
1. Vengo dándole vueltas a este texto sobre Judy desde hace unos días. Supongo que tal vez haya sido la decepción lo que genera mis dificultades para concentrarme en un texto alrededor de lo que genera la película. Descubro que pienso más en las cosas laterales que en lo que se supone que es el centro del relato. Lo primero que pienso, cuando todavía estoy viendo la película, es la similitud de procedimientos con una película que vi el año pasado. Stan & Ollie –que no se estrenó en Argentina, lamentablemente- es también un retrato de –en este caso- dos artistas del Hollywood primigenio, del que le dio chapa y lustre. También se aleja de las épocas de triunfo del dúo, los pone un par de décadas después del cenit. También se desplaza de la biopic tradicional –esa que quiere abarcar la mayor cantidad de hechos posibles- y se concentra en una instancia que podría señalarse como de renacimiento. Como en Judy, el renacimiento se produce en el Reino Unido -¿habrá que reconocerle a los ingleses esa memoria emotiva que les permite valorar lo que los americanos tienden rápidamente a olvidar?- en una gira que empieza a los tumbos y termina en un éxito absolutamente inesperado. Laurel & Hardy siguen haciendo sus rutinas sobre el escenario, mientras debajo asoman conflictos, algunos resquemores que arrastran desde el pasado y la enfermedad de Hardy. Stan y Ollie pueden ser personajes que en algún momento estén al borde de la ruptura, pero la película no se regodea en esos detalles: a lo sumo, los usa como un combustible narrativo para que el quiebre posible derive hacia el reencuentro posterior. Allí, la diferencia con Judy empieza a saltar a la vista. Pienso en algún momento los motivos por los cuales Stan & Ollie es una película emocionante y en cambio, Judy, no me genera empatía alguna con el personaje. Sí, es cierto, algo debe haber en el hecho de que Laurel y Hardy sean responsables de algunos de los momentos de mayor felicidad que me dio el cine. Pero además, en la película que se les dedica, se los quiere, se los protege, se los lleva a un final como el que merecen, incluso a pesar de los peligros de disolución que atraviesan. Stan & Ollie se acerca a las estrategias del cine clásico americano. Judy, en cambio, es el cine americano de estos tiempos. Uno que no quiere a sus personajes y que en lugar de usarlos como motor narrativo, los usa para exponerlos. El rescate del personaje del pasado como atractivo para el espectador, pero trasvasado por las características que abren paso al disfrute morboso. La película no quiere a Judy Garland. La usa de una manera similar a la que Bohemian Rhapsody utilizaba a Freddy Mercury: para solazarse en su decadencia, en sus flaquezas y en sus miserias, antes que para recuperarla como artista.

2. Rosalyn (Jessie Buckley) es la asistente que le ponen a Judy Garland a su llegada a Londres. En teoría, debería ser quien le facilite su estadía en el lugar, quien le consiga todo lo que necesite. En la realidad, se transforma en la única persona que puede mantener a Judy en esa serie de shows. Es un puente imprescindible entre ella y el escenario. A diferencia de su contraparte, no necesita hablar demasiado. Sus líneas están en su gran mayoría, relacionadas con lo práctico. Algo de lo que le espera ya aparece en la escena del primer ensayo en una sala con el pianista de la banda. No se trata solo que Judy llegue tarde, sino que decide no ensayar y se marcha. La primera noche de show es la profundización de ese camino: todos esperan a Judy, que sigue encerrada en su cuarto de hotel, decidida a no cantar, a no subirse al escenario. Quien la rescata es Rosalyn, que vuelve a buscarla y termina arrastrándola hasta el escenario. Rosalyn, esa típica inglesa de los 60, todavía no del todo influida por The Beatles y el Swinging London -¿acaso también un puente entre dos épocas, una que ya ha terminado y otra que está en su apogeo?- es la fuerza que desde el segundo plano sostiene a Judy Garland. Y es también el personaje que sostiene a la película, más que desde los diálogos, desde la forma en que su mirada –vean la escena en el pub con Judy (Reneé Zellweger) y Mickey (Finn Wittrock), o aquella en la que junto con Burt (Royce Pierresson), el pianista, la invitan a tomar un típico té inglés- se convierte en lo único sugestivo, lo único profundo que tiene para ofrecer la película.

3. Hay dos o tres momentos luminosos que rescatan a Judy del abismo que va creando. El primero es la secuencia que se inicia cuando Judy sale tras el show y encuentra a dos fanáticos esperándola. Judy encuentra en ellos la posibilidad de salirse de ese esquema que la lleva del hotel al escenario. Les propone que la lleven a cenar. Es tarde y Londres parece una ciudad que ha bajado sus persianas. Entonces, deciden invitarla a la casa, algo se les ocurrirá. La secuencia es inmensamente feliz porque está contada desde la perspectiva de esos hombres que son pareja en una Londres donde han cambiado las leyes, pero los homosexuales siguen siendo mal vistos. Y los dos están felices porque han podido ver juntos a Garland en el escenario en todos los shows y no importa el pasado de arrestos por obscenidad, sino ese presente en que mal cocinan algo solo como excusa, y cantan con ella, y todo termina cuando Judy les dice “Cuando los veo, siento que tengo aliados”. El segundo momento es cuando la revisa el doctor Hargreaves (Adrián Lukis) en el cuarto de hotel. El médico le pide que cante, y el equívoco está en que parece que se lo pide otro fan, pero no, es solo entender qué le pasa a esa voz (esa que, como le dijo Louis Mayer, no tiene nadie más que ella). Después de ese breve racconto que incluye intentos de suicidio y una traqueotomía, el médico le dice que tiene que cuidarse. Su voz es casi un susurro y un pedido: cuídese, cuide esa voz que es como ninguna, eso que la diferencia de todos nosotros, para que podamos seguir escuchándola. El tercer momento, claro, es cuando en el final Judy, que irrumpió de manera inesperada cuando debía subir Lonnie Donegan (John Dagleish) canta “Over the Rainbow”. En un momento, se detiene y confiesa que no puede seguir cantando la canción. Se hace un silencio que parece que no va a terminar jamás. Pero en la planta alta del club está la pareja de “aliados”, que empieza a cantar, siguiendo con la letra de la canción y arrastrando consigo al resto del público, hasta el final. Las tres escenas son la puesta en pantalla del amor que esos personajes tienen por Judy Garland y que sobrepasa sus cualidades artísticas: aman a la cantante, a la mujer, al mito construido por el cine y a lo que significa para sus propias vidas.

4. De allí puede partir el equívoco. Son los personajes secundarios los que aman a Garland. No la película. En ella, la construcción preminente se aleja de esos personajes, los deja en un plano tan secundario que en ningún caso su aparición es un punto de avance de la historia. Son anecdóticos y por ello mismo más profundos, porque no tienen responsabilidad en la trama, sino en la relación con el personaje. A la película de Goold, le importa esa trama que la acerca más a lo melodramático –pero también sin profundizar- y que consiste en el triángulo que forma con sus hijos y sus parejas –anteriores y actuales-. La medida de esa desproporción está dada desde el comienzo, desde el momento en que el hotel donde se hospeda le quita su habitación por las deudas acumuladas. Y ello deriva en el peregrinaje con los hijos hasta la casa del padre de ambos, Sid Luft (Rufus Sewell) y el posterior de la propia Judy hasta la casa de su otra hija, Liza (Gemma-Leah Devereux), donde conocerá en una fiesta a Mickey. La partida de Judy a Londres es consecuencia de la única opción que le queda para recuperar la vida con sus hijos: hacer dinero y tener una casa donde vivir con ellos. En Londres, lo que le importa a la película no es ni siquiera esa sucesión de números musicales –para peor, maquetados para que funcionen como comentarios laterales a lo que ocurre con la vida de la artista- ni el éxito de público. Importa volver una y otra vez sobre la miseria. No es la Judy artista que se sube al escenario, el centro del relato: en todo caso es la otra cara, la que no puede dormir, la que sueña con la sombra paternal-autoritaria de Louis Mayer –a la que el simplismo en que cae el relato plantea como el origen irresoluble de todos los males-, a la que Sid le arrebata sus hijos, la que se emborracha y discute y pelea con el público que termina tirándole cosas al escenario y abucheándola, la que se casa intempestivamente con Mickey para al poco tiempo acusarlo de haberla traicionado con el negocio que le prometió para volver a Estados Unidos. De Judy Garland, la película toma el cuerpo y los rasgos de la historia que le sirven para alimentar el morbo, la conmiseración, la lástima. Nunca el aprecio, el cariño, el amor por el personaje. Judy es cine moderno americano porque antes que el personaje le interesa el efecto. Una sola escena representa a la película. Judy cumple años durante su estadía en Londres. Rosalyn le prepara una sorpresa en la sala donde debían haber ensayado. Lo que se despliega ante ella son fuegos artificiales. Eso es Judy: fuegos de artificio que pretenden iluminar, pero que una vez que pasan, solo dejan sombras en la pantalla.
Calificación: 5/10
Judy (Estados Unidos/Gran Bretaña, 2019). Director: Rupert Goold. Guion: Tom Edge (sobre la obra de teatro de Peter Quilter). Fotografía: Ole Bratt Birkeland. Montaje: Melanie Oliver. Elenco: Renée Zellweger, Jessie Buckley, Finn Wittrock, Darci Shaw, Richard Cordery, Rufus Sewell, Michael Gambon. Duración: 118 minutos.
Si te gustó esta nota podés invitarnos un cafecito por acá: