To_Live_and_Die_in_L.A.Hay dos películas en Vivir y morir en L.A. Una es la de los ’70 y la otra es la de los ’80. A la primera pertenece el policía que dentro de tres días va a retirarse y emprende una última vigilancia yendo solo al desierto. Allí se encuentra con la muerte, que era quizá lo que andaba buscando, pero cuando digo que se encuentra con la muerte no estoy haciendo mala poesía. Si bien pareciera más apropiado decir que lo matan de un tiro en la cara, inaugurando esa forma brutal (sexual, libidinal) de matar o de hacer cualquier cosa que tiene esta película, tan excesiva que hace pensar que en ese tiro en la cara –y en el posterior gargajo al costado del ejecutor- hay algo más que frialdad profesional, también es cierto que la víctima se encuentra con la muerte porque el responsable de su asesinato es Willem Dafoe, y Dafoe es la muerte, en tanto la entidad de su personaje pertenece a otra dimensión, además que Dafoe ya era la parca vampiro y pálida en Calles de fuego, así como fue Nosferatu en La sombra del vampiro.

Pero aquí Dafoe es mucho más que la muerte. Es el Mal, lo que implica también la Perversión, así, con las mismas mayúsculas que las del Puritanismo. Primero, es un artista capaz de prender fuego a toda su obra para dedicarse a falsificar billetes, pero no por fracaso, sino por cabal comprensión del funcionamiento de este mundo, por sabiduría metafísica y elección moral. La destrucción de sus cuadros por el fuego pertenece a un orden ritual que lo sitúa en la órbita del artista maldito (tanto como en la del arte efímero), uno de esos que, como Rimbaud, fueron al infierno, lo iluminaron, volvieron y saben, ya de nuevo entre nosotros, que las palabras no dicen nada nuevo y que no hay otra cosa más que silencio. O mercado. Allí entra la falsificación como operación artística y política, como único signo de vitalidad admisible -aunque serial- en un mundo profano. La secuencia de montaje en la que Dafoe falsifica billetes de la nada es una de las más estimulantes de la película, acto de pura creación artesanal y rítmico, filmado con planos cortos de colores fluorescentes, materiales fríos pero excitantes y música electrónica. A esa altura, la película de los 80 -estética neovanguardista, publicitaria, ostentosa, metálica y dark-  se pone en marcha y empieza, como el dinero, a circular activando el entero funcionamiento narrativo y dramático, que va al palo, de igual modo que el policía pasado de rosca en busca de venganza pero, sobre todo, de estímulos que disimulen su desesperación inmanente. La película de los 70 quedó atrás, malherida si no asesinada como el policía veterano, aunque volverá de su retiro en una de las más salvajes, físicas y largas persecuciones automovilísticas de la historia, quizá superior a la de Contacto en Francia, del propio Friedkin, y que, según dicen, no filmó Robby Müller (DF de Wenders), sino Robert D. Yeoman, luego colaborador estable de Wes Anderson. Mientras tanto, reina la producción de billetes o, para decirlo en términos económicos, su emisión.

TLAD_twenties2La película comienza con la llegada de una comitiva gubernamental a un hotel y, mientras seguimos a los guardaespaldas protagonistas, escuchamos la voz de Reagan pronunciando un discurso sobre la política fiscal. Que era, por aquellos tiempos, la dictada por el emergente neoliberalismo monetarista, consistente en recortar los impuestos de las grandes corporaciones y los contribuyentes más ricos, y cancelar la emisión de billetes. Entonces será la propia película la que decida emitirlos a través de la figura de Dafoe, el Artista y por lo tanto aquella en la que más se delega la del cineasta, celebrando esa decisión que  impulsa la progresión imparable, desregulada y física de la puesta en escena. El segundo factor político explícito es el del atentado con que comienza todo. Hay un terrorista islámico que se martiriza ante el fracaso de su misión desde lo alto de un edificio y, con él, dos mundos en conflicto, dos sistemas de creencias, justo cuando estallaba el escándalo Iran-Contra y ya estaba en marcha la estrategia estadounidense de política exterior que viraba el eje del conflicto de la agonizante URSS al petrolero Oriente Medio.

La otra gran arena de disputa política es la de los derechos civiles y la sexualidad. Hay una escena en la que Dafoe hace tratos con un negro que parece salido de They Live, de John Carpenter, al igual que los barrios conurbanos por los que caminan, y los grafitis de las paredes que encuadra Friedkin como fondo para su recorrido. En una de ellas, sita en la calle 113, se lee perfectamente un fragmento de Revolutionary Dreams, poema de la activista negra Nikki Giovanni, sobre la que Soledad Castro se extiende más adelante, incorporando a la película unos signos urbanos que, desde un segundo plano, dan visibilidad a variadas clases de discursos políticos. Ya lo venía haciendo Friedkin con el de la diversidad sexual, desde que filmara la por entonces subcultura sadomasoquista de Nueva York en Cruising con una claridad violenta para aquella época, y todavía vigente (basta recordar el fist fucking y la identidad secreta del enfundado en cuero negro con tachas presidiendo la fiesta, que tanto influirán en Tarantino, la inserción de fotogramas violentos como información subliminal, la alucinación del punto de vista alterado por las sustancias que aspira el protagonista, la bandera presidiendo la orgía, pero, sobre todo, el descubrimiento por parte de un representante heterosexual de la ley de su perfecta capacidad de adaptación a ese mundo y esos códigos), o incluso antes en The Boys in the Band (1970), mientras que aquí revela abiertamente el costado sexual reprimido de buena parte de los clisés de las buddy movies o películas de compañeros (las Arma mortal fueron uno de los éxitos de la década, cuyo lado oscuro se manifestaba en la ideación suicida del personaje de Mel Gibson) y de Hollywood en general.

FreewayPero lo que Friedkin hace no es relevante porque filme con un plano frontal a un tipo en pelotas;  porque ponga a los tres protagonistas primero en un vestuario, después en un gimnasio y al final en un sauna compitiendo por ver quién se hace más el macho; porque uno de los dos policías trate de convencer al otro de tirarse desde un puente con una soga atada al pie diciéndole que una vez superado el miedo está todo bien y se te pone dura, mientras entra un sacerdote a traerles leche en medio de la vigilancia de incógnito que hacen desde una iglesia; ni porque filme el plano de un beso con dos actores hombres y el contra plano de ese mismo beso con un actor y una actriz simulando ser los mismos personajes, en un desdoblamiento cuya audacia formal tiene connotaciones metalingüísticas fabulosas. La clave del asunto está en la frase que Dafoe le dice al traidor después de dispararle en los huevos y antes de pegarle con una estatuilla fálica o totémica proveniente de Camerún: “Tenés el gusto en el culo”. Eso es Friedkin, el cineasta del gusto en el culo, que no tiene nada que ver con el mal gusto (esa estatuilla africana es usada justo después que un par de sobre encuadres armara un plano cubista, de modo que Picasso y su fuente de inspiración son la clave de lectura estética de una misma escena), sino con el poder más allá de la identidad sexual o de los hábitos genitales, con la voluntad de poder y todas sus manifestaciones privadas y públicas, organizadoras de la vida afectiva individual tanto como de las políticas de un imperio. Friedkin debe de ser, con David Cronenberg, el más explícito cineasta contemporáneo de lo anal político trabajando más o menos adentro de la industria cinematográfica.

Nikki-Giovanni-001Con Soledad Castro, montajista y realizadora, mantuvimos esta conversación a propósito del lugar que ocupa un poema de Nikki Giovanni en la película de Friedkin y de un par de cosas más.

Soledad Castro: Estaba escuchando a Aretha Franklin cantando «you make me feel like a natural woman» y me acordé de Nikki Giovanni y su poema Revolutionary Dreams. La canción pone el sentido en el otro, en el tipo, pero está esta idea «of being a natural woman» que es un poco oscura en su significado.

Marcos Vieytes: La idea de ‘naturalidad’ es oscura, bastante difícil de asimilar en el presente, y a menudo ha sido usada por el lado más retrógrado y reaccionario de la sociedad. A su vez, hay algo balsámico en ella, o en la creencia de un orden dado en el que todo es como tiene que ser.

SC: El final…

then i awoke and dug

that if i dreamed natural dreams

of being a natural woman

doing what a woman does

when shes natural

i would have a revolution

…va de lo general a lo particular, como si el sueño del cambio colectivo (el sueño político, pesado, de cambiar el mundo) se jugara en la intimidad.

6854611Ese es un pensamiento muy femenino, por cierto. No sé si no tiene algo de reaccionario, es rara la relación con el «orden dado». Creo que es ambiguo porque lo que no sabemos es qué signo tiene esa «revolution» que ella experimenta al final (siempre posible, siempre condicional). Si eso que descubre («then i awoke and dug»; dug es el pasado de dig, excavar, escarbar, profundizar) y es una revolución para ella -soñar sueños «naturales», de ser una «mujer natural» haciendo lo que hace una mujer cuando es «natural»- es lo que puede hacer posible la concreción del sueño colectivo, o implica la desesperanza absoluta de no poder hacer más que eso: ser una mina natural.

En la canción de Aretha el signo es igual de íntimo pero positivo seguro, y viene del encuentro con el otro. Es el otro el que le pone el sentido a la vida de la mujer… no sé si no hay algo reaccionario en eso también. Pero está la idea del amor que hace que ella se vuelva, finalmente, «natural», atada a la vida y no a la muerte. Ahora que lo pienso, capaz que tiene que ver con esto de ser una mina otra vez nueva, renacida; una idea más parecida a «like a virgin, touched for the very first time», que también es bien ambigua y difícil de interpretar.

MV: Uno de los gestos de lucidez mayores de Tarantino es empezar Perros de la calle –y su filmografía– haciendo una exégesis al modo vulgar, estimulante, circunstancial, callejero y nada escolástico, como estamos haciendo ahora, del sentido de ese tema de Madonna, de ese renacimiento, de esa tabula rasa imposible, de esa neonatalidad que, no sé por qué razón, me suena a nonato. Había una diosa de los mitos griegos que renovaba su virginidad cada vez que se acostaba con un señor (no sé si hoy estoy demasiado correcto, pudoroso, proclive al eufemismo o dolinesco), pero ya no sé cuál era.

SC: Lo que me parece zarpado de la escritura de esta mina, además de esa tensión pesada entre lo individual y lo colectivo, entre el deseo y el destino (signado por la intimidad, por la vida cotidiana), es cómo da vuelta los discursos al final para cargarlos de ambigüedad, tanto que uno no sabe si está haciendo una parodia de una idea para subvertirla o la está defendiendo, cuál es su propia voz y cuándo está siendo hablada (o se deja hablar) por un discurso que no le pertenece; y con esa economía rítmica, además, repetitiva, como de pulso…

when i can’t express

what i really feel

i practice feeling

what i can express

and none of it is equal

i know

but that’s why mankind

alone among the animals

learns to cry

…es decir, si lo que hay que elegir es abandonar el orden del sueño y poder adaptarse, conformarse, al orden de la comunicación, de la realidad cotidiana: «it´s not the same thing but it´s the best that i can do». Si esa es la idea general, ¿por qué el reconocimiento de dolor tan terrible al final? Otra vez la complejidad de lo natural, de lo universal, como si justamente la existencia de la diferencia entre conciencia-lenguaje y realidad (¿natural?) fuera la raíz del dolor humano, idea que no por simple es menos tremenda, la verdad.

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