La mujer de los perros comienza, en un registro oscuro y difuso, con la mujer embutida en una especie de matorral, recogiendo no se sabe bien qué, rodeada de sus perros, eternos y leales acompañantes en este paraje rural que adorna el oeste de la provincia de Buenos Aires.
Interpretada por Verónica Llinás, que también codirige la película junto a Laura Citarella, deambula con sus animales, pero todo el tiempo parece estar en una extraña procesión que va mutando a medida que prospera el relato.
Edifica una casilla donde vivir con lo que hay a mano en los basurales de la zona. Pausada pero segura construye su lugar aparente en el mundo. Se la rebusca con la comida, descansa, mira, piensa y mima a sus perros que le corresponden este gesto a cada plano.
La mirada de Llinás y su no gestualidad dicen más que mil discursos, transmiten ese extravío del ser que se cansó de ser lo que quiere quien sabe quién y se abandonó a la suerte en busca de su libertad.
Poca información hay sobre ella. Todo está en su presente, al que asistimos en un estado de atenta observación propuesto por la cámara. Su pasado es un interrogante preciso y necesario en el relato, una idea claramente premeditada.
Una franja vacía es la que esta mujer peregrina día a día con resultados dispares. Cuando se cruza con pobladores del territorio sobreviene un ápice de tirantez. “¡Loca!”, le gritan unos chicos y ella se defiende con su jauría de perpetuos guardianes.
La mujer de los perros recuerda a La libertad (2001) y a Los muertos (2004), lo mejor del cine de Lisandro Alonso. Sobre todo a la segunda, que no tenía reparos a la hora de zambullirse en la roña del mundo que retrata. Hurgaba en esos pormenores porque tenía claro que su dogma era el realismo y que no se les puede dar un lustre amable a ciertas imágenes porque sería entregar la significación a cambio de una preciosidad falsamente estética.
Esta sensación da por momentos la película de Llinás y Citarella, que fluctúa, especulativa y prejuiciosamente entre una idea honesta, profunda, y un objeto cerebral, pensado para trascender. Varios mundos conviven sin corresponderse, lo que termina haciendo de ella un hibrido no asumido. Esa mujer luce una higiene impecable en sus axilas, que parecen todo el tiempo recién afeitadas, como así también su bozo. ¿Consideran que no es estético exponer una mujer con vellos? Vaya uno a saber por qué deciden restar fisiología a las imágenes, ya que una idea del naturalismo, código elegido por momentos, es llegar a lo velado que habita en nosotros.
Algunas reglas internas de la película se recienten por esa idea de escaparle a la mugre, de no empañar ciertabelleza. Justo ahí es donde flaquea, donde se descubren los hilos de ese manierismo estético e intelectual que son una constante en el mundo de Mariano Llinás, coguionista de La Mujer de los perros e ideólogo de Pampero Cine, la productora detrás de esta película y de mucho de los más pretencioso del post nuevo cine argentino.
Las partes de la película están separadas por intertítulos que reflejan el transcurrir de las cuatro estaciones y sus diferentes demandas, con “preciosos” planos generales que reflejan el matiz colorido de nuestro conurbano.
Cuando la protagonista se acerca a una sala de primeros auxilios sumamos a la muerte a un combo que se acerca a lo solemne y toca una cuerda más grave todavía, saludablemente ausente hasta ese momento.
Con distintos tamaños de planos van construyendo una minuciosa intensidad dramática, que nos mantiene atentos a los avatares de esta mujer que se intuye lúcida y dejada, pero atenta a su futuro cercano y el de sus perros. La música de Juana Molina es eficaz y evita irrumpir en las imágenes, aunque se vislumbra metódica como es costumbre en su obra.
Por momentos hay un cierto tufo a western que inunda el aire de las imágenes y sin solución de continuidad sigue cautivando la vista. Son sensaciones encontradas las que transmite el recorrido de la película. La mujer nos demuestra que no tiene empacho en meterse en una casa a robar comida, mientras adentro una señora, rara habitante foránea que poco tiene que ver con la realidad del oeste, tiene una acalorada conversación en alemán, francés o qué se yo. Raro comienza a ponerse todo cuando se vislumbra el final. De repente coge con un tipo (Germán Da Silva), los dos adheridos a un árbol, y luego del polvo sobreviene un poema en boca de este hombre. Ya nada resulta natural sino más bien de un manierismo mayúsculo.
La secuencia que antecede al final muestra al gentío divertirse en una especie de balneario bullicioso mientras el plano se agita a fuerza de cumbia, motos atravesando el denso barro y un choque literal combinado con varias imágenes más. Mientras tanto ella camina y observa, su mirada no parece conceptuar a los “bárbaros”, pero la cámara da la sensación de que sí y lo utiliza como una especie de espectáculo grotesco, curioso.
Ella se aleja de la gente y de la algarabía. Se aparta en un plano general lejano durante un hermoso atardecer, cuando de repente vemos que se desploma -una mujer en la platea se alarma por lo sucedido- mientras los perros le dan vueltas y pensamos que esa mujer está muriendo ahí, en el más espantoso aislamiento. La cámara inmóvil observa y nos riega de angustia. Pero ella se para, sigue caminando y entonces termino de inquietarme y convencerme de que la película, además de una búsqueda legítima, tiene maniobras canallas y una puesta en escena maniquea y preciosista.
La mujer de los perros (2015), de Laura Citarella y Verónica Llinás, con Verónica Llinás, Juliana Muras, Germán de Silva, 98′.
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