Post Crucifixión: un thriller bíblico. Con una filmografía cada vez más intermitente, Kevin Reynolds acaba de dar señales de vida (justamente) con Resurrección (Risen, 2016), que no es un merecido comeback (ok, basta de analogías): aunque muchos de los que admiramos gran parte de su obra podamos rescatar con esfuerzo destellos de su habilidad dentro de este fallido regreso, es un film muy menor que encima en su desenlace es lastrado por un manual de cristianismo para niños que ni Zeffirelli. Luego de la impecable miniserie Hatfields & McCoys, realizada en 2012 para el History Channel, sobre dos familias norteamericanas enfrentadas por la guerra civil, y cuando parecía que las esmeradas producciones para la tele de cable iban a ser el módico destino de otro director maldito, Reynolds retorna a los cines con una historia muy grande jamás contada. En este caso a la pasión de Jesucristo le añade una ficción de intriga: Clavius (Joseph Fiennes), tribuno romano y mano derecha de Poncio Pilato (Peter Firth, inglés pero nunca Laughton), es enviado por éste a buscar evidencia del cuerpo del tal Yeshua desaparecido de su tumba para así acallar los rumores sobre su supuesta resurrección y terminar de una vez por todas con el mito del líder que resuena más fuerte luego de su agonía y muerte. Su entrañable transparencia, digamos.
A la primera hora larga -y alargada- que se toma para construir el relato, donde conocemos la Pasión desde ángulos distintos a los de Scorsese y el mencionado Zeffirelli, como para armar un Rashomon católico, y donde todavía esperamos que aparezca la mano de Reynolds, probado guionista y director de legítimas raíces clásicas, le sigue la búsqueda de un Clavius cada vez más dubitativo de sus creencias. Esto tiene cierto interés, y hasta podrían establecerse paralelos entre la investigación/inquisición que desarrolla el “comando” del tribuno y las persecuciones ideológicas de nuestro mundo actual. Aprietes hubo siempre. Aún así, y con cierta parsimonia ajena a un creador con sentido del ritmo, la película proveerá una resolución endeble, simplista y de biblia zipeada que bajo una insuficiente capa de film de aventuras termina de deschavar un producto que no está lejos del estante donde descansan los de la cienciología, o síntomas extraños como 90 Minutes in Heaven (2015), con Hayden Christensen, producido por la Family Christian Entertainment, o como Left Behind (2014), con Nicolas Cage, primera adaptación al cine de una novela en serie (ufa con las novelas en serie que devienen en “cine” en serie) de corte religioso apocalíptico escritas por Tim La Haye. Por lo pronto, ambas películas son pésimas.
Una raza en extinción. Me hago cargo de la reiteración y dispensen -varias veces en HLC hemos comentado sobre el adocenamiento del cine de aventuras: ahora vienen de a docena y como chorizos- la aparente claudicación de los herederos de la aventura clásica que eran la reserva del género, como Stephen Sommers, que de La Momia I y II y Aguaviva (Deep Rising) pasó a la endeble franquicia GI Joe, o como Joe Johnston, que de Jumanji, Cielo de octubre u Océanos de fuego pasó al inicio de la franquicia de Capitán América. Luego del pase a las grandes ligas de la acción, donde poca era la oportunidad de mostrar su marca registrada, cayeron en un limbo de intrascendencia, cuando no a la lisa y llana inactividad. Sumémosle el ya visitado John McTiernan, del cual no hay noticias, y nos queda en la cancha un impecable guionista y “contador” del cine de género como Brian Helgeland (sobre todo en Revancha, Corazón de caballero y Leyenda) que parece tener más actividad últimamente. Me estoy olvidando de alguno que otro más, y de Spielberg, justamente cuando se acuerda, pero… estamos cortos, ¿no?
Si bien Resurrección devuelve a un narrador que no precisa de grandes herramientas de producción (a menos que las use para jugar, como en Waterworld, de la cual más abajo nos ocuparemos), no vemos que el futuro de la carrera de Kevin Reynolds augure un retorno a su mejor forma. Ahora bien, ¿qué nos dio este tipo para que se merezca que lo extrañemos un poco?
Los KK. Desde los ‘80, su filmografía arrojó apenas diez películas, habiendo sido reconocido tan sólo por un taquillazo (Robin Hood, Príncipe de ladrones, 1991) y por un megafracaso llamado Waterworld (1995), ambas en sociedad con su tocayo y amigo Kevin Costner, otro que, más allá de elecciones de carrera, sigue siendo uno de los últimos actores clásicos, injustamente castigado por obras magníficas y excesivas como la recién nombrada, o El cartero (The Postman, 1997).
Luego de Fandango (1985), película del camino bastante intrascendente de cuando Costner todavía no era conocido y que anticipaba en clave dramática los road trip que iban a ser subgénero plataforma para actores como Galifianakis y cía., Reynolds se descolgó con otro tipo de road movie: La bestia de la guerra (1988). En tiempos de la invasión de Rusia a Afganistán, un tanque ruso escapaba al desierto perseguido por una banda de guerrilleros afganos cuya aldea habían exterminado. Allí confluían el nervio y drama del Sahara de Zoltan Korda (1943) con la obra de otro desangelado del cine estadounidense como John Milius, aunque sin que apareciera ni un solo estadounidense: eran solamente los rusos hijos de puta. A la luz de los cambios del mapa geopolítico, ¿qué podría haber dicho Reynolds sobre esta película años después?
Más tarde abrevaría en la literatura clásica de aventuras (no en vano en La bestia de la guerra el prólogo y, por qué no, el esquema central del guion era un fragmento de El joven soldado inglés, un poema de Kipling: “Cuando te hieren y abandonan en las llanuras de Afganistán y las mujeres salen a despedazar tus restos, toma tu rifle y vuélate los sesos y ve a tu Dios como un soldado”) a partir de la citada adaptación de Robin Hood después de otras tantas, entre ellas las del prolífico Allan Dwan (1922) y la más conocida de Michael Curtiz (1938), otro menospreciado director que quedó a la sombra de nombres más destacados y que, al igual que Dwan, tiene clara huella en la obra de Reynolds.
En la primera media hora, esta recontraremake presentaba en pocos trazos personajes e historia, y acentuaba una vez más la confrontación entre buenos-buenos y malos-malos, esquema que podemos achacarle tanto a Reynolds como a gran parte del cine estadounidense de aventuras de los ‘40 y ‘50. El Hood de Reynolds aunó todos los condimentos para el gancho comercial con una fidelidad notable a sus fuentes, tanto literarias como cinéfilas, y un reparto bien para la tribuna: Alan Rickman, entonado por su entonces reciente villano de Duro de matar, como el sheriff de Nottingham; Michael Wincott, otro acostumbrado a hacer de (muy, pero muy) malo de leyenda, que jugaría un rol similar en la posterior El Conde de Montecristo (2002); y, para balancear y continuar con los encasillamientos, Morgan Freeman como el moro fiel ladero de Hood. No podía ser otro: acá el negro es más tierno que haciendo de Dios, pero le tira unos one liners memorables al “cristiano” Hood. Costner -de cínico a romántico, de balbuceante a resoluto, con esa mirada que nos podrá vender un auto usado sin que él mismo sepa si nos está cagando- tallando a flechazo puro su estilo propio: lo podremos catalogar como clásico pero, a diferencia de Clooney, nunca le pudimos decir que es el Cary Grant de estos tiempos. Ni Errol Flynn ni nada. Es Costner. No es poco.
Los glu glu. Tampoco será poco ese megadesastre económico y de crítica que fue la maravillosa Waterworld, en la cual Reynolds y Costner resuelven tirar todo por la borda, cambiar el folclore medieval inglés por la distopía y hacer una aventura totalmente descabellada desde el vamos: si los polos se van a derretir no vamos a andar con estimaciones, todos al agua y sálvese quien pueda llegar a la Dryland, ese paraíso utópico que es el pedacito de tierra seca que dicen que en algún lado está. Como una Mad Max de un mundo de agua igualmente violento y empetrolado, esta locura que incluyó un presupuesto exorbitante, tormentas perfectas, peleas de los Kevins y escenarios y escenas de riesgo reales fue también la Heaven´s Gate (Michael Cimino) de Reynolds, la despedida de un siglo y de un cine físico que sería pronto casi absolutamente tapado por la alta tecnología y proyectos con escaso margen de error financiero por sobre todo contenido(*).
Tan excesiva y obsesiva fue la larga filmación como anárquica y libre la anécdota del mutante encarnado por Costner y su dilema –como Rockatansky- de no pertenecer del todo a ningún mundo, en este caso ni al que se desvive por encontrar suelo firme ni tampoco al de los hombres peces, simplemente porque todavía no encontró a ninguno de sus iguales. Fascinado solamente por los vestigios del mundo pasado (por ejemplo, una hoja de revista, aunque no tenga idea de qué es lo que dice), es un héroe a pesar de sí mismo que, en su tosquedad y recelo a socializar (Waterworld también tiene mucho de western), va a desafiar todo poder establecido en la figura del Diácono –un Dennis Hopper en su salsa, sacadísimo como jamás, si eso fuera posible- para que una mujer y su hija arriben a ese ninguna parte que es la tierra seca.
Es imprescindible ver este hermoso desborde de los Kevins que nadie perdonó en su versión más completa, el llamado Ulysse´s Cut, que llega a las tres horas y no decae jamás, completa muchos huecos de la historia de las dos coprotagonistas y, entre otras cosas más, incluye una bellísima escena nocturna donde en la extraña balsa del marinero (jamás conoceremos su nombre) suena Miles Davis desde un desvencijado reproductor de CD que rescató entre tantos otros trastos cada vez que se sumergió a rastrillar ciudades que yacen en el fondo del océano mundial. Porque, como se sabe, el tipo puede tranquilamente hacerse un asado bajo el agua; el problema es que no hay animales y cultivar un tomate es una proeza.
Terra firme. Recién en 2002 el cine de Reynolds volvería sigilosamente al terreno seguro que tan redituable fuera con Robin Hood, acudiendo a El conde de Monte Cristo, de Alejandro Dumas, otra novela varias veces adaptada al cine desde tiempos mudos. De modo que volvimos a ver el buen uso de los planos imponentes de escenarios naturales, así como las escenas de acción filmadas y editadas con agilidad pero sin la confusión ampulosa que reina en el cine moderno. Aquí no estaba Costner, pero en el rostro de Jim Caviezel (el Cristo de Gibson) podemos adivinar su herencia. Y otra vez, para los contrastes, aparece Wincott, y Guy Pearce para que la platea chifle. Porque el mejor cine de Reynolds es el que no solamente evoca las matinees sino que también las replica. Unos pocos años después, el nuevo proyecto lo remonta a la Edad Media en su versión de Tristán e Isolda (2006) con un Romeo y Julieta jugado en el fuego cruzado de Inglaterra e Irlanda donde las constantes buenas y malas del director se mantienen: entre las batallas heroicas y los amores condenados a la tragedia asoma un espíritu Billiken/Disney para contar la historia. Igual, ojo: Disney ha tenido capos como Robert Stevenson o Ken Annakin para algunos de sus más estimables productos no animados.
(*) “Empezó bien pero luego cayó, por la sencilla razón de que a la gente no le gustó. Por supuesto que, a pesar de todo, hará dinero, pero creo realmente que es una manera horrible de hacer películas” (Peter Bogdanovich, ejemplificando el cine mainstream actual con Batman vs. Superman. Entrevista de Diego Brodersen en Página 12, 15/4/2016)
Si te gustó esta nota podés invitarnos un cafecito por acá:
De Reynolds sólo vi Robin Hood, Waterworld y Montecristo, con esas alcanza para que sea uno de los directores que más extraño en un cine. Guy Pearce volviendo para enfrentarse a Caviezel es un momento glorioso. Para el aplauso de reconocimiento después de haberlo silbado en todo el partido.
Me alegro que compartas el espíritu del artículo, yo también encuentro en la obra de KR ese tipo de participación del espectador. SImilar al que había en el cine clásico que solamente conocí ya fuera del cine como espacio. Muchas gracias! Andrés.