La mandíbula puede llegar a tocar el piso. Los ojos, abandonar sus órbitas hasta dejar al descubierto un rostro vacío, sin cuencas. La locura repentina puede llevar a alguien a tomarse los pies y golpearse la cara con los talones, en una demostración de contorsionismo imposible.

No es una nueva versión de Estados Alterados; sólo es parte de la “galería de horrores” concebida por la creatividad y la desmesura de Frederick, alias Fred, alias Tex, Avery. Un creador de realidades alternativas nunca superado en su manejo de la síntesis, el absurdo y el humor. Su prestigio ha crecido con el paso del tiempo, al punto de hacer de cada uno de sus dibujos animados un objeto de culto.

Una clave para entender esa obra puede darla el hecho de que los dibujos de Tex Avery se recuerdan por su valor intrínseco, sea por su guión, sus gags o sus exageraciones; difícilmente por el personaje que los protagonice. Si uno conversa con alguien que no esté mucho en el tema, notará que al principio el interlocutor no identificará muy bien a la persona de la que estamos hablando. Habrá que ampliar la información y decirle que Avery es el que hizo tal o cual dibujo en el que pasaba ésto y lo otro, y allí sí vendrán a la memoria el argumento y las situaciones de humor que seguramente la otra persona recordará muy bien.

En la época en que los llamados dibujitos se pasaban en salas de todo el mundo, y en forma paralela al cine de primeras figuras, Hollywood también impuso el star-system para la pequeña industria. Los personajes, como los actores, fueron el atractivo para llevar gente al cine, y así fue posible la popularidad y fama internacional de Mickey, después Donald, Popeye, el Pájaro loco, Tom y Jerry, el Súper Ratón (híbrido y falto de personalidad) y casi todos los personajes de la Warner.

Allí, Avery fue el co-creador de Bugs Bunny, Porky y el Pato Lucas/Daffy, pero no puede indentificárselo con ellos como sí puede hacer con Chuck Jones o Bob Clampett. Avery puede llegar a ser considerado el creador histórico de esos personajes, pero el desarrollo de éstos en los ´40 y ´50 lo alejaron de esa paternidad. Cuando él dejó la Warner Bros. para pasar a la Metro en 1942, sus criaturas tomaron un rumbo distinto, más irónico y cool, menos salvaje y loco. Si exceptuamos estos casos, no hay un personaje que identifique a Tex. Droopy puede ser el más conocido, pero siempre en un segundo plano en comparación con los astros top mencionados: recuerdo que cuando era chico y llegaban las vacaciones de invierno, iba a ver El festival de Tom y Jerry en el Gran Rex y entre varias del gato y el ratón incluían alguna de Droopy como complemento.

Avery trató durante años de establecer un personaje duradero como los que venía de hacer. Pero no sucedió: la Ardilla loca (Screewy Squirrell), George y Junior, Spike, y en los últimos años de su vida Kwicky Koala, no dejan de ser partiquinos poco recordados. En cambio, el destino le proporcionó el privilegio de ser un creador mayor. Porque el mundo de Tex Avery es un sistema aparte, con una lógica y unos códigos tan propios como inigualados. En un dibujo animado “normal”, la sorpresa puede ocasionar un desmayo, o alguna ampliación de los globos oculares, o un salto. En uno de Tex Avery, la reacción será que la cabeza del personaje se multiplique por seis, que los ojos salgan corriendo, que el cuerpo se separe de la cabeza y eche a corre a su alrededor.

Así, la caricatura de la realidad termina por ser una realidad en sí misma. La habitan lobos, gatos, perros, osos, ardillas, ratones, por lo general sin nombre.  A veces hay hombres y, muchas otras, mujeres. ¡Y qué mujeres! Eso nos lleva a otro de los elementos claves de la obra del tejano: el sexo. Los objetos de deseo son fatales caperucitas de campo, cantantes de saloon, sexys pelirrojas de párpados caídos y curvas, que son como las tías de Jessica Rabbit –madres no podrían ser nunca- y las encargadas de enloquecer a cualquiera. Ese cualquiera está personificado generalmente por un lobo, la representación del apetito sexual del hombre, partiendo del reprimido modelo americano de los años ´40. Este lobo en sus distintas versiones, que pueden ir desde el más simple de los campesinos hasta el más refinado habitué del célebre Stork Club, es capaz de cualquier cosa con tal de hacerse con una de esas girls. De hecho, sus reacciones parten del clásico y pasivo silbido de dos notas, degenerando en somatizaciones que serán más y más exageradas, haciéndolo aplaudir a mil manos, retorcerse hasta anudarse los brazos, fragmentarse, chiflar hasta darse vuelta, cada vez que su chica cante Oh, Wolfie y se ponga a bailar contoneando sus formas maravillosamente animadas sin uso del rotoscopio.

Es difícil creer la energía sexual que tiene esas historias de persecuciones de todo tipo: hombres a mujeres, mujeres a hombres, feas a hombres y cuando decimos hombres queremos decir lobos. Lobos a los que les pasa de todo. Joe Adamson, biógrafo de Avery, dice que trabajar de personaje en uno de sus dibujos es una dura faena. Fantasías más, fantasías menos, los cartoons en general y en particular los de la época, tenían una unión con la realidad, a la que imitan. (Tal vez un antecedente de fractura sean algunos de los Fleischer en la década del ´30) Aquí se va mucho más allá, en el tempo, en la sucesión de gags y en el manejo de la hipérbole. Y este es otro elemento clave: la exageración. Una monstruosidad que es aceptada por el espectador, porque ya se lo ha llevado tan lejos del puerto que no puede tener una referencia.

Un gato puede cansarse de la vida agitada de la ciudad. Puede ir a una tienda y después de ver expuestas en la vidriera diferentes naves espaciales para ir a distintos planetas, tomarse un cohete a la luna donde creerá encontrar  la soledad buscada. Peor lo que hallará será una serie de esperpénticos aliens que lo mortificarán con todos los ruidos detestables del mundo: habrá una boca que corre perseguida por un lápiz labial con mucho de falo, un acordeón caminante que se abre y se cierra tirándose de las orejas, un sacapuntas que correrá al gato para afilarle la cola, un alfiler de gancho que busca a un pañal llorón como un bebé malcriado. Tanto ruido, que el gato bajará un telón en el que hay pintada una cancha de golf, se sentará en el tie, elegirá un fierro y se autogolpeará como pelotita para volver a Nueva York, feliz de que la gente lo pisotee. Es el argumento de The Cat that Hate the People (El gato que odiaba a la gente o El gato lunático, 1948). En ese y muchos otros cortos, cada situación incongruente parece pedir otra que la supere, sin respiro para analizar lo que acabamos de ver: ya estamos en otra cosa. Un león que ruge puede provocar reacciones diferentes en canguros, cocodrilos, jirafas, monos, cebras, y cada una de esas reacciones estará resuelta de manera distinta, sorpresiva y audaz. Algo que uno puede observar con detenimiento sólo con ayuda de una videocasetera en pausa o slow, para descubrir lo que a velocidad normal pasa desapercibido, tapado por el gag.

La exageración lleva también a una conciencia propia de ser dibujos animados. Los personajes de Avery saben que están en un medio físico, audiovisual, fílmico, que los hace posibles, y a partir de ese conocimiento formulan frecuentes alusiones. Pueden salirse de la película, derrapando sobre el borde perforado, o llegar a una ridícula zona limítrofe entre el color y el blanco y negro, anunciada con un cartelito plantado al costado del camino y que dice: Technicolor Ends Here. Alguien puede sacar una pelusa de la pantalla, rotoscopiada, y engañar el ojo del espectador, o cargar una escopeta y matar al que llegó tarde al cine y hasta mostrar cartelitos que digan: “Qué final triste, ¿verdad?” o “Tonto, ¿no es cierto?”, a modo de pausas para respirar.

En ese mundo frenético, la violencia es otra fuente de esa exageración. No es la violencia sádica de unos Tom y Jerry en lucha, ni la violencia/castigo al malo o al tonto, de la Warner. Su uso es estrictamente funcional, como un pie para que pasen cosas graciosas, algo así como una broma de oficina llevado al punto máximo. En esta guerra gana siempre el más pequeño, aunque a veces pierden todos, como en la guerra real, contemporánea a la producción de la mayoría de estos dibujos. El malo tonto con esa inocencia tan norteamericana es el perro Spike: tratando de superar a Droopy es derrotado mil veces. El Spike de Avery (no el de Hanna-Barbera, aburrido padre de familia) es una buena caricatura del americano vulgar, vago, panzón, maleducado, ventajero e iluso. Su correlato actual bien puede ser Homero Simpson. Su destino invariable será el fracaso y el chaleco de fuerza. En su descargo alegamos una verdad: hay que soportar en seis o siete minutos unos treinta o cuarenta reveses que pueden variar desde ser arrojado a una piscina vacía a todas las formas diferentes de explosiones. Todo rápido, ultraveloz. “Más rápido que el ojo humano”, como alguna vez dijo Bill Hanna, su contemporáneo en la Metro en los años dorados de la administración de Fred Quimby, un hombre que no tenía sentido del humor, que a veces no entendía los gags, pero que produjo dos décadas de buenos dibujos animados.

Tenían razón los dos. Hay cortos que son hasta demasiado cargados y frenéticos, con gags resueltos en cinco o seis fotogramas. Avery decía a sus colaboradores: “Ya lo hicimos; ahora hagámoslo más rápido”. Y así se llegaba a un timing de excepción, logrado con horas y horas de montaje al milímetro, ajustando cada situación, cada nota del músico  Scott Bradley. Un trabajo que Avery se encargaba de supervisar en todas sus etapas. Esa minuciosidad lo llevó a tener que parar durante 1950 y tomarse un descanso. Cinco años más tarde dejaría la M.G.M para pasarse a la Universal y Walter Lantz por poco tiempo, y finalmente ganarse la vida haciendo comerciales animados, con Bugs Bunny incluido.

Hoy sus dibujos del período 42-55 son considerados  obras maestras no sólo del humorismo, sino hasta del surrealismo. Su mayor triunfo es verlos y compararlos con las Happy Harmonies de Harman & Ising, con las aburridas aventuras del oso Barney, con las persecuciones de Tom y Jerry. Entonces podemos comprobar que sus argumentos, sus chistes, sus locuras sin sentido funcionan perfectamente. En un tiempo en que la imagen y el lenguaje audiovisual se hacen cada día más fragmentados, siguen más vivos que nunca en su mundo paralelo, con esa capacidad para hacernos reír. Su mérito es arrancarnos una carcajada. Y lo hacen porque llegan a nosotros por un camino poco transitado: el de la inteligencia y el absurdo. Y al ver que gente de cualquier edad –de 3 a 70 años, comprobado personalmente- se ríe, ¿saben una cosa, amigos? Estoy feliz. (Droopy dixit).

Este texto fue publicado originalmente en el número 4 de la revista Film, octubre/noviembre de 1993. La revista completa y los números restantes se pueden leer y descargar de manera gratuita en el sitio ahira.com.ar (Archivo Histórico de Revistas Argentinas).

Buscando a Avery en 2022.

Cuando se publicó esta nota originalmente, la señal Cartoon Network desembarcaba en Latinoamérica (había sido creada en 1992), para difundir inicialmente el material animado antiguo de la MGM, Warner y Hanna-Barbera. Esto permitió que los cortos de Tex Avery llegaran a mucho más público (antes sólo se podían ver en algún programa infantil de la TV abierta!), a lo que se sumó la edición en VHS y unos años después, en diferentes formatos laser tanto oficiales como de origen difuso. Cuando la señal comenzó a producir material original en 1996, fue el momento de The Tex Avery Show, segmento dedicado a homenajear al creador tejano y difundir sus cortos, incluyendo datos de producción o biográficos. El programa continuó hasta el 2002. Los cortos se pasaron sueltos un par de años más y después, como casi todo el material vintage, pasaron a la señal Boomerang, donde rara vez pueden encontrarse.

Por temas de derechos es difícil hallar este material en las plataformas, aunque a veces alguien se las arregla para subirlo. A nivel oficial, Warner Archive Collection tiene subidos fragmentos. También se puede ver algún documental como King of Cartoons, de John Needam, emitido en la BBC en 1988. Una reflexión graciosa es que al descubrir alguno de sus gags transgresores, es común que alguien hoy se asombre acerca de su vigencia y locura diciendo“y eso que son cortos realizados hace treinta años”. Son setenta, u ochenta a veces. Vaya triunfo del cine y del humor.

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