* El cartel al inicio de la película nos informa que estamos en 1961. Han pasado 16 años desde el final de la Segunda Guerra Mundial cuando los Muller llegan a la casa del matrimonio Kraus en la Patagonia argentina. Los apellidos alemanes remiten ya desde el comienzo –y reforzado por ese artículo de un diario en alemán que refiere a Rosa Braun- a lo que más tarde se confirmará de boca de los protagonistas. Los Muller llegan allí como “perseguidos políticos”, por haber formado parte del gobierno nazi. La relación temporal indicada en el comienzo no es ociosa: todo lo que ocurre a partir de ese momento ancla en el pasado de manera directa. Como si se tratara de una isla en medio de un océano –ayudado por estar rodeada y protegida por lagos y bosques-, la casa de los Kraus es un refugio para los Muller, un lugar donde no pueden ser alcanzados. Pero también es un espacio en el que el tiempo parece no haber transcurrido. La casa de los Kraus no es, entonces, la Patagonia Argentina en 1961 sino la Alemania anterior a 1945. El lugar donde Muller puede volver a lucir sus uniformes, donde circulan los elepés de marchas alemanas como música central, donde el retrato de Hitler preside el salón y se festeja su cumpleaños y se lo saluda desde el balcón.
* Frida es la corporización de ese tiempo no transcurrido. El momento en que llega a la mesa en la primera cena de los Muller en casa de Kraus ofrece la dimensión exacta: la cara del matrimonio Muller se transforma, como si estuvieran viendo un fantasma. “Es igual a ella” dirá algo más adelante la señora Muller, mientras le pinta los labios a Frida. No la nombra, pero es la corporización de la madre, de esa Rosa Braun que conocieron en el pasado y que vuelve como una imagen espejada de la Alemania de dos décadas antes. Para poder construir esa imagen del pasado, se recalcan ciertas características de irrealidad que no provienen del desencaje con el entorno –el aislamiento espacial impide ese cruce-, sino del enrarecimiento visual. Más que como alusión a una estructura onírica, como un clima que se acentúa y que está hecho de silencios y sonoridades, de nieblas y distorsiones.
* En ese panorama, la irrealidad mayor es que ese espacio protegido del exterior se vuelva peligroso. Y que ante ese peligro que se avizora, los personajes terminen huyendo. Los Muller, por cierto, vienen huyendo –como antes lo hicieron los Kraus, aunque no lo expliciten, pero queda sobreentendido en el momento en que le dice a Muller que ya no se llama Hans, sino Juan- pero no necesitan correr: caminan, llevan valijas, objetos personales. Se trasladan a un territorio menos hostil donde la justicia no los pueda castigar. En todo caso, esa huida se parece más a otra que la película elige dejar fuera del campo visual del relato: la del soldado violador y su compañero asesino, que se ven igualados en esa impunidad que implica el uniforme. El resto de los personajes, excepto el matrimonio Kraus, corren en algún momento. Se asoman a alguna de las formas del horror –el castigo físico, la violación, el asesinato- que se vuelve intolerable a sus ojos (o a sus oídos, como lo prueba la corrida de Ema después que la voz del títere la acusa de la muerte del niño). Es la irrupción de ese pasado que desconocen, con su horror a cuestas, lo que los lleva al espanto que precipita la carrera, la huida, la desesperación. Como si el espacio se partiera, se dividiera irremediablemente, los jóvenes viven en un tiempo presente. Son los mayores los que traen el pasado y lo imponen como forma inalterada. La escena en la que Muller queda expuesto es el momento de mayor complejidad en esa relación que se establece. Muller trabaja como mozo en uno de los hoteles turísticos de la zona. En una escena que recurre a un uso más que llamativo del fuera de campo, vemos su mirada fija en un punto que no vemos y la caída de la bandeja que lleva en sus manos, mientras se sucede una serie acelerada de imágenes de los cuerpos en los campos de concentración. El grito de una mujer en ese fuera de campo implica que el pasado vuelve sobre el presente de esos personajes cuando salen del espacio de aislamiento. Muller vuelve a ser el del campo de concentración. Pero la resolución de la escena tiene una vuelta de tuerca aún más interesante. Siempre en fuera de campo y mientras la cámara se sostiene en el rostro de Muller, seguimos escuchando la voz de la mujer que insiste en que “tiene que creerme, soy una sobreviviente de Treblinka” y que “es un asesino que mató a mi familia”. No vemos exactamente qué ocurre, pero la construcción sonora de esa escena nos lleva a imaginar a otro al que se dirige –presuntamente alguien responsable del hotel- que intenta retirarla del lugar o hacerla callar, en una reafirmación suplementaria de la forma inalterable con que se pretende formular ese presente.
* Muller, a fin de cuentas, y como los demás personajes, tiene algo que ocultar. Su pasado no se explicita en el discurso más que por una serie de elementos dispuestos a lo largo de la trama (como esa foto en el campo de concentración abrazando a Gretel mientras por detrás pasa un grupo de prisioneros). Algo similar pasa con Kraus, ese respetable médico del que hay apenas un par de referencias (la relación con Rosa, el frente ruso en la guerra) pero cuyo lugar permanece como una incógnita. Lo llamativo es que mientras estos personajes deben ocultar su participación desde una forma de articular el poder que mantienen en ese espacio cerrado, es la señora Kraus en quien esas características recorren un camino inverso. Lo que ella intenta ocultar es su origen “impuro” –no es alemana sino italiana- desde la asimilación y adscripción a los modos de su marido y de la estructura familiar germana. Ella necesita exacerbar esa gestualidad para ratificar una pertenencia que le viene por relación indirecta: el extraño culto ante el cuadro del Fuhrer, la decisión de matar con sus manos al chanchito con el que juega su hija para luego servirlo en la comida y el planteo que le hace a Frida en el baño de la casa, son afirmaciones en ese sentido. “No voy a dejar que ensucies a mi familia con tu degeneración” le dice a la joven adoptada, enarbolándose a sí misma como fuerza de una pureza que ya no puede situar en su esposo –por la relación con Rosa- ni en Muller –por su relación con Gretel-. La decisión del casamiento arreglado de Frida con un ingeniero alemán a quien no conoce es el corolario de esa construcción. Que en La bruja de Hitler ese momento aparezca mediado, como si se tratara de una antigua filmación rescatada del pasado, no solo refuerza la noción de ese tiempo que insiste en persistir, sino que permite ver en el rostro sonriente de esa mujer, el triunfo de su voluntad por mantener al sistema al que accedió y que termina asumiendo como propio.
* Si hay quienes ocultan y quienes se asoman al horror, lo que aparece como elemento de mediación es una mirada que espía al otro. Son los jóvenes –en especial Ema y Hans, pero también Frida y Gretel- quienes se detienen en la observación de los rituales del otro. Los movimientos se desarrollan en ese espacio cerrado, como si aún en ese intento de ocultamiento se manifestara una imposibilidad: todo puede ser observado en algún momento por otros. Una rutina de gimnasia, una llegada o una partida, un escarceo amoroso, una relación sexual, una violación o un asesinato. Lo curioso y notable es que en ese momento, esa mirada encuentra la del observado que la devuelve, consciente de ser objeto de la mirada y revelando, en cierta medida, un margen de impunidad (existe el riesgo de que nadie crea en el relato de lo observado, como le pasa a Ema cuando lleva a Hans al lugar donde vio que arrastraban un cuerpo). La escena mencionada de Muller en su trabajo como mozo es la que rompe ese paradigma, en tanto no hay acción de su parte ni aparece quien ejerce esa mirada (y que a la vez está siendo mirada por Muller), totalmente ajeno al micromundo de esos personajes, y es por esa misma razón que la impunidad se resquebraja. Pero en el resto de los casos, lo que ocurre es que la devolución de la mirada de parte del observado retrae al observador –salir de la visión desde los binoculares, ocultarse detrás de una cortina- y lo coloca, en muchos casos, en situación de huida. Pero en Kraus y en Muller, en cambio, implica un pasaje al acto –castigar a Frida y su amante en un caso, tener sexo con Gretel en el otro- que es una reafirmación de ese poder. Mirar esa mirada no implica, en definitiva, detener la acción, sino sostenerla ante la mirada pasiva del otro. Es en esa complejidad en la que se trazan las relaciones entre los personajes, más incluso que en la referencialidad histórica, que La bruja de Hitler se revela como el proyecto más ambicioso de Ardito y Molina y donde parecen llevar hasta las últimas consecuencias no solo una visión sobre el mundo, sino la forma en que se lo puede construir estéticamente.
La bruja de Hitler (Argentina, 2023). Guion y dirección: Virna Molina y Ernesto Ardito. Fotografía: Fernando Molina. Cámara: Martín Turnes. Elenco: Lucía Knecht, Victoria Lombardero Có, Ema Eraso Villarino, Ulises D’atri, Eleonora Dafcik, Heinz K. Krattiger, Malena Villarino, Ronaldo Giss, Isadora Ardito. Duración: 117 minutos.
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