The_Zero_Theorem-876619438-largePor definición cada enunciado constituye un hecho lingüístico inédito, aunque algunos suenen más increíbles que otros y se pasen de la raya. Por ejemplo, quién hubiera apostado que un día me atrevería a principiar una crítica así: convertir la cinematografía de Terry Gilliam en la plataforma de lanzamiento para una interpretación marxista de las dinámicas culturales y psicológicas específicas del capitalismo tardío representa un desliz analítico que nunca me podré perdonar. Aunque quizás no resulte completamente desubicado promover esta clase de excesos verbales cuando el tema que nos convoca es la película más reciente del ex Monty Python.

Al igual que 12 monos o Brazil, The Zero Theorem (que figura en cartelera bajo el anodino título de Un mundo conectado) puede describirse como una pieza típica del repertorio de Gilliam, es decir que se trata de una obra esencialmente barroca, mezcla de sátira negra y de distopía científica, con algunos toques corrosivos de crítica social.

Hagamos su rápida sinopsis: en un futuro que no luce demasiado alejado de Hong Kong u otras de las metrópolis monstruo de nuestros días −pantallas por todas partes, hacinamiento, gente con peinados raros, automóviles que semejan playmóbiles, dominio absoluto del plástico y los colores fluorescentes−, Qohen Leth (Christoph Waltz), uno de los innumerables empleados de la megacorporación Mancom, se ahoga en su propia angustia existencial. Especie proletario de la mente, su trabajo consiste en resolver a destajo, uno tras otro, complicadísimos algoritmos matemáticos que alimentan no se sabe cómo ni para qué una gigantesca máquina llamada “The Neural Net Mancive”. Leth es infeliz pero eficaz en su trabajo, sin atrasarse jamás en una entrega, y exhibe una conducta marcadamente border, rasgo común entre los héroes de Gilliam. Lleva una vida solitaria, rehuyendo el contacto social, habla de sí mismo en plural (nosotros pensamos esto, nosotros queremos aquello) y está obsesionado con la idea de que en cualquier momento recibirá una llamada telefónica en la que se le revelará su propósito en este mundo.

Fuente de todo malestar y toda esperanza, esta “llamada” es lo único que preocupa al protagonista, y la posibilidad de perderla le resulta intolerable. Después de mucho insistirle a su jefe, logra que la “Dirección” −una entidad orwelliana, mezcla de patrón y figura divina−, lo autorice a trabajar en su casa, donde podrá atender la llamada, si efectivamente se produce. Con una condición: Qohen deberá demostrar el hasta ahora irresuelto “teorema cero”, una fórmula que escondería el sentido del universo, o su falta. Pavada de cosa.

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Quizás el lector lo venga intuyendo, tanto la llamada ontológico-telefónica como el abstruso “teorema cero” son, en realidad, cortinas de humo que distraen al héroe de su miserable realidad. El malestar de Qohen enraíza más hondo y puede diagnosticarse perfectamente con un antiguo concepto, cada tanto reflotado, del aparato teórico marxista: “alienación”.

En rigor, ¿la alienación, un ser “alienado”, qué es? Es Qohen Leth. Al igual que Sam Lowry en Brazil, la película nos muestra otro engranaje del sistema que intenta revelarse sin darse cuenta de ello. Leth, Lowry son tecnócratas desposeídos del producto y la finalidad de su trabajo y allí reside la causa de su fastidio. Con excepción de algunos oficios artísticos o cuentapropistas, con excepción del arquetipo falaz del emprendedor-aventurero capitalista en la cúspide del sistema (y hasta por ahí nomás), Sam Lowry, Qohen Leth, vos, yo, todos y todas producimos para otro, la mayor parte del tiempo hacemos lo que nos dicen que hagamos. Desde una lógica estrictamente económica, aquello que nos convierte en seres humanos y nos distingue de las piezas mecánicas o las bestias de carga, tu fibra moral o mi encantadora personalidad no son retribuibles por el sistema, no aportan ni importan. Poseemos valor por lo que hacemos, no por lo que somos. No sorprende entonces que, en una secuencia bien al estilo Chavo del 8, el jefe de Leth confunda su nombre de pila y lo llame repetitivamente “Quinn” en vez de “Qohen” y el protagonista lo corrija cada vez, sin efecto alguno. “Alienación” en estado puro. En este sentido, la etimología del vocablo también es bastante ilustrativa. Remite a “ajeno”, “extraño”, a lo que está afuera o pertenece a otro: alienar algo, por lo tanto, equivale a cederlo, perderlo, privarse de ello. En el lenguaje clínico, forense, legal, “alienado”  es sinónimo de “loco”: alguien que está fuera de sí, que ha perdido su razón. (Los telemarketers, los cadetes bancarios, los taxistas, algunos docentes y en general cualquier persona que trabaje 8 horas por día frente a un monitor integran una población de riesgo y seguramente entenderán de lo que hablo).

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Ante esta situación, existen varias válvulas de escape, cada cual con una reparto distintivo de costes y beneficios. Las más trágicas y definitivas, la locura, el suicidio. Las más engorrosas, renunciar, luchar. La favorita de todos, el entumecimiento de uno mismo o la insonorización del mundo (a través de las drogas, la fantasía, la familia, las redes sociales). Lástima que Qohen no beba, no consuma estupefacientes y no pueda mandarse a mudar ya que aguarda la bendita llamada. Sus fantasías, para colmo, son incomparablemente más espantosas y sobrecogedoras que las ensoñaciones cursis del protagonista de Brazil, con su armadura alada y sus viajes por las nubes. Qohen se imagina desnudo en el espacio exterior, flotando en torno a un gigantesco agujero negro que finalmente lo succiona. En pocas palabras, está jodido. La única luz de esperanza en su vida surge con Bainsley (Mélanie Thierry), personaje que quisimos reservar hasta el final.

Bainsley es la muchacha de la película. Lo mismo que Julia en 1984 (una novela que Gilliam debe guardar bajo la almohada) Bainsley encarnará la sensualidad y el amor, la salvación y la perdición y la salvación, no queda claro en qué orden. Inocente pero lasciva, Bainsley es una trabajadora sexual del futuro que presta sus servicios a través de Internet. Después de un par de encuentros fortuitos que a Qohen le generan más incomodidad que erotismo, Bainsley le traerá un estrafalario traje rojo con un cable que sale de la cabeza a través del cual podrá transportarlo a una realidad virtual paralela. El universo paralelo creado por Bainsley, una hermosa playa en la cual hay un atardecer eterno, es el único escenario acogedor, de genuina paz en la película y en la vida de Qohen, el descanso del guerrero, aunque nada sea para siempre.

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Si lo que buscaban era sorprenderse, The Zero Theorem quizás los decepcione un poco. Argumental y visualmente, Gilliam aplica los procedimientos a los que ya nos tiene acostumbrados. Hay angulares inmensos y enfoque súper torcidos, dos o tres actores reconocidos, una estética a medio camino entre el surrealismo y la ciencia ficción, y una historia a la que no le falta la ironía y el humor negro.

Un mundo conectado (The Zero Theorem, Reino Unido, Rumania, 2013), de Terry Gilliam, c/ Christoph Waltz, Mélanie Thierry, David Thewlis, Lucas Hedges, Tilda Swinton, Matt Damon, Ben Whishaw, 106’.

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