
La Guerra Civil en Irlanda duró diez meses, entre 1922 y 1923, y siguió a las luchas por la independencia que terminaron poco antes. Fue motivada por la decisión del gobierno provisional de firmar un tratado que mantenía la independencia pero haciendo que Irlanda formara parte del Reino Unido de Gran Bretaña. La lucha entre las facciones favorables al tratado y quienes se oponían se resolvió en mayo de 1923 con el triunfo de los primeros ( lo cual sería el punto de partida para una larga serie de luchas internas y sucesivas resurrecciones del IRA). Esa guerra aparece como un fondo de pantalla de los sucesos que se narran en Los espíritus de la isla -cuyo título original es The Banshees of Inisherin-: los personajes escuchan los sonidos de disparos, ven a la distancia las columnas de humo que delatan los combates. Los habitantes de Inisherin parecen estar a salvo de los vaivenes de la guerra: su condición de pequeña isla separada de la isla mayor los pone a una distancia segura, aunque no los exima de las consecuencias en el futuro. Lo ven, pero no se sienten parte: es, para ellos, una guerra ajena. Hasta en un punto, incomprensible (“Antes al menos sabíamos que peleábamos contra los ingleses” dirá uno de los personajes). Por esa razón, parece ser apenas un ruido de fondo, un comentario lateral a la historia que se pretende contar.
Esa historia es un hecho significativo para el pequeño poblado. Un día de fines de marzo de 1923, Colm (Brendan Gleeson) uno de los pobladores, decide que ya no quiere compartir el tiempo ocioso en el pub con Padraic (Colin Farrell). A partir de ese momento, Padraic intentará revertir la situación a pesar de la firmeza y los argumentos de Colm. No hay mucho más que eso y un par de revelaciones relacionadas con otros personajes del pueblo. La lógica que persigue la película es la de buena parte del cine americano de las últimas décadas: una progresión sostenida en la acumulación de situaciones que van generando una espiral de hechos que involucran a los protagonistas. El punto central parece situarse en el momento de la amenaza: Colm le advierte a Padraic que se cortará un dedo si no cede en su intento de retomar la relación. Colm no amenaza al otro directamente, sino desde la emotividad que supone que aún genera en el otro. Y, a la vez, aquel a quien está dirigida la amenaza la percibe inverosímil, algo que no se cumplirá. Cuando Colm cumpla con lo prometido, parece encontrarse un punto de no retorno entre ambos.
Ese desarrollo espiralado -matizado con vaivenes engañosos para el espectador: el comentario de Colm ante la diatriba borracha de Padraic en el pub; la reacción de Colm ante el golpe que recibe Padraic de parte de Peadar; la respuesta que da a la pregunta que Padraic le hace sobre la melodía que está componiendo- lleva al enfrentamiento entre dos personas que no ceden en sus posiciones. En el contexto de la película, su relevancia es limitada y solo adquiere relieve en contraste con la quietud del pueblo. La pregunta que debe hacerse es por qué razón se elige contar una historia tan chiquita como la de dos hombres de un pueblo perdido cuyo vínculo se corta por decisión de uno de ellos. La ausencia de un motivo de peso -Colm dice que se aburre con Padraic- desdramatiza la historia que solo puede continuar indefinidamente por la resistencia y tozudez de Padraic por recuperar ese vínculo. Ante el evidente minimalismo -por decirlo de alguna manera- de la propuesta que se pone delante de los ojos del espectador, empieza a resaltar el fondo -que no tiene ninguna función dramática real en la narración- sobre el cual la película hace que los personajes vuelvan cada tanto sin ninguna necesidad y con evidente forzamiento.

Es entonces que el fondo y el frente se postulan como formas que pretenden reflejarse mutuamente. Lo que está en el fondo es una guerra civil de la que la película no proporciona datos, sosteniendo de esa manera el anonimato de los contendientes. Lo que se muestra en el frente es otro tipo de “guerra”, una a pequeña escala encarnada por dos hombres en un pequeño pueblo en una isla frente a las costas de donde se desarrolla la guerra real. En ese sentido, Colm y Padraic se vuelven tan anónimos como los que están enfrente: hombres que pelean sin que esa lucha trascienda más allá de los mismos fuegos que ellos producen (el que se eleva desde la casa de Colm en el final, posiblemente pueda verse desde la isla de enfrente, como ellos ven los de la guerra civil). Pero en ese espejamiento, lo que cobra fuerza es la forma en que lo que ocurre en Inisherin proyecta como mirada sobre el conflicto irlandés.
Colm es un hombre solitario que vive con un perro y en cuya casa lo que se destaca es la presencia de una vitrola y un violín. No es posible definirlo como un hombre culto, pero sí como un artista (los sucesivos momentos en los que toca, enseña o dirige en el pub a otros músicos o estudiantes lo reafirman). Padraic en cambio es rústico, su casa está despojada –solo los libros de su hermana Siobhan (Kerry Condon) parecen conectar a esa casa con el mundo- y si se destaca por algo es por su continua decisión de dejar entrar en ella a los animales de su granja (burros, caballos, vacas). La oposición es tan evidente que cuesta encontrar el motivo de la amistad que acaba de romperse (y de la cual sabremos poco y nada, más allá del comportamiento rutinario y la referencia al tipo de conversación que entablaba Padraic). Sin embargo, esa dificultad se vuelve indicio del mecanismo artificial que sostiene a la película: al postular la “amistad” y la ruptura pone en relación a dos hombres cuyas características tienden a repeler una posible relación que exceda la que impone la comunidad en la que viven. Es esa relación previa inexplicada la que justifica el enfrentamiento y la que lo dota de todo su sustento. Si el conflicto, entonces, se sostiene entre ciertas formas de lo racional –representado en Colm- y de la emotividad –en Padraic- es porque allí está el germen de la imposibilidad de ambos personajes de ceder en sus posturas. Colm llega al punto de mutilarse y limitar su posibilidad de tocar el violín –lo que implica un regodeo morboso en la mostración de dedos cortados y sangre coagulada, tan innecesario como insólito en su presunto acercamiento a una estética gore que no calza con la historia que se narra- para sostener una ruptura que basa en el aburrimiento que le causa su contraparte –y el argumento de que él cambió es tan caprichoso como casi todas las decisiones que se toman en la película-. Padraic insiste en la necesidad de recomponer el vínculo sin poder alegar más que la continuidad de una rutina y sin comprender que para ello se necesita la voluntad de las dos partes –lo que entiende Dominic (Barry Keoghan) en relación con Siobhan, aunque lo lleve a una decisión tan drástica como fuera de la lógica del relato-. Entonces, Los espíritus de la isla solo puede entenderse como un artificio en el que lo que queda afuera del relato –la relación previa entre los dos personajes-, se esconde para justificar el enfrentamiento.

De esa manera, los dos personajes sirven para construir una representación a escala de la sociedad irlandesa en la que los conflictos pueden surgir, pero solo por un capricho, por aburrimiento o por posiciones que se radicalizan a partir de un punto de partida absurdo (de hecho, la reacción de Padraic no proviene de la mutilación que comete quien fuera su amigo, sino por la conjunción que supone que Colm le arroje los dedos cortados y que su burra muera al intentar comerlos). Con lo cual, la película opera como un reduccionismo banalizador de la guerra: lo que se termina planteando no es solo la pelea interminable en el pueblo irlandés, sino que esa lucha termina desprendiéndose de toda relación con un proceso de emancipación -¿acaso Peadar (Gary Lydon) no es la representación de la fuerza opresora del Reino Unido sobre Irlanda establecida desde la legalidad y contra la cual se decide no luchar aunque sojuzgue a sus hijos?- y remarcando que toda disputa se desplaza del dolor –Colm no parece sentir nada ante sus dedos cortados- y la pérdida que implica en términos humanos y materiales. Ese conflicto, en definitiva, no tiene otra resolución posible que la eliminación del otro (“Estaríamos a mano si te hubieras quedado dentro de la casa” le dice Padraic a Colm tras haberle prendido fuego) con lo que en lugar de llegar a un punto de resolución, se sostiene la continuidad que reaparecerá con el tiempo. El problema de la película no es que sostiene la carencia de diálogo como motor de un enfrentamiento, sino que le quita su dimensión más profunda. Si la pequeña guerra de Inisherin debe verse como reflejo de la que abarcaba a toda Irlanda, lo hace a costa de quitarle toda referencia social y política. La guerra, en Los espíritus de la isla se vuelve, entonces, el producto de un capricho antes que de un choque de visiones políticas alrededor de un territorio. Una despolitización que, puesta en el momento en que se desarrolla la historia –cerca del final de la guerra civil a la que alude-, tiende a cuestionar más a los procesos de liberación y emancipación política que a la guerra en sí misma como acto.
Los espíritus de la isla (The Banshees of Inisherin, Estados Unidos/Reino Unido/Irlanda, 2023). Guion y dirección: MArtin McDonagh. Fotografía: Ben Davis. Montaje: Mikkel E. G. Nielsen. Elenco: Colin Farrell, Brendan Gleeson, Kerry Condon, Barry Keoghan, Gary Lydon, Pat Short. Duración: 114 minutos.
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