Fassbinder, Pasolini, Herzog, Haneke, la danza de nombres alrededor de la trilogía de Seidl me llevaron a retomar la lectura de un libro acerca de la ética de la crueldad en Nietzche y Artaud antes de ir al cine a ver Paraíso: Amor. Las primeras 70 páginas las había leído durante una semana en la que estaba preparando unas clases sobre William Friedkin, el director de El exorcista y Contacto en Francia. Casi cualquiera de sus películas se relaciona con el teatro de la crueldad, tanto porque muy a menudo adapta obras teatrales como porque escenifica la crueldad no sólo mediante experiencias físicas cruentas que extreman los límites cinematográficos aún dentro de marcos convencionales de representación, lo que duplica su mérito, sino también mediante estructuras dramáticas en las que la voluntad de poder es ama y señora de personajes y espectadores. Su última película es un nuevo ejemplo de ello. Como en las películas de Mel Gibson, pero con la sofisticación cultural de la que el australiano carece, en Killer Joe hay al menos una escena abundante y espesamente lubricada por la sangre hace las veces de rito sacrificial que exorciza la brutalidad del ser y del mundo, cuando no la libera con un grado tal de desenfreno que causa incluso problemas momentáneos al mercado para venderla.
En la película de Seidl no hay esa misma medida de shock, entendido como puesta en escena de impactos dramáticos y físicos con códigos similares a los del gore, ni tampoco un encadenamiento perceptivo similar al del montaje de atracciones que organiza la agresión al espectador como experiencia en la que goce y repulsión se tornan indiscernibles. La mayoría de los planos de Paraíso: Amor son frontales con punto de fuga único y un personaje que ocupa casi siempre el centro. De vez en cuando entran y salen personas o animales de los bordes laterales, lo que genera algunos de los varios momentos cómicos de una película en la que más de un encuadre merodean el tipo de humor de los de Aki Kaurismaki y Elia Suleiman. La concentración en ese par de recursos la vuelve más bien limitada y recuerda el cubo escénico teatral clásico. De alguna manera, nos obliga a concentrar la mirada en un solo lugar, las más de las veces ocupado por la protagonista, que es tanto un personaje como un volumen considerable. El cuerpo obeso y fláccido es quizá el gran protagonista de la película, motivo de indudable belleza hacia el que no se manifiesta desprecio sino incluso delectación, cuando no explotación a la manera de un Botero. La manera de comportarse y la moral del personaje pueden ser desagradables, pero no ese cuerpo para la cámara, que lo sabe lleno de posibilidades plasmadas en el deseo sexual manifiesto más allá de edades y kilos estandarizados por la industria audiovisual.
Como en Amor, de Haneke, el título parece pero no es completa ni fácilmente irónico. No creo, incluso, que lo más interesante de esta película sea su discurso político, sino el sentimental. El primero es bastante obvio y parece la elongación de una escena de La angustia corroe el alma, de Fassbinder, en la que una mujer alemana de entre 60 y 70 años les enseñaba a sus amigas alemanas su esposo negro, fuerte, joven y musulmán para que le tocaran los músculos y dieran vueltas alrededor de su torso desnudo como si se tratara de un mono de circo. La película de Fassbinder, sin embargo, enmarcaba tan brutal discurso en una narración articulada según las convenciones del melodrama y la narración clásica de Hollywood, pero puestos en crisis por una calculada tosquedad que se valía de la evasión ilusoria convencional pero impedía entregarse a ella. Seidl, en cambio, filma con lupa y prácticamente sin desglose de puntos de vista ciertos episodios seriales en la vida sexual de su protagonista, una turista austriaca en Kenya, de modo que nos sentimos obligados a estar ahí continuamente, con el potencial de incomodidad que ello implica. No obstante, sólo un par de escenas cercanas al final de la película pueden llegar a sentirse simbólicamente violentas, a menos que el espectador todavía porte consigo fuertes prejuicios hacia la presentación cinematográfica de la obesidad, la prostitución y el desnudo frontal masculino. Fuera de ellas, las otras escenas en las que Seidl acerca la cámara al hecho no están exentas incluso de intimidad afectuosa, sin que el adjetivo implique ignorar el régimen de transacciones que toda relación afectiva implica.
Hay, además, un despliegue cromático consciente y homogéneo aunque tan limitado como el de los encuadres, que embellece u ordena la mayoría de las escenas. No creo que la estridencia kitschmaterializada en las mallas de las alemanas choque con la simétrica rigurosidad compositiva en la que se enmarca. Hasta la naturaleza no es tal, sino espectáculo, sea porque está enmarcada por las rejas del zoológico cuando van a ver el espectáculo de la alimentación de los cocodrilos, o porque no hay plano en el que el mar no esté filmado como un cuadro o como un mural para el linving. La cámara en mano tampoco supone una liberación de la idea de orden, ni siquiera las numerosas ocasiones en que sigue a la protagonista hasta el barrio de los kenyatas, porque nunca permite que ella u otro circunstancial sustituto de ella deje de ocupar el centro de la imagen, obstruyendo el punto de fuga tanto como la posibilidad de que ella –y nosotros con ella- sea mirada. No deja de ser congruente con un tipo humano para quien lo político no existe ni existirá nunca como no sea bajo las formas del sometimiento cotidiano y la rutina consumista. Lo que más me atrajo de la puesta en escena por demás homogénea no consiste en enfatizar ese plano sino el psicológico, si acaso Seidl tuvo esa intención.Las evidencias críticas de los efectos del colonialismo, el turismo, el sexismo y el racismo son ineludibles, pero el itinerario sentimental de la protagonista se me impuso a costa de ellas y las subordinó a lo que parece ser la parábola del canto del cisne sexual de un individuo que durante unas vacaciones condensa el debut sexual frustrado, el romance, el desengaño, la prostitución y el desenfreno escéptico en sucesión lineal larvada pero fuertemente alegórica, casi como si se tratara de un vía crucis irredento. En un orden cerrado tal no hay posibilidad de cambio, pero tampoco radicalidad. Una de las primeras cosas que leí acerca de esta película es que Werner Herzog había dicho algo así como que “nunca antes había podido ver tan directamente el infierno” como en esta trilogía. Ya sabemos que a los grandes directores hay que creerles la mitad o incluso menos de las cosas que dicen. Como sea, si esto es el infierno, se la pasa bastante bien, en parte porque la forma en que muestra el infierno Seidl no quema. Dentro de marcos a priori más convencionales, el mencionado Friedkin y hasta el también citado Gibson son mucho más luciferinos, vale decir más lúcidos, más despiadados, más crueles, más incómodos. No nos olvidemos que en Herzog también hay un fuerte costado conservador de índole sobre todo sexual que lo llevó a usar un término moral como ‘fornicación’ para referirse despectivamente al caos de la selva en la que filmó Fitzcarraldo. También, que casi no mira películas. Quien sabe si la frase que dicen que dijo no indica que, en realidad, no le gustó nada de lo que vio, o que su moral no accedió a la medida de placer desangelado que se cuela (cuándo y cómo es otro tema, pero se cuela) en la película de Seidl.
Aquí pueden leer un texto de Gabriela López Zubiría sobre la trilogía.
Paraíso: Amor (Austria / Alemania / Francia, 2012), de Ulrich Seidl, c/ Margarete Tiesel, Peter Kazungu, Inge Maux, 120′.
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