posible. La sala es agradable y al palacio-museo lo rodean las barrancas de plaza Francia, curioso espacio que reúne desde las señoras empastadas de Recoleta hasta los pibes que desarman la feria los domingos a la noche.
Julián D´Angiolillo viene de las artes plásticas antes que del cine y parece que, además de largos, hizo instalaciones, o algo así. Pero él mismo en una entrevista se jacta de que aunque nos quejemos, las películas tienen mucha más llegada que una instalación. Y bajo esa premisa piensa Cuerpo de letra.
Mínima y monstruosa, Cuerpo de letra es una película sobre un oficio. Como Mauro (2014), y salvando las distancias de la legalidad, es una de las pocas producciones de nuestro país que insiste en acercarse a rubros crudos -de condiciones de producción muy poco felices- y en empeñarse en hacerlo con atención, severidad y dulzura, todo al mismo tiempo y, sobre todo, durante mucho tiempo. Sus protagonistas, los letristas, son seres fantasmales que pintan las paredes de las autopistas y los pasacalles que vemos al pasar con el colectivo, pintadas que nunca nos detenemos a observar del todo, palabras que nos susurran visualmente y que, sin que nos demos cuenta, se imprimen también en nuestra memoria: símbolos públicos. Esas pintadas llenan los rincones, son la resaca de la publicidad de alta gama, un producto artesanal generado por mano de obra barata.
Indeterminación controlada o caos organizado, esta película arranca como ficción y tiende hacia el documental. En el inicio, un pibe tiene que socorrer a Eze, que es un cuerpo tirado en un cantero que divide los carriles de la autopista. Este chico corre, lo trata de despabilar durante todo el camino, lo lleva abajo del puente, le prepara un fuego y lo recompone, hasta que ambos se ponen a pintar. En la escena final, el dueño de la puesta en escena es Eze en la cámara oscura. Todo lo que ocurre en el medio es una estructura difícil de sondear: rápidamente, la película abandona a Eze y coquetea con todos los demás a tal punto que se vuelve muy difícil reconocer a cada uno, sobre todo en la oscuridad de las noches retratadas. Por momentos Eze vuelve a cobrar protagonismo y las escenas en las que lo vemos aprender el oficio son de las más luminosas de la película (confieso: desearía ver mucho más de este personaje de lo que la película decide mostrar). La impecable oscilación entre un registro y otro no nos revela la falsedad de lo previo porque toda la película está filmada bajo una estética fundada por una cámara que registra desde arriba de un auto: el traqueteo de la camioneta es el unificador entre el mundo nocturno y quien lo observa, el catalizador entre el documental y la ficción que nos permite situarnos en ese lugar indeterminado. Quien observa se vuelve partícipe y cómplice. Hay una vibración frenética que mueve los cuerpos a los que la cámara se acopla, pintando con ellos, componiendo en conjunto un escenario coral. La barrera sociológica desaparece desde el momento cero gracias a esta puesta en escena producto de una decisión de producción: no podían cortar un carril de la general Paz para filmar, sólo podían seguirlos y cruzar la autopista corriendo con ellos, o filmarlos desde los puentes. Y, por ende, no podían poner, como mencionan graciosamente los entrevistadores de Las Pistas, a Nicolás Cabré cruzando la autopista. La película es de los pibes: ellos ganan la calle como ganan la pantalla, cada noche, cada escena, pintando a las corridas con la pintura chorreando de los tachos y el equipo de filmación corriendo detrás de ellos con sus propias herramientas, capturando ese desborde a la vez que siendo parte. Como en las películas de Pedro Costa, el mundo en el que se mueven es marginal y miserable. Pero no hay miseria, no hay compasión: son personas laburando juntas, hay un código que los une. Pintadas arriba de pintadas y planos arriba de planos, los fundidos encadenados hacen a la estética con la que se planta la película desde un terreno de acción y formula preguntas que sólo se responden mediante las herramientas propias del cine. Se reafirma más que nunca la sentencia godardiana: el cine es una forma que piensa.
Si bien la película coquetea con mostrar algo más que los trabajos de estos grupos (y lo que muestra es mucho más, porque eso es lo que hace buena a una película, decir más con lo que oculta que con lo que muestra), son muy pocos los momentos en que vemos a los pibes hacer otra cosa. A través de Eze, nos acercamos a un grupo de cumbia (en el que él toca) y a otro trabajo que tiene, nada más y nada menos que haciendo de vocero para la publicidad aérea, momento memorable en el que nos enteramos de un cálculo técnico que se hace para medir la llegada de la voz. También nos acercamos al lugar en el que podemos llegar a intuir que vive provisoriamente al verlo despertar, el espectacular camión del gordo. El resto es trabajo. No hay parejas ni familia. No hay droga, aunque se huela. Hay movimiento permanente y su balbuceo se pierde entre el sonido de los autos -de su velocidad-, de los aerosoles y las brochas. Sus diálogos son entrecortados y no revelan nada de su pasado -ni de cuando lo vimos a Eze totalmente pasado en la primera escena de la película-, ni de su vida por fuera de las pintadas, porque en el trabajo se habla del trabajo o no se habla. Hay que moverse, hay que laburar y no hacen falta demasiadas directivas más que las que le imparten a Eze cuando está aprendiendo: en toda cadena de producción, los engranajes una vez aceitados funcionan por sí mismos.
D’ Angiolillo esboza promesas que abandona con la misma velocidad con la que los autos pasan y los chicos pintan: cada vez que estamos por detenernos, como en la charla junto al fuego o en la joda y la cumbia, nos vamos a otra cosa, porque hay que seguir pintando, y porque la película no pretende en ningún momento ilustrar la vida de un grupo de marginales, sino hacer de su trabajo un mundo encantador, no en términos de complacencia -puede ser todo menos complaciente- sino en términos sensoriales: esta película encanta cual droga lisérgica. Ellos, sin necesidad de palabras que los vuelvan sujetos poéticos, se convierten en seres de las sombras. D´Angiolillo no puede hacerlos hacer demasiadas cosas, porque ya están haciendo bastante. Julián es un director atento porque en la práctica se da cuenta de que no puede pedirles más que eso y, a la vez, algo les pide: no hay mirada compasiva de su parte. Les pide acompañarlos a trabajar y, obedeciendo a la construcción de la película desde el montaje, les pide lo que la película en construcción le pide a él: algunas pequeñas representaciones actorales que construirán la ficción y que terminarán corriendo del proceso toda idea ilustrativa.
Las firmas que se repiten al costado de las pintadas componen una cartografía del conurbano bonaerense: estos pibes se apropian de las paredes y las calles hasta volverse reyes. Los mensajes en las paredes son nombres de políticos. Pero no son sus nombres sino ellos quienes se disputan los votos de las próximas elecciones, y ellos cuerpo a cuerpo, los que se disputan las paredes. Toda la película está recorrida por un peligro latente, no explícito, y por momentos confuso a causa del contrapunto que genera la mano arácnida de un vigilante del bando contrario. Lo que late es también la llegada de las elecciones y esa batalla final durante la veda que ganará quien haya pintado último. Gane quien gane, los letristas dominan el territorio en el que se mueven y los políticos necesitan que así sea. Los letristas tienen que pintar el nombre de quien les pague, y después, como todo ciudadano que depende del Estado de forma directa, votar juzgando si deberá o no morderle la mano a quien le da de comer. En todo caso, ésta es la dicotomía más difícil de resolver para quienes vivimos en este país y es necesario (pido disculpas de antemano si a ojos de alguien esto resulta ingenuo) valorar una película que se acerca a ese problema poniendo en valor a la producción de sentido antes que al sentido que los discursos y las publicidades buscan imponernos. En este sentido afirmo que Cuerpo de letra se planta desde un lugar más genuino que absoluto, capitalizando el trabajo de sus protagonistas, operadores automáticos de un sistema que los libera a la vez que los encierra porque no hay partido ni agrupación que no conlleve en su naturaleza esta contradicción. Esto es algo que la película sabe y aún así no se salva de ser corrida por izquierda y por derecha, factor que la ubica en una de las mejores películas de los últimos años por su osadía y su honestidad y porque, ojo, son pocas las películas que asumen este lugar bajo la urgencia de la actualidad. D’ Angiolillo se planta como los letristas: trabajando con rigor a sabiendas de que nada es permanente y extraviándose en la jungla de signos que invaden nuestros espacios.
Aquí puede leerse un texto de Gustavo Gros sobre la misma película, y una entrevista de Hernán Gómez a Julián D’Angiolillo.
Cuerpo de letra (Argentina, 2015), de Julián D’Angiolillo, 76′. Documental.
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Excelente comentario, motivador y contundente.gracias