Francesco-Francavilla-HAIL-CAESAR_1200_1800_81_sLos números impares tratan de ¡Salve César! Los pares, de otras películas de los Coen. Faltan enlaces.

1. ¡Salve, César! es una película simpática, algo que los Coen no hacen muy seguido. También es pequeña, juguetona y brillante. Trata de Eddie Mannix, director general (su oficina dice Head of Physical Production) de los estudios Capitol en plena época clásica. Estamos en los años 50. La filmación simultánea de varias películas y el estreno de alguna otra les permiten a los Coen revisar los géneros, algo que hacen desde siempre pero que acá adquiere la forma de una antología. Hay un western con chico lindo que canta, un drama sofisticado, un péplum (¡Salve, César!, justamente), un musical acuático y otro de marineros. De todos vemos alguna escena, lo que hace que la película se vuelva episódica.

El movimiento del estudio es constante. Hay mucha plata y mucha gente en circulación. La secretaria le presenta a Mannix los problemas y las obligaciones en típicas escenas de apuro. Mannix resuelve en un segundo o en unos días, según sea necesario, porque además de un don tiene la virtud de la prudencia, y sabe administrar la ansiedad. Capitol está siempre a punto de desmoronarse. Mannix es la garantía de su funcionamiento. Si hay problemas climáticos manda  una unidad a filmar lluvias. Si una actriz soltera queda embarazada imagina que puede adoptar a su propio hijo y cambiar la noticia de escándalo a filantropía. Si un actor es secuestrado por los escritores comunistas de Hollywood busca el dinero y paga el rescate, y si el tipo vuelve con preguntas acerca de la función ideológica del cine le da unas cachetadas y lo manda al set de filmación para que haga lo que debe: actuar como una estrella. Todo lo hace a tiempo, por eso el objeto que lo identifica es su reloj. Mannix no falla nunca. Tiene un talento especial. Está tocado por la gracia, como dice el narrador de El gran Lebowski sobre el Dude. Pero el Dude está fuera de su época y Mannix no puede estar más en sintonía con la suya. Lo que paga su infalibilidad y adecuación es su vida privada. Mannix no está nunca en casa, y casi no ve a su familia. No porque ande con mujeres, se vaya de fiesta o sea un rico presuntuoso. Lo que pasa es que el estudio le pide la vida. Es un monstruo que funciona con su tiempo y su energía. Sin Mannix no hay Capitol. Es el tipo que mantiene en equilibrio un mundo que, como siempre en los Coen, es puro caos.

2. Hay películas de los Coen que funcionan como reversiones de otras. Quémese después de leerse es Simplemente sangre en forma de comedia. Sin lugar para los débiles es una corrección estilística de Fargo. ¡Salve, César! es la contracara de Un hombre serio, cuyo protagonista es el anti Mannix: un tipo que no puede controlar nada y que parece haber ganado la lotería de Babilonia con el peor de los números. A Larry Gopnik (físico, docente, cuarentón, judío) le pasan todas. La esposa proyecta abandonarlo. El hijo está más preocupado por la música y la marihuana que por el estudio. La hija quiere operarse la nariz. El hermano está rayado y puede que además sea un pervertido. Alguien manda cartas anónimas a la comisión que debe evaluar su nombramiento como profesor especial. Un estudiante coreano lo soborna. El médico le dice que tienen que hablar sobre unas radiografías. Un vecino goy quiere ampliar la casa y no duda en tomar parte de su propiedad. Los rabinos no le dan respuestas y, por si fuera poco, uno le cuenta la historia (genial) de un dentista que termina con esta moraleja antiteológica: “Son cosas que pasan”. El único descanso que tiene Larry en toda la película es el porro que se fuma con una vecina, justo antes de que la cana aparezca con su hermano, detenido por sodomía.

seriousman3Mala suerte, enojo de Dios, como se llame: Larry parece víctima de un bullying metafísico. Que sea, al mismo tiempo, un hombre de ciencia y de fe no hace más que reforzar el sentimiento de orfandad que lo atormenta. Ni las leyes de la física ni las certezas teológicas del judaísmo lo sostienen. Como él mismo dice en un momento: “Siento que me sacaron el piso”. De eso se trata. Larry es Job en un mundo en el que todo es accidente. Al final de la historia bíblica aparece Dios para darle sentido al sufrimiento del hombre justo. En la película de los Coen aparece un tornado. No es la Palabra, no es una señal, no es una burla. Es un tornado. Y punto. Para Un hombre serio los atributos del mundo son dos: indiferencia y sinsentido. Así, lo que al principio parecía un complot ontológico termina siendo una expresión del absurdo radical, que es el modo en el que existe todo. Ese es el centro del cine de los Coen. Nada puede controlarse. No hay manera de predecir las consecuencias de una acción. Los planes fracasan, y si triunfan es por azar. Cualquier pensamiento que presuponga la existencia del orden y el sentido está ahí para desmoronarse. No hay autoridad ni libro sagrado (en el final de Un hombre serio el rabino más capo recita unas palabras de “Somebody to Love” de Jefferson Airplaine).

A veces parece que los Coen disfrutaran viendo cómo sus personajes son agredidos por las contingencias que les inventaron; de ahí surge su fama de cineastas crueles: geniecitos del guión, la burla y la impiedad. Pero no siempre es así. Hubo un tiempo (que la película nos ahorra) en el que Larry tuvo una familia, un trabajo, una ciencia y una fe. Después todo se fue al carajo, sin otro motivo que el carácter inmotivado del acontecer. Los Coen no se ensañan con Larry ni mucho menos. Por el contrario, lo convierten en un héroe del absurdo, enfrentado a las circunstancias más ridículas.

3. Como Un hombre serio (o la película que habría hecho Vonnegut si se hubiera dedicado al cine en lugar de a la literatura), ¡Salve, César! está llena de signos religiosos. La primera imagen es un Cristo. La segunda, un rosario. Mannix se confiesa más o menos cada veinticuatro horas. En una reunión en el estudio, un cura, un rabino, un pastor protestante y un representante de la iglesia ortodoxa discuten sobre la naturaleza y la representación de Dios. En un momento, mientras Mannix mira las pruebas de ¡Salve, César! (el encuentro del romano con el Nazareno) podemos leer: “Presencia divina por ser filmada”. En la escena final, en un Gólgota de cartón pintado, la estrella que interpreta Goerge Clooney olvida la palabra fe. El propio Mannix puede ser visto como el ángel guardián de Capitol.

vlcsnap-2016-05-27-07h10m28s11Esto es así. Pero ¡Salve, César! también está llena de signos comunistas, como el submarino gigante, el perro Engels y el tipo de apellido Marcuse. De hecho, hay dos escenas equivalentes: esa en la que el grupo de escritores que secuestra a Clooney habla sobre el papel que cumple el cine en el capitalismo y esa otra (recién mencionada) en la que los hombres de fe discuten sobre la manera correcta de poner en escena la historia de Cristo. Unos quieren decidir si el cine es alienante o crítico. Los otros si es herético o piadoso. Mannix quiere hacer películas. Es como si el Sullivan de Preston Sturges ya hubiera vuelto de sus viajes y se hubiera hecho cargo de un estudio entero. Su idea es simple, y representa el pensamiento oficial de Hollywood. Las películas no existen para revelarnos lo que la ideología dominante nos oculta ni para ponernos frente a nuestras culpas y pecados: existen para distraer y conmover, para suspender las reglas que rigen nuestras vidas fuera de la sala, para vivir durante un rato más intensamente. El que acepta este principio (inherente al cine clásico que todo el mundo dice amar, incluso los que pelean por ser el moderno más poronga) puede hacer miles de cosas. Por ejemplo, meterse con la Historia o con la Gracia. Los Coen juegan con esta idea del cine como Arcadia sin abandonarla jamás. Los juegos de espejos, la parodia y el resto de las distancias que ponen entre su película y las películas de Capitol no alcanzan a borronear la cercanía que muestran con su protagonista. Mannix cree en el cine y en su aptitud. Nunca olvidaría la palabra fe. Es un Cristo del entretenimiento que asume los pecados de todos y mantiene de pie el mundo que nos saca del mundo.

4. Por su tono ligero y el tontolón de George Clooney, ¡Salve, César! recuerda un poco a ¿Dónde estás, hermano?, una gran película, lamentablemente subestimada, que deja en claro algo fundamental: los Coen saben filmar canciones. Se trata de un arte delicado, que pocos dominan. El ejemplo más obvio es Balada de un hombre común, que tiene al menos dos escenas notables en las que alguien canta una canción completa. Es cierto: que elijan tan bien el repertorio (o que sepan hacerle caso a T. Bone Burnett) ayuda mucho. Pero lo esencial no pasa por la calidad de la música sino por el modo en que los Coen ponen en escena algo que solemos disfrutar en condiciones muy distintas. Ese es su triunfo.

En Balada de un hombre común consiguen momentos de brillo indudable. Pero en ¿Dónde estás, hermano? llegan hasta el hueso y nos recuerdan que las canciones no expresan algo que está fuera de su dominio sino que son el lenguaje mismo de la experiencia. El Sur de los Coen es un Sur repleto de todo lo que conocemos por el cine –la corrupción, el racismo, Baby Face Nelson, campos de algodón, granjas pobres, haciendas millonarias, Depresión– pero es sobre todo un ritmo y una tradición musical extraordinaria. 32a89-brother4Hay canciones para laburar, canciones para hacer campaña política, canciones para asesinar negros, canciones para grabar y vender, canciones para bautizarse en el río, canciones para seducir a los hombres. Los Coen convierten todo en una partitura que fluye con gracia y humor. El ritmo empieza en los mismos títulos, cuando escuchamos una percusión que, sabremos pronto, proviene de los presos que pican piedras. Al final un campo se inunda para hacer una represa, y un gran cartel deja ver las palabras del progreso: Power and Light. El personaje de Clooney ya lo había dicho: el Sur cambiará para siempre, el Sur seguirá un camino nuevo, llegará a una Edad de la Razón como la que tuvo Francia. Son dos momentos que permiten una lectura ideológica, y la posición que ocupan estimula la interpretación. Pero más que señalar la energía humana que el camino de piedra olvida o la historia que el progreso hunde y pretende redimir, lo que hacen los Coen es celebrar la música y su persistencia. Nunca sus tontos fueron tan encantadores como Clooney, Turturro y Tim Blake Nelson, los tres fugados que se convierten en ídolos con “Man of Constant Sorrow”, La canción –que graban para ganarse unos dólares- es un poco como el cine (aunque con una dimensión popular distinta, rural y en parte anónima): el arte que se hizo tal queriendo venderse.

5. ¡Salve, César! repasa en sus diferentes escenas casi todas las instancias de producción de una película (de Hollywood). El tono es siempre cómico y afectuoso. Están los estudios con sus patios, escaleras y pasillos. Está lo que sucede en las oficinas (en vivo o por teléfono), que influye en el tratamiento de los temas y la elección del reparto. Está lo que sucede en los diferentes sets de filmación (delante y detrás de cámara), que permite ver la interacción entre actores, directores y asistentes. Está la sala de montaje (otro gran momento, con Frances McDormand como editora friki). Y está el cine en el que se proyecta el resultado de todo el esfuerzo anterior (en este caso, un western). Curiosamente, no se ve a nadie trabajando en un guión, que es lo único que se veía en Barton Fink.

6. El grado de estupidez de los personajes de Fargo es posiblemente el más alto de toda la filmografía de los Coen. Una señal de su pobre inteligencia es la cara que tienen cuando miran televisión (un partido de hockey, un programa de cocina, una telenovela: no importa qué). Otra es el comportamiento fronterizo de casi todos los secundarios, que hace pensar en las pocas luces del pueblo entero, cuyo nombre (Brainerd) incluye la palabra cerebro. Lo peor de Fargo es ese modo de situarse por sobre los personajes que muestran los Coen, que los tratan casi como si pertenecieran a otra especie. (Debería escribir alguna vez la palabra entomólogos, pero mejor no). El “Oh, ya” que repiten con cara de boludos los pone ante nosotros como criaturas al borde de la afasia. Es lo que se dice siempre: los Coen son dos demiurgos chotos que se divierten forreando a sus personajes. Pero su filmografía no responde punto por punto a este lugar común. De hecho, Fargo está cerca de ser una excepción. Y encima unos años después los Coen filmaron una película que corrige buena parte de su mezquindad.

no-country-for-old-man-principalEn efecto, Sin lugar para los débiles es Fargo en  otra clave. O todavía más: en otra clave y en otro instrumento. El tema es el mismo, los finales son casi iguales, sus protagonistas tienen un montón de cosas en común. Pero los contrastes se ven por todos lados, y van de lo pequeño a lo enorme. 1) El paisaje desértico reemplaza a la nieve. 2) La esposa del tipo que encuentra el dinero narco (interpretado por Josh Brolin) aparece mirando televisión igual que la esposa del personaje de William H. Macy en Fargo. Pero no es presentada como una idiota. En lugar de programas de cocina mira una película (Flight to Tangier, de 1953). Trabaja. No es ama de casa ni una nena de papá. 3) El hombre que se mete en el mundo del delito es un rastreador, un experto. Nada que ver con el tarado de Macy, encargado de ventas en una concesionaria, trucho y torpe. 4) También los secundarios son diferentes. Nada de “Oh, ya”. Cuando alguno de los personajes repite varias veces lo mismo, no necesariamente es por su falta de inteligencia: el flaco de la frontera que ve a Brolin herido y el pibe de la bici que ve a Bardem con un hueso salido del brazo están shockeados. 4) Este parlamento de Brolin (gran instante de plenitud clásica) es imposible para Macy, que no sabe hacer nada: “Si puede ser soldado, yo lo sueldo”. 5) Hay una escena de lectura de huellas similar a otra de Fargo, pero más dialogada, más interactiva, con un ayudante que conoce el lenguaje (luego se muestra más pavo, pero sigue lejos del monigote que acompaña a McDormand). 6) La unión profunda entre ambas películas está dada por la aparición de un mal inexplicable. En Fargo el asesino que sirve como pie para la reflexión filosófica del final es otro boludo que mira tele. En Sin lugar para los débiles es Javier Bardem, con peinado ridículo y un poder de conmoción mucho mayor. 7) Tommy Lee Jones interpreta un personaje muy parecido al de Frances Mc Dormand, pero en otro momento de la vida. Él es viejo, ella es joven y está embarazada. Son policías honestos que se topan, en momentos delicados de su existencia, con algo que escapa a su comprensión y pone en crisis todo aquello en lo que creen. Básicamente: que las cosas pasan por algo, que hay premios y castigos, que la justicia corrige las fallas del sistema. La investigación de la que participan los deja en el vacío. Lo que queda es pensar cómo seguir. 8) En el final, las dos películas recurren a una escena de vida cotidiana. En Fargo, una charla antes de ir a dormir. En Sin lugar para los débiles, un desayuno. Para McDormand, que en dos meses será madre, el día que termina. Para Tommy Lee Jones, que acaba de jubilarse, el día que empieza (y duele una barbaridad). 9) Fargo opone al desastre ontológico que los criminales dejan a la vista el sentido simple de la familia y la vida pequeña. Sin lugar para los débiles recurre a la modesta compensación que ofrece la nostalgia de un mundo de buenos modales que quedó definitivamente atrás. Son resoluciones desoladoras, cuyo conservadurismo (aparente) no oculta el desastre. McDormand mira hacia el futuro. Tommy Lee Jones hacia el pasado. Los dos están parados en el mismo no lugar que les dejó el contacto con un mal de mayor o menor histrionismo pero igual de opaco y sin grandeza.

vlcsnap-2016-05-27-07h15m46s1257. La otra película de los Coen contra la que puede verse ¡Salve, César! es Barton Fink. No es que no tengan nada en común: ahí están los estudios Capitol y algún otro detalle, como el nombre de Wallace Beery y la aparición de marineros que quieren divertirse porque al día siguiente tienen que embarcar. Por lo demás, todo es diferencia. Sobre todo en este aspecto. En Barton Fink (la más engolada de las películas de los Coen) Hollywood es una tierra de comerciantes torpes y desagradables que no muestran un gramo de cariño por lo que hacen. Mannix es otra cosa. Primero (me repito), el que lleva siempre a buen puerto los proyectos del estudio. Las pequeñas ficciones que crea para resolver problemas permiten las ficciones mayúsculas de Capitol. (Es imposible no pensar que habría conseguido que Fink escribiera el guión de catch en unos días). Segundo, alguien a quien las películas le importan de verdad. Cuando el tipo que le ofrece trabajo en la aviación le dice que el cine es un asunto frívolo, Mannix tiembla apenas, como ante una herejía que todavía no identificó como tal.

En cierto sentido, la superficialidad y el irrealismo (el encanto) de las películas que se están filmando en los estudios mientras Mannix decide si se queda o se va (ese western atlético, esos números musicales, esa fiesta ultrafina con rojos, naranjas y amarillos technicolor) parecen destinados a darles crédito a quienes ven en ellas alienación y falta de sustancia. Pero también refuerzan la voluntad de quien las defiende. Efectivamente, puede que la lucha de clases, la naturaleza de Cristo y la bomba de hidrógeno sean cosas realmente importantes, pero no es la importancia sino el trabajo y el amor las monedas con las que Mannix mide el valor de las películas que hace posible.

8. Toda ¡Salve, César! tiene el tono del final de Educando a Arizona: esa pequeña ficción dentro de la ficción que reparte premios y castigos de acuerdo con el grado de inocencia demostrado por los personajes durante la historia. Los Coen no filmaron nunca una escena tan generosa. Se trata de una alternativa (pero también de un complemento) para los finales de Fargo y Sin lugar para los débiles. En lugar de resignación ante el absurdo, lo que hay es un pequeño cuento de hadas (antirreaganiano, dicho sea de paso). Esa familia numerosa, esa mesa larguísima (en la que en una época era piola ver solo el uso de la steadycam), todos esos pibes. No hay nada conservador en este epílogo: los Coen les regalan a Nicholas Cage y a Holly Hunter (que no pueden tener hijos) la felicidad que desean, no la que se supone deberían tener.

463496653_1280x7209. Como los Coen elaboran siempre alguna secuencia con voluntad de asombro, sus películas valiosas incluyen momentos que se pueden disfrutar también por separado, luego de la primera visión. El robo de los pañales en Educando a Arizona, el cuento con el que abre Un hombre serio, la sublime secuencia de títulos en El gran Lebowski, la cabalgata del final en Temple de acero, el largo enfrentamiento entre Brolin y Bardem en Sin lugar para los débiles, la secuencia del hula hula en El gran salto (que según parece fue filmada por Sam Raimi). Son todos momentos felices. Pero es probable que los Coen nunca hayan brillado tanto como en ¡Salve, César! Ahí está la escena de western con canción (al mismo tiempo ridícula y encantadora), el extraordinario número de tap y esos segundos maravillosos en los que el galancito del Oeste usa un fideo como lazo, hace algunos trucos, atrapa el dedo de la chica con la que está cenando y sin dudas la conquista y se enamora. Son tres declaraciones de amor al cine filmadas con los ojos de Mannix, es decir, con los ojos de alguien que cree.

10. En general asociamos las grandes secuencias a cierto grado de destreza técnica. Es lógico. No es que la destreza baste, pero el asombro suele tenerla como condición. Hitchcock, De Palma, Leone, Tarantino: esas máquinas de generar entusiasmo. Los Coen tienen sus prodigios. Por ejemplo, el clímax de Temple de acero (notable, nocturno, pesadillesco), que tiene un brío emocional que pocas veces han conseguido (que pocas veces han buscado). Pero una de sus mejores escenas es una conversación filmada con planos y contraplanos, ese recurso del que siempre queda bien hablar mal. Está en El gran Lebowski, una historia rayada, libérrima, que pasa de una extravagancia a otra con una gracia que no tiene ninguna de las otras películas de los Coen, y que constituye su única obra maestra.

El Dude de Jeff Bridges es un joven de los sesenta (pacifista, hipón, porrero, inadaptado, partícipe en su momento de un grupo conocido como Los 7 de Seattle) transportado a un mundo de derecha, republicanísimo, que tiene como emblemas en el presente a Bush y la Guerra del Golfo y en el pasado a Reagan. La homonimia (o sea, el azar) pone al Dude frente a su contracara, un gordo paralítico y millonario que tiene en su oficina una foto con Nancy Reagan y un espejo con el diseño de la revista Time para que quien se refleje en él aparezca como Personaje del Año. En la conversación entre Lebowski y Lebowski el juego de plano y contraplano propone en cada corte un viaje completo, de un modo de vivir relajado y humilde, capaz de generar un insulto como herbicida humano, sin otra identificación que la tarjeta de descuento, volcado al hedonismo de los bolos, la marihuana y la música (la del bowling, la de las ballenas, la del rock), a un modo de entender el mundo mediado absolutamente por las razones del éxito y la guita. Los Coen preparan para este combate una superficie de comedia absoluta, y les ofrecen a los dos contrincantes algunos de sus mejores diálogos. Este, por ejemplo: “Su revolución ha terminado, señor Lebowski. Mis condolencias. Los vagos perdieron. Le aconsejo que haga lo que hicieron sus padres: consígase un trabajo”. O este otro, inolvidable: “Yo no soy el señor Lebowski. Usted es el señor Lebowski. Yo soy el Dude”.

banner big lebowski_edited-111. Muchos personajes secundarios de los Coen vienen en grupo. Los policías de El hombre que nunca estuvo (dos), las chicas tontas de Fargo (dos), los nihilistas de El gran Lebowski (tres), los escritores comunistas de ¡Salve, César! (una decena). También los discursos de alto poder explicativo tienden a agruparse, como pasa en Un hombre serio con la física y el judaísmo o en Barton Fink con Hollywood y el drama comprometido. En general ambos discursos gozan de la misma impericia (ninguno puede explicar nada) o sus razones suenan igual de ridículas (el teatro de Fink no tiene menos lugares comunes que el cine de catch). En ¡Salve, César! coinciden la Historia y Cristo. Incluso hay algún diálogo que parece hablar por los dos. Por ejemplo, el “viento de cambio que sopla desde el este” hace referencia dentro del péplum a Belén, pero lo mismo podrían decir los comunistas hablando de la URSS.

Sin embargo, hay un detalle que vale la pena señalar, y que tal vez incline apenas la balanza. En principio, la primacía de la religión (observable en ¡Salve, César!) no implica una identidad filosófica sino un mayor rinde intertextual: la figura de Cristo les proporciona a los Coen un sustrato narrativo y unas metáforas de plastilina, como la de Job en Un hombre serio o la de Ulises en ¿Dónde estás, hermano? (La odisea y La Biblia son textos igual de sagrados para nuestra cultura secular). El cine de los Coen no es religioso: es ateo. Necesariamente ateo, porque el absurdo lo es. En cuanto al marxismo, ¡Salve, César! ofrece una divertida parodia. Los comunistas se la pasan hablando de la Historia como de algo predecible, que puede acelerarse o detenerse, y que conduce a un final ya conocido. Por algo firman como The Future. En un momento genial, los vemos descansando en su guarida de lujo (que se parece un poco a la de James Mason en Intriga internacional). Uno, relajado, lee una revista llamada Soviet Life. Otros dos arman un rompecabezas. Ya casi lo tienen listo, así que se los ve contentos. Pero cuando se disponen a terminarlo la última pieza no encaja. No cierra ni siquiera eso que fue hecho para que cierre. Menos que menos la Historia. Los detalles dotan de inteligencia a las películas. La conclusión es lógica: la revelación puede sostenerse mejor que la dialéctica en un mundo ingobernable, porque remite al misterio, no a la ciencia.

12. La película que deja bien a la vista algunas ideas de los Coen sobre muchos de sus personajes es El hombre que nunca estuvo. Se trata de una historia de pueblo, como Fargo y Sin lugar para los débiles. El peluquero que interpreta Billy Bob Thornton es (él mismo lo dice) un hombre moderno. 05HAILJP3-articleLargeEsto es, un hombre sin atributos. Todos los que lo rodean son personas ordinarias. Su esposa, el jefe y amante de su esposa, su cuñado, su amigo y la chica aficionada al piano (que al principio parecía una excepción). Consciente de este cuadro, el peluquero va en busca de una diferencia. Primero trata con un negocio ilegal, que empieza con un chantaje y termina, después de vueltas y casualidades, con algunos cadáveres, su mujer en la silla eléctrica y varias desgracias más. (El descalabro que su acción provoca es otra muestra del absurdo con el que trabajan los Coen). Más adelante, como segundo intento, decide apostar por la pianista, que resulta ser como cualquiera también ella: una piba interesada en los chicos, calentona, pésima intérprete. El profesor que le dice al peluquero que la chica es tierna y que toca la nota que hay que tocar pero no sabe nada del alma, y que tiene buenos dedos así que podría ser dactilógrafa, ese tipo, nada amable, es el que pone en primer plano el tema de la diferencia y la singularidad, que no se ven por el pueblo. La película va de eso: de la zona gris que ocupan todos los personajes y de cuya existencia se entera el peluquero por alguna razón. Lo dicen muchos petulantes: un perro no sabe que es un perro, un sauce no sabe que es un sauce, un hombre ordinario no sabe que es un hombre ordinario (con algunas excepciones). Los Coen parecen disfrutar en parte el hecho de no pertenecer a ese mundo, como si creyeran que hacen más que tocar las notas correctas. No son benévolos, aunque tampoco son especialmente crueles. Billy Bob Thorton es un pobre tipo. El mundo es un caos. Es imposible no compadecer al peluquero.

Si la piba (una Scarlett Johanson todavía no resignada a estar re buena y listo) hubiera sido un verdadero talento musical habría pasado por la película muy lateralmente. Los personajes destacados de los Coen son más bien pocos. Las categorías para clasificarlos son otras. Básicamente: tontos, simples, inocentes, extravagantes, mierdas (algunos combinan dos o más). El protagonista de Balada de un hombre común es una versión avanzada de la pianista amateur de El hombre que nunca estuvo, pero pertenece a su mismo universo. Puede tocar bien. Incluso puede tocar muy bien. Pero no es un artista. Ese lugar lo ocupa Bob Dylan, con cuya presencia fantasmal la película termina.

Es habitual que los Coen trabajen con espacios bien delimitados. Un estudio cinematográfico (¡Salve, César!), un barrio (Un hombre serio), un pueblo (Fargo), una ciudad (De paseo con la muerte), una región (Simplemente sangre). Balada de un hombre común sigue esta costumbre. Aun viajando o queriendo viajar su protagonista (Llewyn Davis) vuelve o se queda. Está a punto de embarcarse y un accidente lo deja en tierra firme. Se va así como así a Chicago, fracasa en una audición y regresa para que las cosas sigan repitiéndose. La imposibilidad de abandonar la ciudad la vuelve más presente. Estamos en Nueva York, a comienzos de los años sesenta, en plena movida folk. Llewyn es uno de los tantos músicos que andan dando vueltas con su guitarra acústica y sus canciones tradicionales a la espera de un golpe de suerte que lo saque del circuito de bares chicos. Nueva York es una pesadilla como el hotel de Barton Fink pero mucho más rica, con mejores personajes, sin una cámara tan chamuyera y con un punto de fuga. Es como si los Coen dijeran: Bob nos salva del círculo Llewyn. Con la llegada de Dylan, efectivamente, la historia de aquella escena de comienzos de los 60 va hacia algún lado, se organiza en torno de una figura que redefine todo lo que le pasa cerca. La película se detiene justo cuando ese movimiento empieza porque los Coen filman la historia de un músico ordinario, no la de un genio.

man-who-wasnt-there13. Lo mismo que sucede en Balada de un hombre sucede en ¡Salve, César!, el proyecto más importante de los que se están filmando en los estudios Capitol. Se trata de la historia de Cristo contada desde el punto de vista de un tribuno romano, Autolochus Antonino, que en las primeras escenas se muestra cruel con los pobres, entregado a los placeres que su condición le permite (las termas de Caracalla, los banquetes) y que accede finalmente a la revelación. Mannix dice una vez, con la justeza que lo caracteriza: “Nuestra historia está contada a través de los ojos de un hombre ordinario”. La diferencia con otras películas de los Coen es que en su propia ¡Ave, César! esta idea no funciona del todo bien, porque aunque Mannix no sea un Dylan es muy claro que tampoco es un Llewyn, y menos que menos un peluquero preocupado por la falta de singularidad que ostenta el mundo.

14. “Nadie conoce a nadie”, dice Tom Reagan (Gabrel Byrne) en De paseo con la muerte. “El hecho es que nada viene con una garantía. A mí no me importa si sos el Papa de Roma, el presidente de los Estados Unidos o el Hombre del Año. Algo puede terminar terriblemente mal”, dice en el inicio de Simplemente sangre el detective interpretado por M. Emmet Walsh. En 1984, ya en su debut, los Coen tenían claro a qué iban a dedicarse: a contar de manera hipercontrolada historias en las que el control es imposible.

Podría decirse así: los Coen aprovechan narrativamente el célebre principio de indeterminación de Heisenberg, que bien puede considerarse su santo patrono, y cuyo nombre aparece al menos en dos de sus películas: como garante de estas palabras en El hombre que nunca estuvo: “Cuando más mirás, menos entendés”, y escrito en un pizarrón en Un hombre serio (en esta última aparece también la paradoja de Schrödinger, que sostiene que no puede predecirse el estado final de un sistema, según dice Wikipedia). Entonces, todo es indeterminación. No solo en el nivel subatómico. También en la misma superficie de las cosas, en la vida social, en la galaxia. Esto es lo que declara Quémese después de leerse, que es a la comedia según los Coen lo que Fargo a su versión del cine negro: una película que permite observar con claridad algunos aspectos de su cine pero que fracasa por su falta de gracia y su sobrecarga de estupidez. El absurdo tiene esta vez la forma de una red extravagante que conecta un gimnasio con la CIA y el departamento de Estado. Por continuidad o a los saltos y rebotes, es lo mismo. Los planos de apertura y cierre – del espacio a una oficina y de la oficina al espacio – bien podrían ser el emblema de los Coen: es el universo entero el que está gobernado por el accidente.

vlcsnap-2016-05-27-07h11m47s228Quémese después de leerse no es bella, ni divertida, ni inteligente. Solo es ingeniosa e ilustrativa. En cambio Simplemente sangre, que responde a criterios muy similares, sigue siendo una película de gran valor. La diferencia radica en que las ideas no parecen venir desde afuera en busca de algo que las exprese sino que están bien agarradas a una materia sensible robusta, que las aloja pero permite también olvidarlas. El guión es de hierro. El cine es sensual. El punto de partida es el mismo de El cartero llama dos veces: el empleado se quiere quedar con la esposa del patrón. Pero después todo va para otro lado. El juego pasa por la no reciprocidad informativa. Nadie sabe lo que sabe el otro. Las consecuencias son catastróficas. La sangre aparece siempre en relación con la plata y con la información. Es una cuestión de economía: moneda e intercambio comunicativo. El resumen de este vínculo es el siguiente: en un momento alguien dirige su dedo hacia el contestador automático y por montaje de acción pasamos a otro, que dirige su dedo hacia la sangre que lleva en el asiento trasero del auto.

15. Lo que dice el gerente de Capitol cuando Fink lo ve por primera vez –que lo que importa es contar historias que hagan reír, llorar o bailar- es lo mismo que sostiene Mannix con su comportamiento. Lo que cambia es el punto de vista. Todo lo que sale del personaje de Barton Fink carece de legitimidad: es un mero multiplicador de billetes, y sus palabras son tan banales como las del propio dramaturgo. Mannix, por el contrario, ama su trabajo, y su trabajo es el cine. En este punto, ¡Salve, César! es magistral. El único que puede controlar el caos en el mundo de los Coen es el tipo que hace películas, porque las películas proponen órdenes deliberadamente falsos. Todo discurso que predique un sentido para el universo (el marxismo, la religión, la física) estimula la comedia o vuelve más brutal el desenlace del drama. Solo el cine tiene la potestad de afirmar la existencia del sentido. Esa potestad se llama ficción, y en su homenaje los Coen filmaron su última y encantadora película.

Aquí pueden leer un texto de Darío Cosenza sobre la misma película.

¡Salve, César! (Hail Caesar: The story of the Christ, 2016), de Joel y Ethan Coen, c/ Josh Brolin, George Clooney, Alden Ehrenreich, Channing Tatum, Ralph Fiennes, Tilda Swinton.  106’.

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