A boxes. Si bien nunca se reconoció debidamente el talento de Joe Johnston para trabajar en las grandes ligas y a la vez hacer películas casi artesanales hasta tropezar con El hombre lobo (2010) y recuperarse parcialmente en la primer Capitán América (2011), resulta extraño encontrarse con Not Safe for Work (2014), una producción casi secreta en esa papelera de reciclaje que significa “directo a video”, tal cual ha sido su formato de estreno en EEUU y aquí, y con pocos puntos de contacto con la obra predominantemente lúdica, libre y clásica de Johnston. Con algunos méritos propios, Not Safe for Work -cuyo título original refiere en la jerga oficinística al material de internet que no deberías tener en pantalla ante la probable presencia de jefes y/o compañeros- es, desde el diseño del póster, muy fácil de confundir con cientos de direct-to-dvd-films que aparecen en mantas, kioscos y otras bocas de expendio que estos tiempos nos supieron conseguir.
De económico presupuesto, locación y duración, es un thriller ajustado que se desarrolla en un edificio donde funciona una poderosa firma de abogados en lucha contra una empresa farmacéutica cuyo último gran descubrimiento ha provocado una serie de muertes. Es decir, una pelea entre villanos. El bueno es Tom Miller (Max Minghella, hijo del director de El paciente inglés), un joven profesional al que acaban de rajar y que, en la misma puerta, pega la vuelta porque se huele algo raro. Descubre que el edificio va quedando vacío y que su competitivo compañero ya le está espiando lo que quedó en el escritorio, con lo cual el bando de los buenos queda reducido a uno. El mundo de los yuppies es así, parece decirnos la película de Johnston. Y peor: en el edificio hay un killer que empieza a limpiar los que todavía no volvieron a casa. El peligro de las horas extras y los workaholics.
Johnston lleva con nervio y mórbida diversión este juego de gato y ratón entre oficinas, pasillos y archivos donde el que se lleva las palmas es el malo encarnado por J.J. Feild, con toda la estampa y cinismo inglés. El joven leguleyo caerá por comedido en un gran infierno –el fuego es otro protagonista- de donde deberá salir mejor indemne y precavido que purificado . Y si bien las vueltas de tuerca y el epílogo dejan bastante que desear, el producto asoma por la media de las películas destinadas a los boxes de DVD. Al margen: a prestar atención a Eloise Mumford, de carrera hasta el momento no muy brillante pero que acaba de estar en la ultraarchipromovida Cincuenta sombras de Grey.
Ahora bien, la obra de Joe Johnston es otra cosa. Tal vez -ojalá- esto haya sido un paso de transición, ya que es de los contados directores que han apostado a filtrar un estilo personal y cierta orgullosa cinefilia en la industria del cine y que, como se dijo aquí, no están muy presentes.
Socios para la aventura. Para empezar, los espacios abiertos y las referencias al cine de aventuras y fantasía clásicos son materia prima en las películas de Johnston, ya desde su primer incursión en el largometraje con Querida, encogí a los niños (1989) en la que el inventor encarnado por el hoy retirado (una pena) Rick Moranis accidentalmente reducía a hijos y amiguitos al tamaño de una pulgada para que terminen lidiando con insectos en la inmensa espesura del césped del patio. El drama existencial mathesoniano del increíble hombre menguante se convertía en una brillante comedia de ciencia ficción. Nuevamente bajo el sello Disney y sin llamar mucho la atención, dos años después dirigió la entrañable Rocketeer, basada en un cómic del escritor y dibujante Dave Stevens publicado en 1982 pero inspirado y ambientado en los seriales de los años 30 y 40. Rocketeer es un festival de cine que cumple una gran premisa: respirar la energía de las película antiguas sin parecer un artilugio de escenificación vintage (su más reciente Capitán América muestra algo de esto). La historia del joven piloto de un destartalado avión de acrobacias que descubre un dispositivo de cohete para amarrarse a la espalda es el primer pie de Johnston en la construcción del protagonista soñador y lírico que luego desarrollaría en Cielo de Octubre. Las intervenciones de Timothy Dalton –tan bien aprovechado aquí como en Looney Tunes in action, de Joe Dante, otro niño-cineasta de la misma raza- en plan Errol Flynn, y del siempre disfrutable Alan Arkin son un pilar actoral fundamental para esta deliciosa matinée.
El juego que no se termina. Más tarde Johnston volverá de alguna forma al patio de Moranis demostrando que junto al citado Dante es de los poquísimos que además de cultivar el cine como diversión también trata a sus jóvenes protagonistas como los verdaderos reservorios de la inocencia pero también de la sabiduría: en 1994 aborda el proyecto The Pagemaster, un mix de animación y actores que salvo por la presencia de un Macauley Culkin de moda no tuvo mayor resonancia y eso que su historia era atractiva: un niño apocado que en una tormenta se refugia en una biblioteca termina, patinada y golpe mediante, metido en un laberinto de dibujos animados que lo traslada por los grandes clásicos de la literatura de aventuras. Una rareza donde además resalta Christopher Lloyd como figura protectora a falta de futuros gandalfs. En 1995 llega Jumanji, la película más popular de JJ y que también llamaba al juego, en este caso uno de mesa y bastante extraño, que provocaba tanto la liberación de un hombre atrapado por años como el caos que convertía una mansión en un vórtice de animales de la selva listos para aterrorizar un apacible pueblo. El a estas horas lamentado y como siempre discutido Robin Williams estaba a sus anchas en la piel de un niño convertido en hombre perdido en la selva y rescatado por obra y gracia de otros dos chicos que encontraban el juego, y Johnston se defendía peleándola con demasiados efectos digitales que tanto aportaban al espectáculo como escamoteaban al cuento.
Antes de probarse las pilchas del Spielberg team, hizo una joya que tal vez sea su película más pareja, y donde los ideales le hacen pelea a la realidad y conmueven sin invitar al llanto: Cielo de octubre (1999). El capo de Chris Cooper y un todavía tierno y pre-Darko Jake Gyllenhaal componen a padre e hijo en pugna entre los deseos de aquél de que su hijo trabaje como él en la mina de carbón y el sueño del chico de diseñar un cohete y participar en un concurso científico. La historia, real, acontecida en un pueblo americano en los años 50 suma a lo comentado sobre los héroes johnstonianos: líricos pero empecinados para remarla, y soñadores pero de ningún sueño americano en rascacielos yuppies (de ahí el Minghella ninguneado en Not safe for work) sino de lo que su vuelo personal les dicta, sea inventar máquinas estrambóticas, volar con un cohete en la espalda o inventar uno con dos mangos y medio.
Dinosaurios, caballos y lobos. El siguiente giro de timón en la filmografía de Johnston fue más bien fuerte y empezó con el encargo-desafío de continuar la franquicia jurásica de Steven Spielberg: el resultado fue Jurassic Park III (2001), que es justamente un parque de diversiones en una película, manteniendo un ritmo infernal que alternaba agua, aire y tierra, retomando como centro de escena al Dr. Alan Grant que nunca debió haber faltado, y donde se nos hace imposible no querer que los dinos se devoren a la insoportable Tea Leoni. JP3 le hace bastante honor a la saga y si no está a la altura de la primera supera a la segunda. Hidalgo (aquí titulada Océanos de Fuego) encuentra tres años después a Joe Johnston nuevamente en la épica clásica de aventuras y su héroe es Viggo Mortensen, exacto y casi tallado a mano para este cowboy que en 1890 emprende su propio Dakar en una carrera de caballos de 5000 km en el desierto de Arabia. Era posta para un director cinéfilo que este cowboy se iba a encontrar con Omar Sharif, y los sones e imágenes de Lawrence de Arabia iban a aparecer como espejismos para el espectador memorioso.
En un síndrome parecido al que sufrió otra esperanza del cine espectáculo como Stephen Sommers (La Momia I y II, Aguaviva, El libro de la selva), cuyo clasisismo fue devorado por las megaproducciones (Van Helsing, G.I. Joe), Johnston se montó a una discutible y compleja adaptación de El Hombre Lobo,basándose en el guión de la clásica de 1941 con Claude Rains que merece revisarse -aunque conspira entre otras cosas un diseño de producción tan sobrecargado como el cazador de vampiros de Sommers-, y posteriormente cedió a la avalancha Marvel dirigiendo Capitan América: El primer vengador, donde a diferencia de Rocketeer es la acción y el show de f/x el que manda y donde salvo la “marca Johnston” del duro camino del crecimiento y la transformación de Steve Rogers, se confunde fácilmente con la montaña de cómics adaptados al cine.
Con tantos pergaminos y el cine de aventuras sin nuevos herederos de los clásicos (alguna vez aquí hablamos de la obra de John McTiernan, el ya citado Dante, el olvidado Kevin Reynolds, el extraviado Sommers y pocos más que ya revistan, salvo el último, como veteranos) , no es un buen síntoma que Johnston no esté abrochado a algún proyecto interesante y sólo tengamos noticias de él a través de una producción “de entrenamiento” como Not safe for work. Aquí estamos unos cuantos esperanzados en devolver la dignidad al término “pochoclo” y que la épica no sea patrimonio del pasado o de las computadoras.
Not Safe for Work (EUA, 2014), de Joe Johnston, c/Max Minghella, J.J. Field, Eloise Mumford, 74′.
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