Imágenes del horror. La complejidad de las grandes obras se organiza con la materia prima de lo cotidiano. Elementos simples que se modifican en función de una abstracción que se ofrece al mundo para ser percibida y leída. Como dos hombres sentados al aire libre comiendo cítricos, desde planos cerrados sobre sus rostros, y en aparente despreocupación: el momento es susceptible de ser leído desde una armonía que de entrada se presenta sospechosa. El plano siguiente, desde un encuadre más abierto, completa la idea: comen al lado de un pozo cavado en la tierra; al lado, un cuerpo humano envuelto en tela, en evidente proceso de descomposición. Varias moscas sobrevuelan el cadáver. El reconocible zumbido de los insectos hace figura, dejando planteado el universo de la enorme película de Hugo Giménez Matar a un muerto. Primera incursión del director paraguayo en el cine narrativo, que estructura desde su eje perceptual una tensa calma que resulta de la cotidianeidad del horror. Pero también una posible salida, a partir de que ambos enterradores – Pastor el mayor, y Dionisio – se enfrentan cara a cara con sus propias naturalizaciones a partir de un hecho inesperado. 

El mano a mano con la muerte es parte del trabajo diario. En un bosque cercano a las costas paraguayas, ambos aguardan periódicamente el arribo de una canoa que transporta cadáveres para ser enterrados y que esa mano de cal del proceso final de cada entierro termine de invisibilizar la evidencia tangible de los crímenes de la dictadura cívico militar más larga de aquellos procesos de los setenta: treinta y cinco años duró la agonía del pueblo paraguayo en manos de Alfredo Stroessner. 

Con la escasa y dificultosa comunicación por medio de un transmisor de radio, la única relación   de los enterradores con el mundo parece ser la de recibir por ese medio las notificaciones de los “arribos”, y confirmar su llegada. Giménez, de este modo, crea un micromundo de dos, donde solo se tienen uno al otro. 

Construcción del universo. Partiendo del clásico planteo de la pareja conformada por el experimentado y el aprendiz, el director dispara in crescendo la relación entre ambos, que del vamos se presenta dialógica. Como modo de supervivencia, Pastor se aferra a un mundo mítico, ya desde la conservación y cuidado de una piedra denominada Itakarú en la mitología paraguaya como amuleto protector, o desde el temor a la inminente aparición de un perro que afirma le fue propio y ahora se habría vuelto salvaje. En base a tales construcciones, Pastor organiza su entorno de creencias. Dionisio, más pragmático, se encuentra pendiente de los resultados del Mundial 78, aquel evento tristemente célebre que tuvo como fuera de campo a los centros de exterminio en nuestro país. El crescendo del Mundial, que culminó en el triunfo de Argentina, se presenta directamente proporcional al crescendo de la historia de Matar a un muerto, donde el fuera de campo es el mismo campeonato y el universo ominoso de ambos serviles el exponente metafórico de los setenta en Latinoamérica, desde las complicidades y responsabilidades civiles, la promoción del miedo como componente de la vida misma y la incertidumbre que conlleva vivir en un mundo en el cual nunca se sabe si uno será la próxima víctima. De este modo, el bosque y sus mitos, los fantasmas que habitan la mente de Pastor, cierta hermandad forzada entre ambos enterradores, y el transcurrir del Mundial contribuyen al clima que los envuelve, y donde las fuerzas de la naturaleza potencian sus conflictos. Se construye un marco intimista, pero en exteriores. El bosque como entorno opera como fuerza física que atrapa al dúo.   

El conflicto como hendija. Por supuesto, esa tensa calma, esa provisoriedad estaba llamada a ponerse en trance o romperse. Acontecimiento inesperado: uno de los «envíos» está vivo. Para dos civiles que jamás asesinaron a nadie, un vivo no es lo mismo que un cuerpo inerte. De todas formas, la mostración de los otros cuerpos sin vida que llegan a diario contienen una vida en potencia. El cadáver de una mujer con los ojos abiertos parece clavarle la vista a quien la hará desaparecer por completo, o el pecho de otra que asoma por las hendijas de una camisa, develan más a vivos que a muertos. De este modo, el sobreviviente de hecho se erige en metáfora de todas las víctimas que no cesan de interpelar a sus ejecutores, se trate de uno u otro eslabón de la cadena de responsabilidades. Porque Pastor y Dionisio no solo reciben y ven muertos: sobre todo, ven vivos. Que los interrogan, que les sostienen la mirada.

¿Qué hacer con el muerto vivo? Si jamás ejecutaron a nadie, el director y guionista plantea la posibilidad del conflicto, alternativa expuesta en la construcción dramática de ambos. Quienes portan la triste tarea de uniformarse en función de integrar el aparato represivo de Estado, deben cortar de cuajo cualquier tipo de identificación con sus potenciales víctimas. Pero estos hombres no son militares. Giménez los autoriza a la hendija que proporciona la hibridación desde la cual están concebidos. Así, en Matar a un muerto aparecen diferentes alternativas de dicho apremio y oportunidades de acabar con el tercero impensado. Y ante cada oportunidad la paleta de reacciones es de lo más variada, expresando las diferentes formas que adopta el conflicto central. 

Sostener la trampa. El marco que genera el microclima en que se encuentran los personajes, brinda también varios desafíos: no solo los fantasmas de Pastor sino las mismas fuerzas de la naturaleza. Un viento que llega sin avisar potencia la desprotección de los hombres; una lluvia que arrecia en el promedio de la historia los aísla más. Lo más abierto de toda la película es una pregunta que sobrevuela: si existe o no salida de este entorno que se devela como trampa. De todas formas, Hugo Giménez no se apoya en los elementos de la naturaleza para plantear un universo mítico, como Pastor: lo que hace es trabajar con los efectos. La trampa es una construcción humana, demasiado humana. Que no podría sostenerse jamás de no contar con quienes se hacen cargo de la colisión entre ellos, de sus propios devaneos y de su lucha con el marco. Tres actores, tres cuerpos, una dialéctica entre la potencia actoral desarrollada por el actor Ever Enciso en un Pastor que necesita imperiosamente de la palabra y el relato, sostenido en un manejo flexible del cuerpo, en relación con la economía verbal de Aníbal Ortiz sostenida desde una actitud de anatomía maciza, y con los recursos de Jorge Román quien varía gradualmente de conducta en función de la evolución de la relación con sus potenciales victimarios. Tres cuerpos en una pieza de cámara donde el plano general se cierra y los oprime. 

Con esta notable obra de Hugo Giménez las víctimas fatales del Plan Cóndor resurgen de entre los muertos.

Calificación: 10/10

Matar a un muerto (Paraguay; 2019). Guion y dirección: Hugo Giménez. Fotografía: Hugo Colace. Edición: Andrea Gandolfo. Elenco: Ever Enciso, Aníbal Ortiz, Silvio Rodas. Duración: 87 minutos.

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