Atención: Se revelan detalles de la trama.

Brando de Sica continúa el oficio familiar con una ópera prima atravesada fuertemente por la cinefilia, al igual que él. Es el escape hacia la fantasía en un juego donde el tejido de lo real se desgarra en busca de salvaguarda de una ciudad violenta, opresiva, que expulsa a todo habitante ajeno al statu quo pero qué a su vez permite redención a través de sus mitos, sus fantasmas y monstruos cinematográficos.

Mimì (Domenico Cuomo) es un adolescente napolitano que sufre constantes abusos de sus conciudadanos -en especial del heredero del magnate del pueblo- debido a una malformación en sus pies. Con el objetivo de protegerlo, su padre le enseñó el oficio de pizzero y lo mantuvo  lo más alejado posible del exterior. Encerrado en el seno familiar compuesto por ese padre adoptivo y una vecina/amiga/madre que a fuerza de temor transforma amor y protección en asfixia y exclusión, el monstruo se aleja de la sociedad. La ruptura de ese orden férreo y anquilosado vendrá de la mano de Carmilla (Sara Ciocca), joven dark que lo introduce en el universo ficcional gótico, las historias de Drácula, y le cuenta con total seguridad que Vlad Tepes está enterrado bajo la ciudad. Es así como este lugar violento guarda en sus entrañas históricas la promesa de una nueva vida bajo las alas de la ilusión: el mito de refundación individual.

Esta Nápoles mítica se presenta como prisión y a la vez vía de escape, encerrando de alguna manera la solución a sus propios males. Así, desde el inicio se conforma como laberinto, con calles angostas que oprimen a esa juventud que la recorre huyendo constantemente. La ciudad es tan protagonista como sus habitantes porque los determina, define sus lugares y los constituye en esa batalla clasista que se da entre el sur humilde, trabajador –la pizza es un alimento barato-, y el norte acaudalado hacia donde se planeará la fuga. No es casual que en la primera escena, los pasos pesados del protagonista cubierto por sombras de la noche salten la reja para invadir propiedad privada y así disfrutar de aquello que le quedó vedado: una piscina. Esa prohibición y esa expulsión se mantienen durante toda la película. Los personajes son echados, perseguidos, corren y son corridos, buscan tan constante como inútilmente una vía de escape.

La piscina no solo funciona como un deíctico de clases, sino que es en ese sitio simbólico que se produce el combate entre Mimì y Nando (Mimmo Borrelli), joven millonario que recurréntemente lo violenta por su deformidad y lo obliga a abrir el local a deshoras para cocinarle a él y a su séquito, reduciéndolo por la fuerza al rol de sirviente. Porque en definitiva, la particularidad física del protagonista es una de las condiciones que, acompañado a su estrato social, llevan a que se le margine.

Un tema actual como el bulling es tratado en clave gótica, como opresión a toda alteridad. Todos los personajes son de alguna manera outsiders, porque como en todo buen relato gótico el Mal es El otro: el joven de bajos recursos, el chico homosexual, la chica trans que además es extranjera (quien más entiende y reconforta al protagonista, porque encierra en sí una doble alteridad). Si para Polidori el vampiro no se refleja porque es aquello que la sociedad se niega a ver, para De Sica esa invisibilidad es síntoma del renacer, y esos excluidos pueden tejer un entramado social donde encontrar contención.  

La pesadez en el andar, la forma tosca de moverse con pisadas irregulares, emparentan a Mimì con el monstruo de Frankenstein ya desde la primera toma, donde mira la ciudad a lo lejos. No se trata solamente de un parecido físico, sino de la actitud que mostrara especialmente la obra de Shelley. Aquí, el adolescente es un monstruo penitente surgido de un no-lugar, criado con las monjas en el claustro de un monasterio, donde además su malformación es entendida como símbolo del demonio.

Esa camada de seres marginales simbolizados con lo monstruoso busca encontrar un lugar de pertenencia -tópico recurrente en el gótico del que se nutre el giallo-, y estalla plenamente en los momentos culmines de la película chorreando sangre. Giallo reconvertido porque no hay misterio en la serie de asesinatos, y porque el foco no está puesto en la espectacularización de la serie de muertes en consecución sino en la psicología de los personajes y su vaivén en medio de la lucha que los atraviesa. Incluso la fotografía -premiada en SITGES-, abandona su mostramiento típico al estilo baviano, para aferrarse a la justificación diegética (las luces coloreadas extravagantemente corresponden a focos de los boliches). 

El universo gótico se representa no solamente en tópicos, sino invocando obras de reconocimiento universal que se referencian como ídolos. El cine, creador de dioses modernos, da nacimiento a un nuevo mundo que rompe aquella realidad estática ligada a la muerte y la opresión para dar cabida a una vitalidad que se regocija en las sombras y que al revés de lo esperado, se presenta como ilusión -en ambas acepciones-. Porque la Nápoles de De Sica es una ciudad de muertos. Todo el tiempo sobrevuela el tema de la muerte, vaticinando de alguna manera el Destino que espera al protagonista: la primera vez que se refieren a Carmilla lo hacen como “la novia del muerto”, el cementerio es un escenario de encuentro, y la segunda parte de la película se da a través de una arcada de piedra seguida por el cortejo de un carro fúnebre que marca la entrada en el otro plano.

Es en el encuentro fortuito con Carmilla donde encontrará una posibilidad de pertenencia. Ella le introduce en el universo gótico que la compone ya desde el nombre autodesignado, haciendo honor al personaje victoriano de Le Fanu. Le introducirá al círculo de lectura de El Necronomicon de Lovecraft y le nombrará una consecución de títulos del universo draculiano resaltando las producciones de la Hammer protagonizadas por Christopher Lee. Porque el mundo que le ofrece está fuertemente asido a la ficción: todo el espectro de lo real comienza a desvanecerse para dejar entrar la fantasía. La relación de los personajes está anclada en lo ilusorio, cosa que De Sica pone de manifiesto en la escena del beso ocurrido en las alturas de una estructura parecida a una atalaya que emula el incómodo beso de Vértigo (Hitchcock; 1958). Se persigue una ilusión. No es casual que la escena donde el protagonista vuelve a hallar a su novia remita a la del reconocimiento de Doble de cuerpo (De Palma; 1984) a través de la TV.

A partir de este encuentro, no solo con una suerte de alma gemela marginal sino a partir de un nuevo mundo, una nueva realidad, es que comienza un doble viaje de iniciación: hacia un lugar de pertenencia en la subcultura gótica y hacia la adultez (cuyo origen se da con la relación amorosa y el despertar sexual), escapando del acoso de sus conciudadanos y la asfixia que le provoca la familia. Porque es la familia la que impide que los hijos crezcan, apartándolos del mundo y de lo otros. Cuando Mimi va en busca de Carmilla a la casa de sus padres- en una escena que recuerda a Déjame entrar (Alfredson; 2008)- encuentra que su imagen contrasta violentamente con la que presentaba : se la muestra absolutamente aniñada, idea reforzada a partir del nuevo espacio que ocupa. Su habitación la envuelve con una luz cálida salida de una lámpara en forma de gatito, mientras sale de una cama dominada por un acolchado estampado con unicornios. En el fondo, una pizarra grita que odia las matemáticas. Asimismo, a Mimì lo mandan a la alcoba, castigado por desobedecer a su padre. Es la familia la que custodia leoninamente la frontera entre la niñez y la adultez. Es en ese sentido que en la película se presentan dos tipos de drogas: las que liberan, usadas por los adolescentes, y las que encauzan, proporcionadas por los padres.

Ese pasaje a otro plano -al mundo de los muertos, al universo gótico, a la fantasía cinematográfica- es marcado por un arco pedregoso que deja a los personajes mirando al abismo como el personaje de El caminante sobre el mar de nubes (Caspar David Friedrich. 1818. Óleo sobre tela. 95cmx75cm. Kunsthalle). Miran el mundo con aire existencialista, con su angustia, por lo que comienzan una travesía ritual hacia la muerte que culmina en una natividad subvertida. Toda la película ocurre con aquella navidad de fondo, casi imperceptible. El Pesebre de la casa de la vecina, armado con muñequitos de acción y figuras fantásticas, vaticina el renacimiento de nuestros monstruos hacia un lugar otro, inhóspito, que se presenta como un pasillo oscuro, lleno de neblina y boscoso- arquetípico del gótico- pero que encarna la salvación hacia una trascendencia por fuera de esa ciudad mítica y atroz. Es en aras de dicha trascendencia que constantemente se pone en duda qué es real y qué no, poniendo a prueba tanto el verosímil del universo narrativo como nuestra credulidad. Hasta la escena final donde se revela el misterio.

La cinefilia es la única salvación, como toda religión, como promesa diligente. Ante todo acoso e injusticia, ante el malestar de toda una realidad adversa, donde se tienen todas las condiciones para perder, llega el cine a salvarnos.

Este es el sacramento de nuestra nueva fe. En una contemporaneidad donde anunciamos su muerte, nos sobran motivos para seguir reafirmando su resurrección.

Mimì – Il principe delle tenebre (Italia, 2023). Guion y dirección: Brando De Sica. Fotografía: Andrea Arnone. Edición: Francesco Galli. Elenco: Domenico Cuomo, Sara Ciocca, Mimmo Borelli, Giuseppe Brunetti, Abril Zamora. Duración: 103 minutos.

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