Lucía, o Chini, tiene 10 años y está en algún lado entre esa oscuridad de la escena que abre esta película (en una escena casi a oscuras, escuchamos la voz de un hombre que despierta a Lucía y la saca de la cama para subirla a un auto: es su padre, Lucía se va de viaje con su familia) y esa luz que invade, luego, la mayor parte de todo este relato que muestra a esa familia principalmente de día. De jueves a domingo es una road movie contada desde los ojos de Lucía, quien mira y escucha más de lo que hace o dice: ella todo el tiempo se mueve como evaluando los beneficios de pasarse al otro lado, ese que ya es fronterizo con el mundo adulto. Sin embargo, nada la lleva a dejar aquella oscuridad que, para estos adultos, se relaciona menos con los sueños que con el no ver del todo. Entonces Dominga Sotomayor nos regala los ojos de esta niña que mira (y ve del todo) y se detiene en el ríspido trato entre sus padres (que no dejan de planear su separación frente a unos hijos que creen distraídos),  detecta el minuto en que un adulto esconde lo que siente y demuestra que entiende aún cuando su madre habla en un evasivo inglés. Ahí está la luz y el más puro entendimiento, en Chini y también en su hiperquinético hermano menor. Por eso el verdadero trance en el que está Lucía tiene que ver menos con cambiar de anteojo y más con elegir si mirar o no. Y por eso este gran primer largometraje de Sotomayor no es una película sobre el abandono de la niñez sino una road movie sobre una familia, es decir, una película sobre una familia en movimiento.

 

Pero De jueves a domingo es, además, una película claustrofóbica. El encierro y la necesidad de encerrarse están ahí dando vueltas todo el tiempo. Porque esta familia que se mueve lo hace encerrada en un auto, y ahí es donde más tiempo comparten sus miembros, donde más los vemos interactuar. De hecho, hay una escena en la que frenar para buscar algo que, en el camino, se cayó del techo. Todos bajan del auto, pero la cámara no los sigue sino que se queda en el vehículo y los filma desde ahí, como anhelando que vuelvan para poder seguir contando eso que les pasa, y que sólo puede pasarles, ahí adentro. Esa es la lógica de esta película que, de a ratos, tanto nos remite al cine de Lucrecia Martel (Bárbara Álvarez, directora de fotografía en La mujer sin cabeza, dirige la fotografía en esta película donde la luz es clave en ese sutil manejo de contrastes entre un adentro y un afuera que, a la vez, son una continuidad): encerrar a sus personajes para obligarlos a estar juntos y, de a ratos, darles un poco de aire para, más tarde, encerrarlos de nuevo. Y tan es así que, varias veces, la única salida de estos personajes es el encierro e, incluso, hay situaciones donde ellos lo buscan especialmente: en la estación de servicio Lucía no encuentra a sus padres, sale a buscarlos y, al no verlos, no espera afuera, donde estaba su auto, sino que vuelve a la tienda y aguarda mirando a través del vidrio; cuando, en pleno viaje, algo se cae del techo, la madre le pide a Manuel que no baje del auto porque es peligroso; en el camping, Lucía se siente incómoda durante la cena y corre a encerrarse en su carpa; más cerca del final, los padres pelean, la madre no quiere volver al auto y, para no hacerlo, desaparece (desaparecer esa es la única forma de no terminar encerrada) para luego volver porque, en pleno “desierto”, no hay más remedio que subirse al auto para salir de allí.
 
 
En De jueves a domingo todos los espacios abiertos de pronto nos llevan a los cerrados, y esa sensación de claustrofobia es sólo interrumpida de a ratos por lo de afuera (las mochileras, el amigo de su juventud, el robo al árbol de frutos). Mientras avanza la película, el espacio de esta familia se va delimitando y limitando (la escena final es elocuente en este sentido). Lucía está en el medio, ahí entre la claustrofobia del adulto y la capacidad de estar afuera, estando adentro, de su hermano. Sin embargo, a lo largo de todo este relato, los de afuera invaden y molestan cada vez más. Porque para esos padres e, incipientemente, para Chini, lo de afuera es una amenaza, un espacio donde está el peligro y la desaparición. El afuera es “lo otro”, el extranjero, lo que no es propio; es el niño contando historias en francés, es el dueño de casa disparando a quien toma los frutos de su árbol, es alguien que puede robarles a su madre/esposa, es un chancho que podría lastimarlos, es la muerte que (parece) se ha llevado a aquel motociclista que vieron en el lago… Todo indica que hay que quedarse adentro o rondando el perímetro de ese adentro (los niños no salen, pero viajan en el techo del auto). Y por ahí anda esta familia próxima a explotar, cada vez más inmersa en esa lógica centrípeta que vuelve impenetrables sus fronteras. Y por ahí anda esa chica que mira y observa y escucha en silencio, todavía sin abandonar del todo aquella otra lógica –la del juego– en dondelos forasteros (las mochileras que hacen dedo, las frutas que roba su padre, el niño que habla en francés) son siempre bienvenidos como esperanza centrífuga.

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