Rubén (Roberto Suárez) sana. Tiene un don cuyo origen El santo (Carbonero, 2023), se despreocupa de revelar. No es, en definitiva, lo importante, aunque la escena del comienzo -cuando deja de hablar con sus compañeros de bar para dirigirse hacia donde hay un auto volcado e incendiado con el cuerpo del conductor en el asfalto- pueda interpretarse como un indicio tan poco específico que se decide no seguirlo. Incluso el recorrido posterior que vemos por el pasillo de la galería, aunque presenta al personaje y su entorno, deja, en su vaguedad de gestos la sospecha, el espacio para la duda. Es la escena en la que un hombre enfermo lo visita en la oficina, la que sirve para despejar toda suspicacia. Ese personaje es el elemento externo a ese espacio que permite la validación, en tanto no parece haber conocimiento previo entre ambos. El repertorio de maniobras que ejercita Rubén puede verse incluso como violentas (la toma que hace desde la espalda del enfermo), pero construye una forma de sanación tan alejada de la medicina tradicional como de los curanderos populares. Las breves secuencias que se suceden en ese primer capítulo lo refrendan: hay algo fuera de lo común, un retorcimiento de los métodos que enrarece la percepción sobre lo que ocurre.

Rubén no habla. Sus diálogos se limitan a una practicidad que revela la incomodidad para paciente y espectador. Parece, en todo caso, un manipulador de los cuerpos a los que les quita el movimiento para luego, paradójicamente, hacer que lo recuperen (el caso prototípico es el del joven con las muletas). Sus palabras se expresan con ese primer enfermo: frases breves que se imponen como órdenes (“Sacate la camisa”) o como sugerencia (“Es a voluntad. Vení mañana y traé lo que quieras”). No necesita hablar: su cura es un lenguaje de gestos, un puro movimiento en el que todo el cuerpo está involucrado, con excepción de las palabras (en todo caso, se vuelven fórmulas que, como tales, en la repetición, se vacían de significado real). Incluso cuando esa lógica sanadora se ha desvanecido en una construcción ficticia, Rubén sigue administrando su “poder” sin necesidad de hablar, poniendo la mano mecánicamente sobre la cabeza de los enfermos. Cuando Benjamín (Benjamín Mateos) lo reemplaza en el set, Rubén advierte la naturaleza de ese cambio. No es solo que han decidido reemplazarlo a partir de su auto-encierro en el control, sino del hecho de que Benjamín trastoca el juego introduciendo la fórmula expresada en palabras (“Va a curarse” le dice a cada uno luego de unos breves instantes de silencio) que interpone una promesa explícita allí donde se generaba una fe implícita. Hay un vínculo que termina de romperse como parte de un traspaso forzado en el que Rubén ya no tiene injerencia. Rubén habla. Hay un momento en el que el personaje habla, aunque manifiesta su incomodidad. No es el momento de la historia del gigante y la aldea (una parábola sobre el poder que solo sirve como parte de la curación de Benjamín). Es el momento posterior, cuando los amigos de Isabel (Elisa Carricajo) le preguntan sobre sus curaciones. Rubén se convierte, al hablar, en el centro de atención, pero es un centro desfasado de sus actos. La frase de Isabel poco después, refuerza ese concepto de centralidad que asumirá a partir de ese momento: cuando le señala que va a hacer que lo conozca todo el mundo, lo coloca en un centro que solo va a abandonar -físicamente- en el final.

Rubén es el centro del mundo. El relato, entonces, se cierra sobre ese eje, sin que haya nada que lo perturbe. El cierre no solo concentra la narración, sino que sirve para elaborar el tono que seguirá: el fanatismo en el templo, la organización alrededor de lo visual lo sostienen en un sistema, alrededor del cual comienzan a orbitar asistentes, ayudantes, colaboradores y técnicos varios. Es tan grande esa centralidad que el final produce un desplazamiento, un corrimiento de todos los elementos para generar un nuevo eje en el que Rubén, ahora sí, su imagen construida, permanece en el centro. Pero ya sin poder manipular sobre los cuerpos, sino siendo él mismo una imagen manipulada.

Transformarse. El santo puede pensarse como una historia de continuos traspasos que se inician en el momento en el que Rubén trae -literalmente- a la vida al cuerpo vegetativo de Benjamín (la referencia posterior al crecimiento del pelo en relación a cómo era antes señala ese pasaje). Esas transformaciones se vuelven continuas. Del espacio, en ese pasaje de la oficina al templo y de allí al estudio de televisión, de lo natural a lo circense, aunque unas y otras tengan una relación difusa con el afuera y estén dominadas por la oscuridad y la artificialidad de la iluminación. Del personaje, en tanto Rubén se transforma casi por completo, desde la vestimenta (ver las ropas cotidianas que viste al principio, la especie de uniforme con el que se presenta ante las cámaras y la ropa de mujer con la que se encierra en el control del estudio) hasta lo físico (ese aire de abandono que lo define en el tramo final) y también en las actitudes que lo llevan a un estado de rencor primero (la reacción ante Fede, el escultor, por lo que entrevé en Isabel) y de violencia posterior (con quien intentó matarlo, con Isabel). Como si fuera el reverso de la crisálida, Rubén se transforma de la imagen idealizada a una suerte de monstruo: de allí que no sea casual que su recorrido sea circular con la imagen del comienzo, pero ahora con su cuerpo reemplazando al del accidentado en el auto. Pero la transformación más importante es la que van definiendo los títulos de cada uno de los capítulos. Rubén pasa de ser el sanador, el hombre que cura, aún con esos métodos estrafalarios, a ser el santo. De la presencia física a la construcción de una imagen devenida estampa, una invocación bajo la cual el circo sigue su marcha bajo la admonición de quienes lo llevaron hasta allí. El círculo se cierra para dar lugar a otra etapa. Pero el santo es ahora, apenas, un dibujo –ese que según Rubén no se parece en nada a él- que se lleva como una figurita en el bolsillo o la billetera. Su caída no es solo la del cuerpo rodeado por los hombres que lo alcanzaron en su huida –y entre los que está su amigo Oscar con su ojo como prueba directa de que ya no hay forma de sanar-, sino la de ese busto de papel maché que se consume en el fuego hasta ser cenizas, apenas algo que se olvida.

El Santo (Argentina, 2023). Guion y dirección: Agustín Carbonere. Fotografía: Luciano Baradacco. Edición: Alejo Santos. Elenco: Roberto Suárez, Elisa Carricajo, Claudio Da Passano, Benjamín Mateos. Duración: 86 minutos.

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