Es innumerable la cantidad de películas que hay en Oblivion, de La jetee a 2001, de Stalag 17 a La zona, de Nostalgia a El planeta de los simios, de Algo para recordar a Soylent Green. Unas aparecen apenas como una contraseña, otras tienen cierta relevancia estructural. La diversidad de referencias habla tanto de dispersión como de ambición, y ambas hacen de Oblivion una excelente película por momentos, siempre interesante, estimulante de principio a fin, a pesar de que la tensión dramática de más o menos la última media hora no es la misma que la de las casi dos horas restantes, pero hasta ello responde al deseo de cubrir todos los aspectos discursivos que propone, del metafísico al psicológico, sin olvidarse del político. Por sobre todas las cosas, es un espectáculo al que le preocupa más el desarrollo de los personajes que la acción como despliegue de abstracciones autosuficientes. Esta incluso aparece durante el último tramo como una molestia o un estorbo. Por momentos sólo parece cumplir con el deber ser del gran producto industrial contemporáneo. Sucede, sobre todo, con un par de secuencias cercanas al final que abrevan en los estándares impuestos por La guerra de las galaxias, aunque sin su espíritu jodón de adolescentes pendencieros. Es que los personajes de Oblivion están ocupados en otros menesteres y atraviesan otra etapa de la vida. Vale decir que viven atravesados por preocupaciones existenciales y con la memoria ocupada por un poder que les borró los recuerdos del origen.
Jack Harper es un militar que vive reparando drones (la película coquetea continuamente con la posibilidad de que estos artefactos se vuelvan contra sus programadores) en el año 2077 y está obsesionado por un sueño que tiene toda la apariencia de un recuerdo. Junto a él vive Vika, pareja y, hasta cierto punto, esposa. Ambos conforman un ‘equipo eficiente’ y trabajan para un poder central con el que se comunican por una pantalla y del que sólo vemos el plano corto de una mujer de unos 60 años, cara matriarcal de una organización descarnada. Como ella, Vika es prolija, atractiva, eficaz y funcional. Más parecida a un robot que a una mujer. Tom Cruise también lo parece, no así su personaje, y es una de las más interesantes dicotomías de la carrera de este hombre. En esas primeras escenas de la película, algo del ideal genético totalitario aparece encarnado en un actor cuyo cuerpo trabajado responde en cierto modo al ideal atlético, aunque siempre fue petiso, del héroe de aventuras luego devenido héroe de acción, que parece trabajar sin descanso en películas que exceden ese punto de partida clásico, en tanto conservador, y son menos importantes por las conclusiones a las que llega que por los dilemas que se plantea en el camino (quizá debamos darle gracias a la Cienciología por esta anómala carrera como autor cinematográfico).
Siguiendo la lógica binaria del cine estadounidense, Oblivion recupera ciertos elementos iconográficos del mundo bipolar anterior a la caída de la URSS, como también sucedía en Misión Imposible: Protocolo fantasma. También se expresa en el conflicto entre invención y memoria, llegando incluso al extremo de que la película ponga en escena el mito del doble (sin la brillantez de Operazione Paura, de Mario Bava, o la gracia de la reciente The Tiger’s Tail, de John Boorman, pero con bienvenida audacia), así como en la relación entre gobierno central colonialista y terrorismo, al que en este caso no se le atribuye la maldad, sino la virtud de la resistencia y de la humanidad, tornándola mucho más interesante que la última Batman. La superintendencia de los rebeldes a cargo de Morgan Freeman evidencia hasta qué punto la negritud ha pasado a ser un estándar de representación aceptable del orden en los EE.UU., por más que aquí parezca estar del lado del caos.
También hay dos mujeres entre las cuales se divide la atención del héroe, una blanca (Andrea Riseborough) y otra algo morena (la ucraniana Olga Kurylenko), exteriorizaciones de su disociación y también de ese enfrentamiento entre la pasión como equivalente de lo humano y la racionalidad tecnológica como sinónimo de alienación. Esta palabra tan usada para referirse a los padecimientos de los personajes de las películas de Antonioni es más que pertinente en Oblivion, a la que por momentos le interesa más la crisis ontológica de Jack Harper y los dilemas matrimoniales por los que atraviesan él y su pareja que la pura exterioridad de la parafernalia extraterrestre y la aventura propiamente dicha.
Dicha aventura es interior y de allí proviene la feliz singularidad de casi toda la película, que no lejos de su comienzo pone al protagonista ante la decisión de bajar a un pozo en la tierra a pesar de que su mujer le ordena desde el espacio exterior (desde arriba, desde su casa-isla-nave con pileta de natación con paredes de cristal) que vuelva porque se hace de noche. No sólo no vuelve, sino que cuando intenta salir del agujero trepando la cuerda que lo liga al exterior, esta se corta, y esta vez Cruise, a diferencia de las Misión imposible, no tiene de donde asirse y cae sin red en una biblioteca pública, que será a la vez un pasaje a otro mundo, un nuevo nacimiento con corte de cordón umbilical incluido.
Desde hace tiempo el actor habla de su aprecio por el cine clásico, y hay dos escenas de esta película en la que su personaje lo repite. La mención explícita y recurrente del término señala tanto el deseo como la imposibilidad del personaje y de la película de representarlos o, en realidad, de alcanzar tal cosa, que es algo así como El Dorado, la vuelta a casa, el regreso al origen de los cineastas estadounidenses de la generación del 70 y de no pocos europeos. Lo interesante de este caso es que, en el plano del referente cinéfilo, lo clásico para el Cruise productor, el Kosinski director, o la completa y cada vez más nacionalmente indeterminada maquinaria de producción cinematográfica industrial, no es Hollywood, sino también la ciencia ficción metafísica de Tarkovsky o el ensayo lógico-lírico de Chris Marker.
Las maneras en que se los apropia son muy parecidas a lo que hace el personaje de Cruise con los discos y los libros que encuentra. Menos que vivir una experiencia con ellos, lo que hace es coleccionarlos (la importancia del objeto físico para el coleccionista se traduce en una película más material que inasible, en la que el polvo terrestre y la tecnología mecánica le ganan a la informática). Está consciente de que tienen un valor, pero no sabe exactamente cuál es porque solamente está adiestrado para preguntarse por la utilidad pragmática y física que tienen. Sin otra formación que la de la razón instrumental, son fetiches de un pasado que ni siquiera está seguro de haber vivido, pero que empiezan a ocupar un lugar cada vez más importante en su vida. Hasta cierto punto, Oblivion cuenta desde el mainstream la historia de un país que se mira al espejo y empieza a preguntarse cómo es posible que lo que aquel le devuelva sea la más miserable de las imágenes.

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