En 1915 se estrenó una película argentina que se mantuvo más de dos décadas en cartel, inspiró una milonga de Francisco Canaro, le dio nombre a una yerba mate que aún hoy se consigue en almacenes y supermercados, tuvo una versión sonorizada a principios de los treinta y una remake en 1937. Los empresarios cinematográficos de la época la apodaron “la mina de oro” porque generó fortunas (se cree que recaudó en boleterías 50 veces lo que había costado), y su monumental suceso alentó la realización de una buena cantidad de películas similares que, en general, pronto cayeron en el olvido. Nobleza gaucha, una iniciativa de Humberto Cairo -empleado de una empresa distribuidora- y los entusiastas pioneros Ernesto Gunche y Eduardo Martínez de la Pera, fue el primer gran éxito del cine nacional. Si esta historia de amor y odio entre un gaucho, su enamorada y un estanciero puede verse hoy, un siglo después, es porque el Festival Internacional de Cine de Mar del Plata realizó un negativo de preservación y dos copias en 35 milímetros de la película en 1965, para celebrar los 50 años de su estreno. Ese rescate cobra especial relevancia si se tiene en cuenta que cerca del 90 por ciento del cine mudo nacional se considera perdido. Este quizá sea el caso más notable de algo que cualquier espectador más o menos asiduo y atento debe haber notado en los últimos años: la estrecha relación que existe entre el festival marplatense y el cine nacional no contemporáneo.
Daniela Kozak, periodista, investigadora y egresada de la Universidad del Cine (FUC), se propuso indagar en esa relación, y el resultado es el libro La imagen recobrada, que se presentará en la edición del festival que arranca este viernes. “La idea surgió de la observación. Hace varios años que vengo siguiendo la cuestión de la preservación, y cada año me preguntaba qué habría en Mar del Plata sobre el tema, porque siempre había algo. Pero al principio mi mirada era sobre los últimos 10 años, sobre las ediciones a las que yo había ido”, cuenta Daniela. De la intuición pasó a la investigación, y ahí surgió el dato clave: una insospechada continuidad en la vocación del festival por preservar la memoria del cine nacional, incluso a través de gestiones muy disímiles y autoridades de diversa procedencia y signo político. “Ese fue un hallazgo bastante sorprendente. Con [Julio] Mahárbiz, cuando el festival volvió en 1996, quizá no se hacían restauraciones de películas en fílmico y copias nuevas, pero ya empezaba a haber una conciencia de rescatarlo. El libro se limita al cine argentino, pero en esos años hubo una sección que se llamó ‘Rescate del patrimonio fílmico’; estaba dedicada a películas extranjeras, pero el término y la idea ya aparecían en el catálogo. También estaba en los homenajes: en 1996 invitaron a Libertad Lamarque y se pasó una de sus películas”.
El Festival de Mar del Plata nació en 1948 como una muestra que no fue internacional ni competitiva. Hubo una segunda edición en 1954, y desde fines de los cincuenta hasta 1970, organizado por la Asociación de Cronistas Cinematográficos de la Argentina, tuvo bastante regularidad. Tras un intervalo de un cuarto de siglo, volvió definitivamente en 1996 gracias al entusiasmo de Héctor Olivera y José Martínez Suárez, entre otros. “Cuando empezamos a ir para atrás, hacia las anteriores etapas del festival, encontramos lo mismo”, narra Daniela. En la primera edición, en 1948, hubo una charla de Josué Quesada, un pionero del cine mudo, sobre los orígenes del cine nacional. Y se organizó una exposición de muchos de los estudios de la época clásica en la que cada uno contó su historia. O sea que ya había una voluntad chiquita, incipiente, de historizar, pero estaba. Desde la primera edición hubo una intención de mirar hacia atrás, de recuperar y narrar una historia. Hay que tener en cuenta que a fines de los cincuenta no era tan claro que el cine era un arte, con una historia propia que merecía ser estudiada”.
La imagen recobrada -que se presentará el miércoles 4 a las 15 en la sala 1 del Paseo Aldrey marplatense- está lejos de ser una compilación autocelebratoria del festival. Incluye, por supuesto, un detallado anexo con las actividades relacionadas con la memoria del cine nacional que se realizaron desde 1948. Pero va mucho más allá al proponer una serie de enfoques complementarios sobre el tema que le otorgan al trabajo una urgente actualidad y lo convierten, entre otras cosas, en una lectura imprescindible para periodistas, críticos, realizadores y productores. “Me parecía que contar qué películas había rescatado Mar del Plata no terminaba de dar cuenta de todo el tema, y entonces había que contextualizar, contar qué es la preservación, etcétera”, explica Daniela.
Paula Félix-Didier, directora del porteño Museo del Cine, ofrece en el primer capítulo un panorama -didáctico, riguroso, fascinante- sobre la historia y actualidad de la preservación audiovisual, las discusiones en torno al problema y los frágiles consensos alcanzados a partir de la irrupción de la siempre cambiante tecnología digital. Explica no sólo qué hacer para resguardar el patrimonio fílmico y volverlo accesible, sino también qué se está haciendo en el mundo para cuidar las producciones nacidas digitalmente. Por otro lado, discute la idea de que la digitalización es una solución barata y eficaz para la preservación con algunos datos sorprendentes. Se calcula que en 1999 se produjeron alrededor de 1.500 millones de horas de imágenes en movimiento, muchas de las cuales desaparecieron para siempre; en 1895 esa cifra rondaba los 40 minutos, y esos films se conservan hoy casi en su totalidad. Si aquellos primitivos registros de los hermanos Lumière o Thomas Edison sobrevivieron es porque estaban en fílmico, un soporte que, conservado en las condiciones adecuadas, podría durar unos 500 años. Otro dato que impacta proviene de la Biblioteca del Congreso estadounidense: guardar una película en digital con la calidad adecuada insume 48 terabytes, el equivalente a la capacidad de unos 950 Blu-rays. Semejante cantidad de información digital, que además requiere de backups, es muy difícil de manejar.
“Había un montón de cuestiones técnicas que explicar, y también decisiones más filosóficas, acerca de qué guardar, qué preservar, porque siempre los recursos disponibles -acá y en cualquier parte del mundo- son limitados. Hacía falta ese capítulo para que quedara claro cuál es el panorama y entender de qué se trata, porque sólo así se puede comprender la importancia de lo que el festival viene haciendo”, explica Daniela.
El segundo capítulo, a cargo de la propia Kozak, recorre la historia de la preservación en Argentina y describe cómo se fue tomando conciencia gradualmente de la necesidad de resguardar el patrimonio audiovisual de una cinematografía que llegó a ser la más influyente de América latina. Sorprende enterarse de que una ley sancionada en 1968 estableció la creación de una Cinemateca Nacional -la primera vez que el Estado asumió la obligación de crear un repositorio oficial para la producción cinematográfica local- y ver que hoy, casi cinco décadas y varias leyes después, la institución aún no se encuentra en funcionamiento. Pero también reconforta saber que desde distintas instituciones estatales -el Archivo General de la Nación, la TV Pública, el Incaa, el Museo del Cine de la Ciudad- hay en marcha iniciativas en el sentido correcto.
Fernando Martín Peña repasa en el tercer capítulo las distintas actividades que Mar del Plata llevó adelante durante su historia, y que desde 2001 lo cuentan a él como un actor central. Entre otros highlights, en la ciudad balnearia se exhibieron en 1970 copias nuevas en 35 milímetros de Historia de una noche (1941), Juvenilia (1943) y La dama duende (1945), una acción relevante porque un año antes un incendio en el depósito de los Laboratorios Alex había destruido todas las copias en nitrato de la mayoría de la producción de los grandes estudios. Se destacan, además, una retrospectiva completa de Leopoldo Torre Nilsson (2002), un foco sobre la obra del experimental Miguel Bejo (2003), un oportuno homenaje a Jorge Prelorán (2005) que resultó ser su última visita a Argentina, o los años de esfuerzo que demandó recuperar la obra integral de Hugo del Carril.
El último capítulo está a cargo del crítico cordobés Roger Koza, probablemente el argentino que mejor conoce el circuito mundial de festivales. Koza parte de una anécdota personal (la posibilidad de ver por primera vez en fílmico La noche del cazador) para reflexionar acerca de cómo la materialidad de las imágenes determina la experiencia del espectador y defender la continuidad entre las formas de registro y los modos de proyección (es decir, que se exhiba en fílmico lo que se hizo en fílmico). Los festivales de cine, las cinematecas y los museos, dice Koza, son el último refugio en los que se defiende esa continuidad. “Roger -agrega Daniela- insiste en que no es una cuestión de nostalgia, sino de un equilibrio y un diálogo entre el cine del pasado y el cine del presente. Como si el festival se propusiera formar una audiencia en relación al cine que se hacía en otras épocas y el que se hace ahora”.
Koza menciona la edición 2013 del festival -que conjugó en su programación nombres como Pierre Ètaix, Miklós Jancsó, Juan Antonio Bardem, Hugo del Carril, Manuel Romero, Alain Guiraudie, Johnnie To, Philippe Garrel y Hong Sang-soo, por nombrar unos pocos- como una amalgama perfecta entre lo mejor del cine contemporáneo y el de otras épocas. Esta nueva edición no se queda atrás, y además ratifica la estrecha relación entre el festival y el cine nacional que refleja La imagen recobrada. No es necesario entrar aquí en excesivos detalles sobre la programación (ya se puede consultar la página web del festival), pero si sólo se toman las películas que se exhibirán en copias nuevas en 35 milímetros ya hay mucho y muy bueno.
Se podrán ver Los tallos amargos (1956), de lo mejor de Fernando Ayala, y Pobres habrá siempre (1958), rareza de Carlos Borcosque. Un homenaje a Hugo del Carril permitirá redescubrir Esta tierra es mía (1961) y La calesita (1963), ésta última con el bonus track de algunas escenas de la versión televisiva original, que se cree perdida. Habrá un foco sobre Ralph Pappier en el que se destaca El último payador (1950), que dirigió junto a Homero Manzi. La tercera entrega de Cine Argentino Siempre -películas restauradas por Incaa TV que luego podrán verse en televisión- incluye Los vererables todos (1962), de Manuel Antin; Pájaros sin nido (1940), de José Agustín “el Negro” Ferreyra; La Tierra del Fuego se apaga (1955), única película argentina del mexicano Emilio “Indio” Fernández, y Aquello que amamos (1959), último film de Leopoldo Torres Ríos. Hay, además, un trío de curiosidades que conviene no perderse: el documental mudo En las nuevas tierras donde el oro abunda (1925); la coproducción con Brasil y Alemania Mundo extraño (1959); y Alto Paraná (1958), de Catrano Catrani, filmada en Ferraniacolor y ArgenScope. Y a 50 años de su estreno se proyectará Crónica de un niño solo (1965), acompañada por dos documentales sobre la vida y la obra del inigualable Leonardo Favio.
Como si todo esto fuera poco, habrá un foco sobre la obra del francés Pierre Chenal en América latina que incluye como punto más alto la proyección, en impecable copia en 35 milímetros, de Sangre negra (1951). El festival publicará además un libro sobre el film del antropólogo Edgardo Krebs, responsable de recuperar la película.
Daniela Kozak cree que en los últimos años hubo muchos avances en cuanto a la preservación del patrimonio fílmico nacional. “Se hicieron muchas más cosas, hay una mayor conciencia en todo el ámbito cinematográfico, pero todavía falta una Cinemateca Nacional, una institución que existe en otros países. Desde el Incaa están cumpliendo funciones de una cinemateca, pero hace falta una política más global y más totalizadora”, agrega. Esta edición del Festival de Mar del Plata será, como viene ocurriendo en los últimos años, una posibilidad inigualable de reencontrarse con ese cine casi como en el momento de su estreno.
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