El ser o la identidad es aquello de lo que, por estar inmersos en un mundo de lenguaje, carecemos en tanto seres humanos. De ahí que nos alienemos en la identificación a las marcas o signos de identidad provistos por la familia o la cultura: un determinado nombre, ciertas costumbres. Y está claro que la destitución o el borramiento de las marcas identificatorias, es aquello a lo que han apuntado los regímenes totalitarios y genocidas. Expulsar a un sujeto del reino de lo humano para rebajarlo a la calidad de desecho es el paso previo para que pueda cometerse respecto de él todo tipo de atrocidades. Es en torno de estos temas que gira El falsificador (Der Passfälscher, 2022), película de la realizadora alemana Maggie Peren.

Una joven que camina con prisa y ansiedad por los pasillos de un edificio hasta que llega a la oficina de objetos perdidos. Ha extraviado su billetera, donde porta sus señas identificatorias. El empleado le impone esperar su turno para hacer el reclamo y para tranquilizar su nerviosismo; el joven saca del bolsillo una libreta y carbonilla para disponerse a dibujar. Se trata, como se advierte más adelante, de una secuencia desplazada de la diégesis que parte a la narración en media res, al sumir al protagonista en el riesgo inminente de ser descubierto y arrastrarlo a oscuras consecuencias.

El protagonista es Cioma Schönhaus (Louis Hofmann), un joven de 21 años, de ascendencia judía, estudiante de arte, a quien al momento -invierno de 1942- se le ha quitado su cédula de identificación y se lo ha exceptuado de la deportación hacia el Este (donde ha sido llevada su familia), mientras trabaja en una fábrica de armas en el contexto de la Segunda Guerra Mundial. El personaje en cuestión ha tenido existencia real, por lo que la leyenda del comienzo, “Basada en una historia real”, y sus memorias noveladas, pretenden funcionar como aval para esta ficción dramática en clave realista que se centra en la estrategia de supervivencia empleada por él durante aquellos años nefastos.

Cierto día, Cioma recibe la comunicación de un compañero de fábrica de que alguien busca a un diseñador gráfico para falsificar pasaportes para su comunidad. El joven se entusiasma con ello, logra ser aceptado para la labor en un taller clandestino y empieza a falsificar los documentos. La escasez de tarjetas de racionamiento lleva a Cioma y a su amigo Det (Jonathan Berlin) a hacerse pasar por oficiales navales alemanes, sirviéndose de uniformes remendados y en desuso, para así acceder a buenas comidas en lugares sofisticados. Es en este contexto donde Cioma (ahora Peter Schonhausen) conoce a  Gerda (Luna Wedler), una joven judía desvalida en busca de un alemán a través del cual sostener su supervivencia. Con Gerda vive un romance hasta el almuerzo en cuestión, donde ella descubre su labor clandestina.

Tanto la tarea como falsificador, así como el romance con Gerda, insuflan al protagonista de un nuevo brillo, de una energía renovada, sobre los cuales puede apoyarse para soportar el peso de la cruda y opresiva realidad. Es que en el contexto de haber sido despojado de su lugar en la familia, en la universidad y en el mundo en general para ser reducido a mera mula de trabajo, la tarea artística, útil para los suyos (aunque oculta), y el deseo por una mujer (aunque no exento de un interés transaccional), le permiten recuperar cierta dignidad subjetiva. La directora trabaja este punto mediante el uso de la luz que cae sobre el rostro del protagonista, siempre luminoso y sonriente, en franco contraste con la penumbra o la oscuridad de espacios cerrados y la atmósfera hostil de colores fríos, apagados y de naturaleza invernal de los lugares por los que circula. No obstante, el impetuoso optimismo de Cioma no deja por momentos de deslizarse hacia una cierta ingenuidad respecto de los riesgos a los que se expone.

Pero volvamos al tema de la representación y lo real, de la identificación y la identidad. Cioma le dice a quien le asigna la tarea de falsificador que “una buena falsificación es como una pequeña obra de arte”, y he aquí una de las claves de la película. Cuando se ha sido reducido a una escoria, una estrategia posible para poder sobrevivir es revestirse con los semblantes o señales que identifican al opresor. De ahí que hay más de un pasaje donde Cioma, ayudado por su apariencia física, adopta el discurso que se espera escuchar de un aliado o miembro del partido nazi, se viste con las ropas de un oficial naval y hasta fragua su cédula de identidad, salvoconducto que le sirve para escapar al exterior. Se trata, como bien dice el personaje, de una apelación al mimetismo, de una forma que participa de la paradoja: pues es haciéndose visible donde se consigue engañar la mirada del enemigo. Y si el camuflaje en la imagen es posible, se debe justamente a que no hay identidad. Ni en el personaje, ni en la película.

El realismo consiste en crear una “impresión” de realidad, no en una adecuación lo más fiel posible a lo real (de allí las garantías que se buscan en las pretendidas “historias reales”), que por otra parte es de por sí algo imposible. Es en esta línea, entonces, en la diferencia respecto del original, en el uso de la cámara como trazo de autor, que podemos identificar lo más singular de un realizador.

En El falsificador, que trata precisamente del tema de la duplicación, lo que falta son los signos que desde la puesta en escena den cuenta del contenido que se aborda, más allá de lo que se transmita por el diálogo y la acción. Esta falta de señales identificatorias es lo que hace que la película de Maggie Peren, a pesar de sus intenciones, no termine diferenciándose ni destacándose del cúmulo de buenas propuestas que apuntan al revisionismo histórico.

El falsificador (Der Passfälscher; Alemania, 2022). Guion y dirección: Maggie Peren. Fotografía: Christian Stangassinger. Música: Mario Grigorov. Reparto: Louis Hofmann, Jonathan Berlin, Luna Wedler, Nina Gummich, André Jung, Marc Limpach, Yotam Ishay, Luc Feit, Jeanne Werner, Sina Reiß. Duración: 116 minutos.

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