El tiempo entronizó a Kubrick y su Dr. Strangelove como el paradigma de la comedia montada sobre la paranoia desatada por la Guerra Fría. Habrá sido la fama de genialidad que ostentaba cada película de Kubrick o quizás la popularidad de Peter Sellers en esos años los que la pusieron en el sitio canónico en el que le permite arrasar con cualquier otra referencia sobre esos tiempos.
Pero tal vez conviene volver un poco más atrás de ese 1964 –que se relacionaba directamente con la Guerra de los Misiles- y situarse en 1961, cuando Billy Wilder retorna a Berlín para filmar una película -después de Berlín Occidente (1948)– sobre un ejecutivo de la Coca Cola en Alemania y en plena filmación se topa con la construcción del Muro que dividió a la ciudad en dos. La voz de James Cagney en el comienzo de One, Two, Three lo expone, pero a la vez, al retroceder su relato hacia unos meses antes del hecho, desarma la composición trágica de la historia para recuperar la dimensión cotidiana que ya en ese momento expresa con los mecanismos de la observación cómica. La Berlín Oriental es ese lugar en el que la gente seguía su rutina diaria consistente en desfilar y llevar globos que dicen “Yankees go home”, y la Occidental es la que disfrutaba de los “beneficios de la democracia”, momento en el cual el plano es dominado por un enorme cartel de Coca Cola. A partir de ese instante, en el que la voz en off se corporiza en C. R. MacNamara (James Cagney), lo que va a hacer Wilder es profundizar, llevar a los extremos posibles esa lectura de la Berlín de comienzos de los 60 en la que todavía no existe el Muro, pero donde la Puerta de Brandenburgo funciona como una suerte de muro virtual, al menos en términos políticos.
Lo notable es que la comedia se construye aquí, en una economía fabulosa de recursos, a partir de dos hechos. El primero, las negociaciones que MacNamara está llevando adelante para colocar a Coca Cola en la Unión Soviética. El segundo, la llegada a Berlín de Scarlett Hazeltine (Pamela Tiffin), la hija adolescente y díscola del jefe de la Coca Cola central, enviada para alejarla de un novio indeseado. A partir de esos elementos se dispara la acción de toda la película. Lo notable es que esos dos elementos, dispuestos en la primera parte, parecen referenciarse en los parámetros de cierta comedia tradicional que agregaba algún toque sexualizado para la época –la comitiva rusa queriendo incluir en la transacción a la secretaria Ingeborg (Lil Pulver); la joven Scarlett bajando del avión y sorteando su compañía entre los miembros de la tripulación-, pero sin salirse demasiado de cierta previsibilidad –que los diálogos revestían de otra dimensión, en especial cuando la comitiva rusa menciona el intercambio de habanos y cohetes con Cuba, por ejemplo-. La comedia en serio, la que va a proponer Wilder como modelo, empieza en el momento en que esos dos elementos se cruzan para alejarse de los hechos puros y entrar en una dimensión desquiciada.
Hay un momento en que esa situación de cruce se resuelve de manera ejemplar. Vemos a McNamara entrando a su oficina, como en otras escenas previas, pero la repetición de lo cotidiano se rompe en el momento en que entra en el despacho: su secretaria –y amante- Ingeborg está presentando su renuncia. En ese momento, y solo a través de los diálogos entre ambos, articulados en ese juego que oscila entre los amantes y el jefe y la secretaria, nos enteramos de que entre la escena anterior –la llegada de Scarlett a Berlín- y ese intento de renuncia que se conjurará con nuevas promesas, han pasado dos meses.
El tiempo entra entonces de lleno en el desarrollo de la comedia. Esa elipsis suturada sin costuras implica un tiempo que se ha ralentizado –dos meses en los que se ha rutinizado todo de tal manera que alcanza con resumirlo en los diálogos- y el que se acelera en el salto mismo de un momento a otro. A partir del momento de la entrada del chofer de MacNamara en la oficina, lo que se acelera es el tiempo interno de la película: si en esos dos meses parece no haber pasado nada demasiado destacable, en las siguientes veinticuatro horas se sucederán, unas tras otras, una serie de situaciones que se encadenan acelerando los movimientos de los personajes y de la narración. El tiempo se vuelve contra los personajes que deben aprender a moverse de otra manera, para volver a un punto de equilibrio. La comedia en Wilder se vuelve desequilibrio puro en esa formulación del tiempo. Y también del espacio, porque es en esta segunda parte de la película que la frontera física de Berlín empieza a jugar un rol preponderante. En esa carrera de obstáculos que se propone en el camino de MacNamara, la comedia se forma en la compresión temporal –la resolución de los conflictos que surgen antes de la llegada de la familia Hazeltine a la ciudad- y en la expansión territorial –pasar a uno y otro lado de la frontera-.
Lo notable de la película de Wilder es que su ritmo interno está planteado a partir de dos fuentes sonoras que no se contradicen, sino que funcionan como complementos necesarios.
La primera es el leit motiv musical compuesto por André Previn. Ese motivo suena en tres momentos de la película. En el primero, sobre los títulos de inicio, solo parece funcionar de manera ilustrativa, pero en una visión retrospectiva, está adelantando al espectador la rítmica a la que deberá someterse. El segundo momento es la incursión de MacNamara en Berlín Oriental para rescatar de la cárcel a Otto Piffl (Horst Buchholz). Pero no es en toda la incursión, sino en la que debe ser la escena más famosa de la película. MacNamara llega al Hotel Potemkin junto con su secretaria Ingeborg para negociar con la comitiva rusa un intercambio que le permita recuperar al esposo de Scarlett. Ingeborg es la prenda de cambio real para los soviéticos que se han fascinado con ella en las oficinas de MacNamara. La escena en la que entra el motivo musical es el momento en que Ingeborg baila sobre la mesa alterando no solamente a la comitiva, sino a todo el espacio físico (como si se tratara de un terremoto que viene a sacar las cosas de lugar, como revela el movimiento de las piezas de ajedrez en el tablero o la caída del retrato de Kruschev que deja ver el de Stalin). El tercer momento es el del traslado de la oficina de Coca Cola al aeropuerto para recibir a los Hazeltine. Como una reelaboración del clásico sketch de los Hermanos Marx en A Night at the Opera, Wilder mete en el auto que va al aeropuerto no solo a MacNamara, Otto y Scarlett, sino también al sombrerero –que va probando modelos y descartando cajas por la ventanilla-, al sastre –que va cosiendo el pantalón de Otto- y hasta al pintor –que sigue pintando el escudo en la puerta del auto en movimiento-. En los dos últimos momentos, la música puntúa de manera tal el ritmo, que todo pareciera haberse concebido en función de ella, generando un efecto de duplicación del delirio escenificado.
La segunda fuente sonora es el latiguillo que da nombre a la película y que va acompañado del chasquido de los dedos de MacNamara. Ese elemento domina el tramo de la película que va desde la recuperación de Otto y su traslado a las oficinas de Coca Cola, hasta la salida al aeropuerto. El “One, two, three” funciona como un ordenamiento de prioridades del propio MacNamara, pero también como una orden que se impone –quizás para recordar por qué razón su esposa lo llama “Mein fuhrer”- y que implica un tiempo que debe respetarse. Como si la orden aludiera a segundos que se suceden entre sí, en ese lapso comenzarán a sobrevenir sobre la oficina de MacNamara todo aquello que ordenó, y sobre lo que debe resolver, para convertir la imagen de Otto. El leit motiv musical y el chasquido de los dedos funcionan como una forma de contrarrestar la compresión temporal para resolver las cuestiones y, por sobre todo, para expandir su uso de la manera más productiva posible.
One, Two, Three vuelve como una comedia en la que la mirada sobre su tiempo no se detiene en las coordenadas de la Guerra Fría. Más que eso, la película procede a desenmascarar un mundo en el cual Berlín es apenas una representación de los antagonismos puntuales. La familia como célula social básica, la liberación juvenil, la sexualidad sugerida o traficada en la clandestinidad, las imposturas sociales que aparecen retratadas con una mordacidad desenfrenada, recalcando una y otra vez que, para poder desenmascarar, hay que crear otra puesta en escena que deje en evidencia a la anterior. El capitalismo y el comunismo son apenas continentes amplios en los que Wilder vuelca a un lado y otro las miserias humanas por igual y la forma en que las traiciones personales se vuelven parte de lo cotidiano. Y da lo mismo que se trate de convertir al cuidador de un baño público en un aristócrata con título, a un comunista fanático en el perfecto capitalista, o que se entregue el objeto deseado al otro a cambio de tranquilidad. El mundo tal como lo muestra One, Two, Three excede la postura ideológica y la búsqueda económica de progreso. Es un mundo cínico que se puede expresar como drama o como comedia. Wilder elige esta última, por suerte, y lo hace de una manera tan desaforada como iluminada en cada uno de los múltiples one liners perfectos que pone en boca de sus personajes.
One, Two, Three (Estados Unidos, 1961). Dirección: Billy Wilder. Guion: Billy Wilder y I.A.L. Diamond. Fotografía: Daniel L. Fapp. Música: André Previn. Reparto: James Cagney, Pamela Tiffin, Horst Buchholz, Arlene Francis, Liselotte Pulver, Howard St. John, Hanns Lothar, Leon Askin, Ralf Wolter, Karl Lieffen, Hubert von Meyernick, Red Buttons. Duración: 108 minutos.
Si te gustó esta nota podés invitarnos un cafecito por acá: