«-No es nuestra maldita guerra.
-¿Qué quieres decir con eso?
-Es una guerra inglesa. No tiene nada que ver con nosotros.»
Película dolorosa como pocas, Gallipoli relata un episodio de la primera guerra mundial: la batalla de ese nombre que enfrentó a australianos contra turcos. Incluso llamarla batalla es una inexactitud si tenemos en cuenta que la secuencia bélica consistió en las ametralladoras turcas masacrando a las sucesivas tandas de soldados australianos que prácticamente no podían avanzar unos pocos metros fuera de su trinchera. Un dislate, una turrada colosal del Alto Mando británico, un disparate que no despeinó un solo cabello del imperturbable Imperio.
También es la historia de una amistad, de una hermandad: la de Archie Hamilton (Mark Lee) y Frank Dunne (Mel Gibson). Las motivaciones de ambos muchachos para alistarse son bien distintas: mientras Archie cultiva un patriotismo básico e instintivo, Frank parece observar otro tipo de intereses, más asociados a sacarle provecho a una situación incierta (intenta irse sin pagar del hotel que lo hospeda y, aunque no está «permitido», apuesta a sus piernas en la carrera que pierde con Archie). Incluso hay un diálogo revelador: Archie dice que se «sentiría avergonzado si no luchara» y la respuesta de Frank no deja dudas : «eso prueba una sola cosa: que tu y yo somos diferentes».
Y aunque Weir exhibe y muestra con cierto desprecio (y desprecio cierto) las tácticas y hábitos del Imperio, como por ejemplo la campaña de reclutamiento, algo chocante por lo burdo y por apelar a lo más bajo («El Imperio los necesita», «Su país y sus amigos los necesitan» y frases de ese tenor), hay varios momentos extraordinarios en Gallipoli: el cruce por el desierto de los dos amigos, la resistencia al clima, esos planos de la inmensidad y la charla reveladora con el camellero que los «rescata» y socorre. O el tránsito del júbilo de la fiesta para la oficialidad a las brumas ominosas en la quietud de las aguas y de la noche. O el Mayor Burton (un sensacional Bill Hunter) refugiándose en la belleza de la música y en la calidez de un trago ante la imposibilidad de torcer su destino y el de todos sus soldados, la noche previa a la inevitable masacre, ante el respetuoso silencio y comprensión de sus oficiales.
Anecdótico y no tanto resultan los oficiales ingleses calificando a los soldados australianos como «vulgares». Los «vulgares», en cualquier momento y situación de la historia, son los que ponen el cuerpo y el alma. La carne sacrificada.
El último tramo de la película, desde que llegan y se instalan en el campamento y en la trinchera australiana, es de una tristeza agobiante. Para el primer fallido y descoordinado ataque, Weir utiliza el fuera de campo: solo se escucha el silbato que ordena el avance, el tableteo de las ametralladoras turcas y en primer plano se ven los rostros demudados (y aterrados y perplejos) de Frank y Archie.
Los últimos momentos, en esa carrera loca de Frank/Gibson en busca de esa contraorden que no llegará a tiempo son aniquilantes. El recorrido por la trinchera infinita es una especie de rosario de penurias y desdichas: los soldados escribiendo palabras urgentes para despedirse de esposas, padres, hijos; pitadas compartidas de cigarros mínimos; un cuchillo del que colgará un reloj; fotos; manos en el hombro; ánimo donde no puede haberlo. La dignidad y la piedad con que Weir filma a estos soldados/reclutas que van a morir es inmensa y desoladora, mientras el Adagio de Tomaso Albinoni suena como un inesperado Requiem.
Gallipoli (Australia, 1981). Dirección Peter Weir. Guion: David Williamson. Fotografía: Russell Boyd. Música: Brian May. Reparto: Mel Gibson, Mark Lee, Bill Hunter, Robert Grubb, Tim McKenzie, David Argue, Bill Kerr, Harold Hopkins, Gerda Nicolson, Reg Evans. Duración: 110 minutos.
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