La artesanía (quizás sería mejor pensarla como orfebrería o puro arte), el pulso vital, la tracción a sangre, definen desde siempre al EPA CINE, un festival que cerró su sexta edición con una programación diversa (pero no dispersa) y que revela año a año una notable curaduría. Transitar cada uno de sus días propone un acercamiento a rituales y encuentros que echan llama a un fuego que no siempre puede crecer con tanta intensidad como lo hace en este festival, cada vez más importante para el panorama cinéfilo del país. Con una sede inmejorable y algunas actividades paralelas que se desarrollan en sus cercanías -todo transcurre en el histórico y renovado Cine Helios, y en las calles de Ciudad Jardín, en El Palomar- el EPA invita a seguir su programación y a tejer puentes, visibles y no tanto, entre las películas y actividades que se ofrecen a lo largo de cinco jornadas, siempre con el feriado de Mayo dentro del calendario. Diálogo(s) posible(s) entonces; una forma de zurcir la experiencia, y de habitar una propuesta pensada y trabajada por un equipo de gente de cine del que sería injusto reconocer solo el enorme esfuerzo que realizan para que el EPA exista y amplíe sus horizontes (lo que ya sería un enorme mojón), porque demuestran además una sensibilidad exquisita en la construcción de su propuesta. Una que incluyó catorce proyecciones (algunas dobles o triples), con entrada gratuita en la apertura y clausura, rescates de películas con música en vivo, instalaciones y performances, funciones en fílmico y un “aire de familia” que se derrama en cada integrante del equipo hacia toda persona que se acerque a El Palomar. Sería inútil tratar de imaginar una programación ideal, que diera cuenta de algo tan imposible como un «panorama» del cine que se hace en todo el mundo; postular los méritos o deméritos de un festival en esos términos llevaría a un lugar común detrás de otro; pero quizás sí se podría aventurar si ese recorte deja entrever el riesgo y la solidez de una propuesta, y si nos permite, en ese recorte, tirar de tantos hilos como nuestra imaginación permita. Y en las películas que se han podido ver en esta muestra vaya si hay material que invita a ampliar miradas desde un aquí y ahora, conectando presente, pasado y futuro. Con un énfasis en el hoy que se hace carne de diferentes maneras (en la urgencia de la preservación de materiales y la siempre postergada promesa de una cinemateca, pero también en las pulsiones de distintas generaciones de pibes y pibas de las Azores pero también de algún lugar de Hungría o de la República Centroafricana, o de una generación fantasma(l) en Medellín). Las películas en el EPA cine se discuten, se debaten y proponen un viaje que excede la pantalla, completando esa experiencia íntima que se derrama sobre lo comunitario. Cada una de ellas invitaría a extenderse en un texto propio, a dar una discusión particular. Intentaré dar cuenta, en esta crónica, de la diversidad de propuestas, y de cómo esas propuestas no se apuntan a una mera descripción de un “estado de las cosas”. Su valor es, en primer lugar, cinematográfico.

La isla siniestra y otros archipiélagos. Comencemos por el final. En la función de clausura, destinada todos los años a una película Argentina, se proyectó Camuflaje, de Jonathan Perel, con Félix Bruzzone, escritor y uno de los tantos hijos de personas desaparecidas por los infames milicos (con perdón por el énfasis innecesario y redundante) que secuestraron y mataron a su madre en Campo de Mayo, cuando él tenía apenas tres meses de vida. Bruzzone vive cerca de ese lugar, al igual que su familia, que se mudó en plena dictadura sin conocer que la madre de Félix estaba detenida a pocos metros de su nueva casa. Bruzzone corre alrededor de Campo de Mayo, un lugar al que siempre imaginé como una isla, una isla del mal que muchos atravesamos de camino a otros lugares, y que tiene sus propias reglas (caminos prohibidos, horarios en los que se cierra el ingreso, secretos y pruebas destruidas o que se mantienen ocultas, y la presencia ominosa de los uniformes y las armas, que empuñan soldados apostados en los semáforos, tal como también lo hacen los oscuros guardias de los countries). Bruzzone corre entonces, y observa. Lo hace en una forma que puede parecer errática (sin nunca serlo), mientras la cámara lo sigue tanto dentro como fuera de ese perímetro, en sus encuentros con familiares y con conocidos -y no tanto-, que de una forma u otra tienen algún vínculo con ese lugar, en el que explota la vegetación y se respira un aire que de tan horrible puede ser asfixiante. Perel y Bruzzone ocupan ese espacio, lo pisan, dejan una huella en él, ingresan al terreno de lo siniestro de mil maneras distintas, registran y miran atrás. Félix busca reconocer el pasado sin dejar de impulsarse hacia delante en un mismo movimiento (su relato en off de aquello que siente cuando corre en una u otra dirección dentro de un tren en movimiento, es de una potencia simbólica apabullante). Camuflaje encierra un gesto político y desgarrador, simple en apariencia y brutalmente complejo. Pienso en cómo definir en tan pocas líneas este nuevo eslabón en la filmografía de Perel, dedicada a la actualización del ejercicio de la memoria; la primera imagen de la película es la de unos pies descalzos que corren sobre el cemento, y la última corresponde también a Bruzzone, en primer plano, que no deja de correr. En ese viaje circular, plagado de mil y una maneras de ingresar a ese lugar tenebroso, Camuflaje convoca ausencias y las rodea; y tal vez, sin que se lo nombre ni se lo subraye, encuentre en ese suelo, en esos árboles y en esas huellas del horror, una suerte de conexión íntima, espiritual, entre Bruzzone y su madre.

Otro tipo de islas, más amables, pero igual de inestables son las cinematecas, esos espacios de preservación de la memoria fílmica que convocan otras dosis de dramatismo. El hermoso programa doble de Tres Cinematecas (Nicolás Suárez) y Herbaria (Leandro Listorti) permitió reconectar con esa incombustible tarea de lucha contra la perdurabilidad de los materiales y el paso del tiempo. Y también hacer foco en la desidia y la ceguera cultural de algunos países (en este aspecto Brasil y Argentina se hermanan de la peor manera, mientras que Uruguay marca un faro diferente). El corto de Nicolás Suárez apela a un archivo ajustado, a un recorte de informaciones y sucesos puestas en la voz de actores y actrices, y a un tratamiento visual que es tan enigmático como eficaz en su registro de una arquitectura que alberga voces, imágenes y claro… fantasmas.. Listorti, por su parte, hace de Herbaria un universo en suspensión, con un ojo puesto en la botánica y otro en el cine, con sus ritos hermanos de restauración y conservación. Lo que inicia como una suerte de montaje alterno con sus propias reglas y tiempos internos, empieza a fusionarse y nos sumerge en un relato fascinante. Sin ser didácticas, ambas películas se complementan y por momentos sus líneas se tocan. Y en la función del festival dedicada a los rescates, esa sensación táctil y de cercanía con el fílmico no pudo ser más concreta: con un proyector de 16mm ubicado entre las butacas de una sala ubicada en el sótano del bar Graf de Ciudad Jardín, una copia casi perfecta de Pánico en las calles de Elia Kazan, pudo verse y oírse con la materialidad de su soporte a pocos centímetros de distancia. Ese gesto puede entenderse como el cierre perfecto de una trilogía de películas (y un corto) que bucean en la memoria y configuran, en su exhibición, un acto político (y cinéfilo).

La tierra tiembla.  Con las islas Azores como espacio físico y simbólico, Lobo e Cão, la primera ficción de Claudia Varejão (de quien pudo verse aquí mismo su documental Ama-San) es una de las varias películas que laten con el pulso de lo queer en la grilla del EPA, y lo hace orillando ese registro exacto entre tradición y urgencia que tan bien manejan algunos cineastas portugueses. Con imágenes bellas, rugosas, de una cercanía notable con sus protagonistas, esta historia de personajes en tránsito hace del mar una presencia silenciosa, por momentos casi fuera de campo, pero de una materialidad omnipresente, que amenaza y promete una fuga hacia un lugar aún incierto. Rodeados de agua y de cruceros, Ana y sus amigos (todos ellos sin experiencia previa en cine) buscan, se preguntan, laburan, sufren y gozan una existencia marcada por tradiciones religiosas y de las otras; es el deseo que sacude los cuerpos lo que provoca ese temblor en los personajes, y esa suerte de sexualidad disidente -a los ojos de esos adultos que no los terminan de aceptar- la que busca abrirse camino. Son notables las secuencias de una procesión (imposible no traer a la memoria Aquel querido mes de Agosto, de Miguel Gomes), los viajes de Ana en moto por la isla, y aquella en la que todo el  grupo se planta frente a la cámara, creando su propia idea de santuario. El formato cuadrado de la imagen concentra la asfixia y la mirada, mientras una luz que oscila entre lo diurno y lo crepuscular modela esa belleza por momentos pictórica -en otros áspera y doliente- que no deja nunca de estar presente, en una película que se mueve entre la alegoría del encierro y la materialidad de unos cuerpos libres, atentos a sus propios deseos. 

En diálogo abierto con Lobo e Cão -y con algunos de los cortos del foco Miradas Lusitanas (Ruby de Mariana Gaivão y esa joya de Leonor Teles en 16mm que es Perros que ladran a los pájaros, con su vuelo delicado y poético), Anhell 69, la película-sepelio de Theo Montoya es un objeto único, que parece construirse a medida que se estructura su montaje. Siempre oscuro e introspectivo, el relato en off del propio Montoya nos conduce por su doliente reguero de misterios, de compañeros que ya no están, y de proyectos truncos en una Medellín nocturna y opresiva, de pibes sin padres y madres que se hacen camino. Entre un material rescatado del archivo personal del director y unas imágenes de una bella extrañeza, Anhell 69 se afirma como un relato generacional que parece encontrar, cerca del cierre y en un plano aéreo que sobrevuela la ciudad, un resquicio de luz. Ese rayo de futuro parece ser esquivo a los protagonistas de Summer to come (György Mór Kárpáti), otro de los retratos de un grupo de adolescentes tardíos que maneja una multiplicidad de registros y un tono que, sin poder determinar hacia dónde se dirige -aún cuando una leyenda al inicio deja entrever ciertos aires de tragedia-, se va enrareciendo a medida que pasan los minutos. Esa inestabilidad, propia del sentir de sus personajes, tiñe una experiencia por momentos hipnótica, que roza la melancolía. 

Mójate los labios y sueña. La nostalgia, esa prima hermana de la melancolía recién mencionada, podría llevarnos hacia otro de los grandes focos -Cine en tránsito- que ofreció en una misma función a Ida, de Ignacio Ragone y El sembrador de estrellas, de Lois Patiño (Cheikh, de Senegal a La Plata, de Gastón Escudero Bigurrarena, completó la tríada con su corto documental que le regala voz y cuerpo a dos inmigrantes Senegaleses de La Plata). Si algo comparten las películas de Ragone y Patiño, es la fragilidad de sus imágenes y el artificio como ejercicio de una nostalgia astuta, casi arbórea, que amplifica el sentido en ese trance que proponen sus relatos, cruzados por voces que convocan personajes en estado de latencia; pasajeros entre este mundo y algún otro, que existen en una zona difusa entre la realidad y la ficción, entrerelatos que crean historias con un eco poético y que se parecen mucho a un hechizo. En Ida serán las imágenes de un viaje a París -imaginario o real, lo mismo da- y el racconto de una vida que no fue; en El sembrador de estrellas, Patiño disecciona la noche de Tokyo, crea una imagen que sólo existe en su película, fundiendo luces, trenes y barcos que navegan un cielo acuoso, mientras las voces de un hombre y una mujer nos transportan a un tiempo y un espacio en constante suspensión. En el final de Ida, sobre los créditos, aún se escucha la respiración de uno de sus protagonistas, que sobrevive desde algún lugar del relato; cuando termina ese viaje hipnótico que no parece aceptar otra pantalla que esta gigante del cine Helios, los créditos de El sembrador de estrellas dan cuenta de la multiplicidad de referencias fílmicas y literarias que nutrieron el diálogo en off, y entonces ese viaje de los vivos hacia la muerte, o de los muertos hacia la vida que se prolonga, vuelve a comenzar. 

Cercanos a esas formas fragmentarias, casi experimentales, Guadalupe Gaona e Ignacio Masllorens proponen el caos como unidad en Atlas, o dicho de otro modo, hacen de la dispersión su regla, para rodear una historia fascinante, que rescata varias aventuras científicas de principios del siglo XX en nuestro país, pero abre a su vez un buen número de interrogantes. Al principio, la cámara busca adentrarse en el misterio, avanza entre penumbras y descubre el Atlas del título, que remite a la obra de un neurobiólogo alemán que trabajó en instituciones de salud mental buscando desentrañar la morfología del cerebro de los mamíferos; luego sobreviene la deriva, cierta errancia que es placer y gesto de brindar ojos y escucha a las descendientes del alemán Jakob, a trabajadores del ex hospital Moyano, al avance un poco a tientas entre historias, archivos, fotos y mapas que configuran un paisaje que se debate entre lo imaginario y lo concreto. Cerca del final, el atlas reaparece; ahora la cámara lo mira de frente, registra sus primeras hojas, su índice, para después encadenar esas imágenes con otras que nos sumergen aún más en un misterio acerca del cual no se postulan resoluciones. Atlas es también un viaje sin red, y un teorema sin respuestas sobre la memoria social y colectiva, tanto la íntima como la privada, y una indagación sobre los límites que cruzó la ciencia con la llamada “salud mental” de las mujeres, y con sus propios métodos de investigación.  

El principio es en donde partí. Invirtiendo el viaje y volviendo al inicio, esta nueva edición del EPA puso en pantalla Alcarrás, notable película de Carla Simón, como función de apertura. Con un énfasis en el punto de vista de los no adultos (tal como lo hiciera con la conmovedora Estiu 1993), y en su prodigiosa capacidad de rescatar gestos y miradas, esta historia que teje su propio Maelström entre tradiciones y modernidades, entre formas de trabajo -y de vida- a punto de desaparecer, y de relaciones humanas (muy humanas) que la directora muestra sin juzgar, Simón se pega a los cuerpos de sus protagonistas, les brinda tiempo y espacio a cada uno de ellos, y casi sin enunciarlo, gira su lente hacia los más chicos; será desde ellos que el dilema irresoluble de esa familia de fruticultores a merced de los dueños por prepotencia de esas tierras, seguirá su curso inevitable, mientras todos hacen el esfuerzo de seguir suturando esas heridas siempre a mano de volver a brotar.  

Quedaría mucho más para contar, como ese tiempo en trance que supuso la proyección con música en vivo de The Epic of Everest (J. B. L. Noel), otro material rescatado del pozo del tiempo, en una copia restaurada y con el aporte del barilochense Pascal Armando construyendo climas que pusieron a todo el mundo a volar. La película, que es de 1924, nace por primera vez como nunca nadie la vio y oyó antes, y su poética de la derrota que reivindica la aventura y cuestiona sus modos (la pregunta flota en el viento: ¿cuál es el sentido de avanzar sobre la cima de un monte inexplorado?) dejó en la sala una sensación de descubrimiento compartido entre todos los espectadores. Esta crónica no debería dejar de mencionar una vez más que el programa de cortos de Miradas lusitanas ofreció un puñado de historias que encierran una bienvenida virtud de sus directoras: dejan con ganas de conocer mucho más de (y a) sus personajes, de seguir habitando sus mundos; cada una de ellas cuenta lo necesario para que sus películas sean superficies abiertas, sin que les falte nada. Ese valor, que es el de las formas del cine, se puede rastrear en cada una de las proyecciones de este festival que terminó su sexta edición con una certeza que será irrefutable hasta el próximo año: ésta fue su edición más sobresaliente.   

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