En el pasado, Mariano viajaba a Río Ceballos a la casa de su tía Hilda. El recuerdo recompone al lugar como el espacio que reunía a la familia dispersa. Pero la casa de Río Ceballos se transforma: la muerte de la tía Hilda, ocho años antes del regreso de Mariano, la ha convertido en otra cosa. Una casa cerrada, abandonada, despojada del movimiento que le daba vida. Por eso la pregunta esencial que se formula es qué se hace con esa casa. Hay un cierto pudor en hacer lo que hay que hacer: no puede permanecer así, cerrada, húmeda, a merced de la naturaleza, deshabitada. Pero tampoco se la puede deshabitar de su significación, de los rastros del pasado que aún contiene.

Abrir la casa es asomarse a una incógnita, a un espacio que, despojado de sus habitantes, se vuelve irreconocible. Una primera huella se detecta en los primeros planos que vemos del interior: los objetos permanecen en sus lugares, como si recién hubieran sido dejados allí. Si no fuera por el polvo que se acumula sobre ellos, se diría que no ha pasado mucho desde su abandono. Una sensación de tiempo detenido, congelado dentro de la casa: ni siquiera se han cubierto los muebles con sábanas, como si todo hubiera ocurrido de repente y nadie hubiera osado tocar esos objetos.

Por fuera, la casa permanece intacta: las fotos del pasado lo atestiguan. La diferencia radica en la forma en que la naturaleza ha avanzado sobre su forma. Las plantas han crecido, como los recuerdos, rodeando la casa, subiéndose a los techos. Mariano entra en ellos como un  aventurero en la jungla, hasta perderse a la vista de la cámara. El regreso a la casa de los tíos tiene algo de eso, de aventura, de inmersión en un espacio que desde el presente debe recobrar algo de lo que fue en el pasado. Se puede pensar, inclusive en que el hecho de abrir la casa de Hilda es como abrir el cofre de un tesoro del que apenas se puede tener alguna idea de su contenido.

El camino que sigue La casa de los tíos se pone de manifiesto en la manera en que las fotos dejan ver la historia. Al comienzo, Mariano está observando una serie de diapositivas que el tiempo ha degradado irremediablemente. En algunas de ellas se adivinan algunos contornos, en la mayoría solo se advierte una combinación de colores carente de formas. A medida que avanza  y que pasa horas revisando lo que hay en la casa, las fotos y filmaciones adquieren otra nitidez. La recuperación de la historia que va en paralelo con ellas, genera otros grados de esclarecimiento. Las cartas encontradas –ese tesoro desconocido por Mariano- no solo narran sino que interpretan de otra manera las señales que provienen de las imágenes.

Algo similar se advierte en la necesidad de limpiar el entorno. El rutinario trabajo que encaran dos personas se transforma en una referencia  para el proceso que encara Mariano. Para él también se trata de cortar, de dejar en pie lo que realmente es importante en la memoria, poner de nuevo a la luz lo que ha quedado oculto. Que es la historia de sus primos mayores, a los que no conoció. Lo que Mariano considera su cruz –sus tíos lo conocieron el mismo día que mataron a su primo Pepe- se vuelve, impensadamente una suerte de continuidad: si los fantasmas de esa casa constituyen a Mariano políticamente es porque hay un hilo invisible que los conecta, como si la muerte de uno y el nacimiento del otro fueran elementos necesarios y correlativos.

Lo interesante es que el desmalezamiento de la casa no implica el olvido y la destrucción. Mariano tira todo aquello que estorba, lo que no tiene una función más que utilitaria y que no dice nada del pasado familiar (por eso el volquete termina llenándose con los colchones viejos). Lo que recupera es ese tesoro que permite reconstruir un recorrido familiar: las cartas, en especial las que Miguel mandaba desde el penal de Rawson antes de convertirse en uno de los presos políticos fusilados en Trelew, o la que su tío envía a Primera Plana en plena dictadura de Onganía; los recortes de diarios, algunos libros, una maqueta celosamente guardada en una vitrina, las revistas que reflejan la masacre de Trelew se convertirán en testimonio colectivo al pasar a manos del Archivo Provincial de la Memoria. El resto de los objetos conservados encuentran en el documental una segunda vía de conservación, puestos en relación entre sí para contar la historia de una familia atravesada por la violencia del terrorismo de estado. Unos pocos quedarán en las cajas que Mariano se llevará como parte de un legado familiar.

La pregunta del comienzo no tiene una respuesta. Como si persistiera la duda, desconocemos el destino que se decide dar al espacio físico, una vez que Mariano se marcha. El vaciamiento físico de la casa parece despojarla de todos sus significados. Y sin embargo, no. Porque es el documental y el legado a los archivos los que sostienen lo que fue, preservándolo. Y porque aunque la casa ya no tenga muebles y objetos que recuerden a los que vivieron allí, algo se resiste, algo persiste. Aunque más no sea esa huella en la pared donde alguna vez estuvieron los cuadros, los rostros y los cuerpos de quienes la habitaron.

La casa de los tíos (Argentina, 2022). Guion y dirección: Verónica Rossi. Asesor de guion: Alfonso Gastiaburo. Producción: Ana Taleb. Montaje: Verónica Rossi. Dirección de fotografía y cámara (Rosario): Lucas Pérez. Cámara: Cecilia Sarmiento, Claudio Perrin. Dirección de fotografía y cámara (Río Ceballos): Verónica Rossi. Sonido directo: Cristian Bobina, Mauro Chanampa, Tomás Grimaldi. Meritorio: Lucio Minigutti. Dirección de voz en off: Claudia Schujman. Postproducción de sonido: Santiago Zecca (ASA). Postproducción de color: Laura Viviani. Música original: Pablo Sorini, Pablo Alfredo Vergara. Músicos: Martín Tessa, Javi Collet, Cristian Brandolin. Elenco: Mariano Ravier, Martín Ravier Rossi, Olivia Ravier Rossi. Duración: 80 minutos.

Si te gustó esta nota podés invitarnos un cafecito por acá: