la-mort-en-ce-jardin-3228-3843163752«Islas, dije, las islas, soles rojos.»

La cerveza del pescador Schiltigheim, Raúl González TuñónCada vez que pienso en La muerte en este jardín, de Buñuel, me acuerdo de Cita en Honduras. La conocí gracias al crítico Rodrigo Tarruella, que la menciona en uno de esos textos publicados en el diario Convicción a principios de los ’80, en los que recomendaba películas que pasaban por televisión. La de Jacques Tourneau, una Clase B del ’53 para la RKO con Glenn Ford (The undercover man, The big heat) y Ann Sheridan (I was a male war bride, They drive by night), me aburrió mucho en su momento, o más bien debería decir que me desorientó, pues conservo de ella la sensación recurrente de girar en círculos como sus personajes perdidos en una selva de estudio, puro cartón piedra trucho con el que el director de Yo caminé con un zombi armó una puesta en escena laberíntica, segura responsable de este recuerdo cíclico mío ligado a ella que nunca me abandona.

Los últimos dos tercios de la de Buñuel también transcurren en la jungla, con cuatro o cinco personajes que prefiguran a los de El ángel exterminador, bastante inferior a esta por ser mucho menos concreta. La jungla, ora exterior ora interior, ora real ora falsa, o tan real que parece falsa las más de las veces, acaba siendo una locación indefinida, espacio abigarrado en el que se confunden el sueño y la vigilia, mientras un cura (Michel Piccoli), una prostituta (Simone Signoret), un mercenario (Georges Marchal), un viejo que sólo quiere volver a su patria (Charles Vanel) y su hija muda (Michèle Girardon), deambulan formando un microcosmos cuya lectura alegórica nunca se impone del todo. Vaya a saber en qué punto espacio-temporal de ese universo sin centro ni bordes, continuamente verde, húmedo y febril, un plano sucio, directo, documental de París por la noche desconcierta por completo nuestros parámetros de referencia y nos abduce del infierno salvaje al oasis de la civilización. La imagen se congela segundos después, mientras la cámara retrocede para mostrarnos la postal que un personaje sostiene entre sus dedos. Por un instante, la subjetiva de un personaje recordando sin que inicialmente lo sepamos permitió que ese hombre, la película y nosotros, escapáramos de la pesadilla de no saber dónde estamos ni cómo salir de allí. De la de sí saberlo y sentirse igualmente insatisfechos se ocupará más adelante, en una París tan apetitosa a la distancia cuanto helada cerca. Igualita que la Denueve.

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